domingo, 23 de diciembre de 2007

Pasando de año

A por otro año. En mi caso, literalmente.
Hasta entonces.
Salud para todos.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Imposturas

"Jake el tuerto" ni se llamaba Jake ni era tuerto. Era de Ponferrada y se llamaba Santos, pero se lo cambió porque un pirata no podía llamarse así. Y "Jake el tuerto" era el mejor capitán pirata de las Antillas. Hasta llevaba un lorito al hombro. Como padecía del estómago solamente bebía té con limón, pero todos pensaban que era ron dorado. Amaba a Lola, la cantante más solicitada de Jamaica. Una noche Lola le confesó que en realidad no cantaba. Jake se encogió de hombros y le alargó su vaso. "Toma un poco de ron". Lola bebió y sonrió.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Manolo

Hace dos días, cuando salí de casa para ir a trabajar, comprobé cuatro cosas
importantes, a saber:

1.- que caía una lluvia de esas que parece que no pero te acabas calando a
los diez minutos
2.- que a las 6.45 de la mañana, cuando se funde alguna farola la calle se
queda más negra que el culo de un grillo
3.- que los autobuseros del pueblo se pasan el horario por el forro y además
bajan la cuesta follaos perdidos
4.- que Manolo nos ha dejado.

Lo de la lluvia no merece comentario alguno (cómo me han quedado los pelos
con la humedad sí, pero lo voy a obviar), y sobre la oscuridad de la calle y
los autobuseros sin reloj se podrían decir muchas cosas y todas ellas
feísimas así que mejor no decir nada. Manolo merece comentario aparte.

No sé si he comentado alguna vez que ¡¡¡NO ME GUSTAN NADA LAS AVES!!! Pero nada de nada, vaya. Ya puede tratarse de cisnes, gaviotas, gallinas,
pollitos de colores, jilgueros, o canarios. No me gustan nada, me dan un
asco tremendo. Algunas, además, me dan un repelús no de miedo pero sí de
inquietud (fíjense en cómo nos miran las gallinas; claro, yo entiendo que
tienen un ojo a cada lado de la cabeza y así no hay manera de mirar
de frente como un ave de bien, pero tienen una forma de mirar que pone los pelillos de punta).

JB, en cambio, cuando era pequeño criaba canarios así que le gustan mucho y
está frito por poner un volador en el jardín, a lo que me he negado con
tanta vehemencia como a poner un gallinero y patos en el estanque. Aun no
gustándome, y para que vean que soy buenísima, una vez consentí en tener
canarios en casa. Dos: Currito y Piolina. Muy amarillos, muy cantarines, muy
monos hasta que Currito fue abducido por el espíritu de un velociraptor y se
lanzó al cuello de Piolina dejándola más tiesa que una pinza de la ropa.
Luego el muy asesino escapó aprovechando que JB tenía que abrir la jaula
para sacar el cadáver. Intentamos capturarlo echándole una toalla por encima
pero sólo conseguimos que los perros, en la excitación del momento, la
destrozaran a dentelladas. Después del episodio de los canarios los niños
estuvieron calladitas una temporada pero unas semanas después volvieron a la
carga pidiendo un periquito.

Y en ésas llegó Manolo a nuestras vidas, hará ya año y medio, una mañana de
verano en la que yo acababa de aterrizar de un viaje de trabajo y me
entretenía en deshacer el equipaje. "Qrrrrr, qrrrrrr" (o algo parecido)
escuché a mis espaldas, tan cerca que me di la vuelta para ver en la ventana
un bicho verde que a los dos nanosegundos estaba convenientemente guardadito en la jaula de los canarios.

Cuando volvieron los niños del colegio, salí a recibirles con aire triunfal.

-¡Mirad, enanos, os he conseguido un periquito!.
-¡Qué grande!- dijo Bruno asombrado.
-Me pido que es para mí- grito Kenya. Madagascar se limitó a acariciarle la cabeza con uno de esos deditos larguísimos que tiene.

A JB le bastó una ojeada para chafarme el momento estelar.
-Ejem, Gin, no es un periquito, es un loro.

Vale, quedó clarísimo que entiendo menos de aves que de peces, que ya es decir, y que me dan una gallina de Guinea diciendo que es una paloma de Groenlandia y me lo creo. Menos mal que llevar un loro a casa sube muchos más puntos que llevar un periquito.
Y que me hubiera entrado un loro en casa no me extrañó mucho; en el pueblo hay bandadas de loros "escapados de tiendas" o de "barcos importadores", según dónde se escuche la leyenda urbana.

Manolo resultó ser un agapornis roseicolli acostumbradísimo a vivir en cautividad que nos saludaba por las mañanas y nos daba “conversación” cuando estábamos cerca. Era tan sociable que nos dio pena que se aburriera y decidimos llevarlo al jardín botánico del colegio de los niños. Dicho y hecho. Manolo quedó instalado en un volador para pájaros en el que ya vivían cinco periquitos, dos jilgueros, y un bicho marrón del que me dijeron el nombre así como seis veces y las seis lo olvidé en un decir “pío”. Por supuesto, Manolo fue el superstar del volador; todos los niños iban a ver al lorito, le daban pipas, le decían cosas a ver si las repetía (afortunadamente no porque son unos macarras y lo más suave que decían era marica), le acariciaban las plumas… en fin, Manolo eclipsó a los demás plumíferos y estaba encantado. Pero, ay, como nada es eterno, todo terminó cuando llegó la primavera y los pájaros entraron en celo. La verdad es que es comprensible, el pobre Manolo viendo a sus compañeros pisándose todo el día, pues claro, él también quiso pisar a todas las periquitas de la jaula. Por intentarlo, lo intentó incluso con un periquito macho y con el bicho marrón, que por cierto graznaba como si estuviera poseído. Y si hay que entender a Manolo, hay que entender también a las periquitas, que huían como locas de aquella especie de dinosaurio volador. Supongo que es como si el yeti intentara violar a una niña de diez años. La cosa es que los profesores tenían que ir persiguiendo a los niños para que asistieran a las clases porque claro, dado que los acosos de Manolo eran mucho más interesantes que las tablas de multiplicar, el volador tenía más público que el cine de barrio. Al final una llamada de la dirección del centro puso a Manolo en su sitio, es decir, en mi casa de nuevo. Y ahí siguió Manolo, tan contentito como antes a pesar de que su única superfan fija era la gata, que se pasaba los días mirándolo fijamente como si la hubiera hipnotizado. Hasta que la otra noche Manolo decidió abrir la puertecita de la jaula (ya… menos rollo, que todos han visto parque jurásico y saben que los velociraptores abrían las manivelas de las puertas, y mi Manolo era mucho más listo que esos bichos de aquí a Pekín) y volar hacia el infinito y más allá.

Ayer, a mediodía, aprovechando un clarito, vimos una bandada de loros sobrevolando el pueblo. Y juraría que el último, el más chiquito, era Manolo.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Terrorismo musical

Cuando era pequeña una de las cosas que más me gustaba hacer por estas fechas era abrir el buzón. Llegaba del colegio, abría el cajetín, y subía a casa con un montón de sobres la mayoría de los cuales contenía, por supuesto, los esperados crismas. En mi casa los crismas no se tiraban a la basura; los más bonitos se colgaban en una tira de fieltro verde coronada con una carita de Papá Noel que había hecho yo un año en el colegio (la única manualidad escolar que no resultó espantosa, porque recuerdo que un año hicimos un ángel de pasta de papel y me salió con una carita de zombi que daba tanto susto que la profesora no lo quiso poner ni en la exposición de trabajos del cole, la hijaputa, con lo que me costó pintarle la cara de verde y pegarle los cristalitos fosforescentes en las cuencas de los ojos) y los más feítos se ponían abiertos a los pies del árbol de Navidad. Como ningún año los tirábamos, el montón de debajo del árbol crecía y crecía hasta que unas Navidades nos dimos cuenta de que nos habían invadido la mitad de la sala y como acabábamos de ver una película de invasores del espacio nos entró una especie de paranoia y los metimos todos en cajas de zapatos (gorila, claro) de donde salieron un par de años después para viajar al contenedor del reciclado.

En los crismas había de todo, desde reproducciones de cuadros de pintores clásicos, que eran las que mandaban los bancos y organismos con poderío, y que como a los pequeños nos parecían horribles del todo no dudábamos en pintarrajear en cuanto caían en nuestras manos (háganlo y verán cómo hay vírgenes que sorprendentemente están muchísimo más guapas con un buen bigote; y los niñosjesuses ganan mucho con chaquetitas y vaqueros), hasta dibujitos de Ferrandiz, que eran las que nos mandaban los amigos del cole y del barrio en justo intercambio con las que mandábamos nosotros. Luego estaban las de organizaciones benéficas, que eran las que mandaban mis tíos y los amigos cultos y progres de mis padres. Benéficas solamente había las de UNICEF, que ayudarían a muchos niños pero eran más feas que Pilarita, una niña de mi clase a la que todo el mundo preguntaba siempre si era varón o hembra, y eso que llevaba el uniforme del cole, o sea, su faldita tableada y esas cosas. Ahora, que hay un surtido de organizaciones benéficas que ni las galletas cuétara, y cada una tiene sus propios crismas que compiten en a ver cuál hace el más bonito, pues resulta que no se mandan crismas.

Con la historia ésta del correo electrónico todos los días me encuentro así como veinte felicitaciones virtuales a cuál más historiada. Entre esto y los pogüerpoin de las narices, empalagosos como ellos solos y que me llenan la carpeta del correo de gatitos, perritos, pollitos, y demás bichos tiernos que la gente considera que pueden moverme a la ternura y que sólo consiguen despertar mis instintos asesinos, cualquier día me va a reventar el ordenador; en cambio el buzón del correo postal criaría telarañas si no fuera por los bancos y otras entidades caritativas que se encargan de limpiarlas.

Y andaba yo quejándome hace unos diez días de que “ya no recibimos crismas, qué barbaridad, esto va de mal en peor, ya ni son Navidades ni nada” cuando una mañana escuché al buzón cantar navidadnavidaddulcenavidad. Lo destripé y tenía un sobre dentro una tarjeta cantarina remitida por mi hermana B1. En principio la tarjeta solamente tenía que sonar al abrirla pero por alguna extraña tara del chip sonaba abierta, cerrada, metida en un sobre, debajo de un libro e incluso ahogada en un barreño lleno de agua sucia de fregar. Lo sé porque a las cuatro horas de estar escuchando sin parar navidadnavidaddulcenavidad la gracia que nos hacía al principio dio paso a una sensación de fastidio que se fue tornando en mala leche, con lo que intentamos todo tipo de tretas para que se callara. Incluso Bruno, que al comenzar la tarde se había pasado así como una hora coreando la canción con vocecita de falsete, terminó hartándose de ella y se unió al grupo de los destructores inútiles.

La mañana siguiente el asunto había adquirido tintes dramáticos porque en el silencio de la noche la canción se escuchaba por toda la casa y como cada vez que alguno intentaba alejarla de su dormitorio la colocaba cerca de otro, al poco el afectado se levantaba y la volvía a trasladar. Así como a las cuatro de la madrugada intenté dejarla en el punto más alejado del jardín consiguiendo que a los cinco minutos los perros aullaran como posesos así que tuve que volver a meterla en la casa, momento que la gata aprovechó para salir por patas, cosa que en condiciones normales no habría hecho ni borracha porque es llegar las once de la noche y parece que la grapan a los cojines del sofá. Total, que la tarjeta se pasó toda la noche encima de la chimenea, cantando más contenta que la mar.

Desayunamos en silencio (navidadnavidaddulcenavidad sonaba desde la chimenea) mirándonos con ojos vidriosos y conscientes de que cualquier comentario podía romper el frágil equilibrio de nuestros nervios y convertirnos en unas cuantas cajas de bombas. “Habrá que tirarla a la basura así se contamine la tierra de aquí a Pekín” dijo JB. Y lo intenté, pero cuando bajé a tirar la tarjeta me encontré a los basureros y estos, en un arranque de ecología me dijeron que los chips no se podían tirar a la basura. Y hala, de vuelta a casa. Navidadnavidaddulcenavidad. Y entonces vi la luz. Bueno, en realidad a quien vi fue a Cristo, que volvía de comprar frutos secos en el mercadillo, y que después de descojonarse sin reparos de nuestras penalidades me dijo: “hija, Gin, pues endósasela a alguien que te caiga mal y listo”. Fue decirlo y mirarnos los dos levantando una ceja: ajá, ya sabíamos a quién le iba a calzar la postalita.

En cuanto llegué a casa reuní a los niños y les di las instrucciones precisas para que se acercaran en plan comando y, sin que nadie les viera, dejaran la tarjeta en el jardín del concejal de urbanismo del pueblo. Creo que nunca les he visto obedecer con más rapidez.

Ayer me encontré con Salvador, el farmacéutico, y me comentó que el concejal echaba chispas. Parece que llevaba dos días con dolor de cabeza y escuchando un pitido constante hasta el punto de que incluso había llamado al médico.

-¿Y? pregunté con toda la despreocupación que pude, porque la verdad es que al oir lo del pitido se me habían disparado las alarmas.
-Nada, el hombre ha estado atiborrándose de medicamentos y al final resulta que era una tarjeta de Navidad de esas que suenan, que pitaba porque debía tener el chip algo estropeado.
-¿Y dónde estaba?- Ahí tragué saliva y me acordé de las caritas de satisfacción de los miembros de mi comando después de cumplir la misión.
-Detrás del sofá del salón.
No dije nada. Es que ni siquiera moví un músculo.
-La cosa es que está con la teoría de la conspiración en lo alto porque dice que eso no es suyo, que alguien lo ha puesto ahí y que...
Salvador se interrumpió y me miró fijamente.
-Tú no sabrás nada ¿verdad, Gin?
Las carcajadas de los dos debieron oirse hasta en Moscú.

jueves, 13 de diciembre de 2007

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Irlanda

Conduzco despacio, disfrutando del constante cambio de colores del cielo:
tan pronto luce el sol como el horizonte se torna de color gris plomo o se
ven corretear nubes blancas y algodonosas como las ovejas que de cuando en
cuando se nos cruzan por la carretera. Voy tan despacio y la carretera está
tan solitaria que no me hacen falta los "slow" pintados en la calzada que
anuncian curvas cerradas. Desde que salimos de Ardara no nos hemos cruzado con ningún otro coche. Se lo hago notar a Declan y se ríe preguntándome por qué creía que me había dejado llevar el coche. Declan y yo hemos trabajado juntos (fue mi guía en el Ulster el año pasado) y este otoño compartimos vacaciones.

Al mediodía paramos a comer junto a un arroyo y es como estar dentro de un cuento. Lo único que nos devuelve a la realidad es la posibilidad constante de que nos llueva. Al terminar de comer Declan me unta un poco de pomada en el tatuaje para ayudar a que cicatrice antes sin que me queden más marcas que el propio dibujo. Me dice que ya ha bajado la inflamación y se ve perfectamente cómo quedarán los colores. "Nunca he visto un verde tan brillante". Lo tapa con una gasa de algodón siguiendo las instrucciones de Kira, la tatuadora: "tápalo; no dejes que le dé el sol o te quedará una cicatriz como si fuera una quemadura".

Cuando lo dijo yo asentí con la cabeza muy seria pero me dio un poco de risa
pensar qué sol me podía dar aquí. Kira es una amiga de la infancia de
Declan, la única de ellos que se desentendió de la lucha armada y se largó en cuanto tuvo oportunidad. Después de viajar por toda Europa terminó instalándose en Ámsterdam. Cuando la nostalgia pudo con ella volvió a Irlanda con su pareja, Doreen, una pintora alta, rubia, y sonriente que se dedica a diseñar los tatuajes que hacen. Kira tiene las manos y los dedos largos, como de hada, y antes de trabajar las mueve suavemente sobre la piel para estudiar su calidad y decidir qué pigmentos utilizar para que los colores duren más.
Cuando le dije lo que quería miró a Declan y sonrió. "Si hubieras elegido
otro dibujo te diría que no te dejaras embaucar por este liante, por muy guapo que sea, pero a esto no me puedo negar; lo tenemos todos". Se inclinó y me enseñó el suyo, en el pecho, sobre el corazón. Sonriendo, sin decir nada, Doreen me mostró el suyo, en el antebrazo. Sé que Declan lo tiene en el brazo derecho. Desde entonces llevo tatuado en el hombro derecho un trébol de cuatro hojas de color esmeralda.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Amor

La amó desde que la pusieron a su cargo, esto es, desde el mismo instante de su nacimiento. Durante más de veinte años había cuidado su cuerpo y defendido su alma de todo mal con el mayor celo. Protegerla era el motivo y la finalidad de su existencia. Pero en él había, además, un grado de amor y de deseo impropios de su naturaleza así que decidió renunciar a su esencia y se dejó caer con dolor desde el infinito para adquirir la mortalidad. Cuando ella abrió los ojos vio, tendido a su lado, un ángel con las alas rotas.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Damasco

Salimos de Aleppo temprano, para evitar el calor. En silencio, Taisir coloca las cosas en el todoterreno sin dejar de mirarme de reojo. Me siento a su lado sin decir nada y despliego un mapa de la región. Como siempre, con rotulador rojo señalo los pueblos y las ciudades que hemos visitado; rodeo con un círculo aquellas a las que quiero volver y las demás simplemente las tacho con una cruz. Taisir me ve tachar con decisión los alrededores de Aleppo y no puede evitar una sonrisa. Sé que es inevitable encontrar turistas en todos los lugares que visitamos (yo misma no dejo de ser una turista aunque me guste más pensar que soy una viajera) pero coincidir en la Basílica de San Simeón con diez excursiones al mismo tiempo me pone de mal humor. Miro la ruta. Taisir me ha dicho que pararemos en una aldea cercana a Crack de los Caballeros a visitar a parte de su familia y nos hospedaremos allí, en casa de su hermana Zein. Doblo el mapa y me concentro en el paisaje. De cuando en cuando Taisir me señala algo que cree que me puede interesar o que, simplemente, a él le parece interesante. Cuando ve que estoy más relajada me pregunta qué es lo que de verdad me ha molestado tanto de Aleppo y le explico que en realidad Aleppo me ha gustado mucho. ¡Cómo no va a gustarme Aleppo! Ha respondido perfectamente a mis expectativas, quizá porque no tenía demasiadas; quizá porque nunca me había interesado tanto como para imaginarla. Hablo sin parar y Taisir me escucha sin interrumpirme. Le digo lo que espero de Palmira y asiente con la cabeza musitando “así es, así es Palmira”. Y entonces le hablo de Damasco, del Damasco que siempre he imaginado, del Damasco de los omeyas, del Damasco de Lawrence de Arabia, de la ciudad a la que el profeta llamó el paraíso. Taisir me escucha, y cuando me callo sonríe con un punto de tristeza y me dice que a veces el paraíso se esconde para no estar a la vista de todo el mundo.

jueves, 29 de noviembre de 2007

El medio pollito: gore para bebés

Las políticas para incentivar la natalidad son cuanto menos peculiares. O eso, o yo definitivamente no las entiendo porque soy marciana, que también puede ser (aviso: no quiero chistes, eh). Por ejemplo, cuando nace un niño la Junta de Andalucía le regala unas cuantas inutilidades, entre ellas un CD con cuentos y canciones infantiles. Hasta ahí bien. Pues el otro día me hice con un CD, lo escuché con el pequeño y hubo un cuento que me puso los pelos de punta. Vaya, el resto no era como para dar el Nobel de literatura al autor, pero el del medio pollito me resultó espeluznante.

El cuento del medio pollito: el título ya lo dice todo. Dado que fue escucharlo y poner todas las neuronas a funcionar para intentar olvidarlo piadosamente (por aquello de que una tiene una imaginación delirante y lo último que necesita es que le den ideas malsanas como ésta), voy a ver si consigo recordarlo medianamente.

Como imaginan el protagonista del cuento era un pollo. Y hete aquí que dos vecinas se pelean por el susodicho pollo. El motivo de la pelea no lo recuerdo ni falta que me importa, pero seguro que fue por un quítame allá ese huevo. La cosa es que, espoleadas por el ejemplo de Salomón (esta vez la culpa no es de Disney sino de la Biblia, y es que ya no se puede fiar uno de nada), las granjeras van y cortan al pollo por la mitad. La vecina normal se come el pollo, como debe ser, y ahí acaba la historia de ese medio pollo, aunque nos quedamos sin saber si lo preparó con ciruelas y piñones o con arroz, que digo yo que ya podían haber puesto la receta y así estimulan a las madres a trabajarse un poco los cuentos.

La otra vecina, la anormal del todo, mete al medio pollo en el corral con los demás animales (suponemos que los demás animales estaban enteros aunque de una granjera que se queda con medio pollo y lo echa en el corral se puede esperar cualquier perversión). Y ahí tenemos ese pollo cortado por la mitad (no especificaban si transversal o longitudinalmente o sea que cada uno lo imagine como sus tripas aguanten) que va y vive tan ricamente en perfecta armonía con el resto de bichos corraleros a los que ni siquiera les asombra que su nuevo compañero vaya por ahí espurreando sangre (porque es de imaginar que si te cortan por la mitad te saldrá una mijita de sangre ¿no?).

Imagino que al llegar aquí el resto de los mortales ya estarán rechinando los dientes por aquello del repelús. Yo, que estoy curtida en los documentales del Documanía, y me tragué ojiplática y con la mandíbula totalmente descolgada la historia del pollo Michael (ya se la contaré, ya), lo ví todo poco normal pero tragable. El pequeño, por supuesto, lo veía todo normalísimo, como corresponde a su edad. Claro que a partir de aquí la cosa empezó a enrarecerse un poco.

Y es que lo que vino después fue que por culpa de media moneda de oro que no sé ni quiero imaginar de dónde la sacaba el medio pollo ni a quién se la prestaba, el medio-bicho se lanza por esos caminos de Dios. Y allí que iba el engendrillo aquel haciendo amigos que resultaban ser, además de raros, más vagos que la mar y en seguida se cansaban de andar, no como el medio-bicho que a pesar de no tener más que la mitad de todo caminaba tan fresco.

Y si esto les parece raro no se pierdan que, ante el problema del cansancio de sus nuevas amistades, al medio-bicho, que o bien con la mitad de sus órganos debía haber perdido además el entendimiento completo, o bien era un degenerado completo, no se le ocurre más solución que llevarles en.... ¡¡¡SU MEDIO CULITO!!! Que sí, que se iba metiendo de todo por el culo: que si palomas, que si piedras, que si un río... ¡pero si hasta se mete un toro y todo!

Digo yo que esto lo regalan para cortarles a las madres la depresión post parto de un ataque fulminante de asco ¿no? porque si no no le veo ningún sentido. Bueno sí, también podría estar patrocinado por alguna organización que esté en contra de fomentar el hábito de la lectura, alguna asociación vegetariana, o por los fabricantes de vaselina, que hayan pensado que es la mejor forma de ampliar mercado. La cosa es que el cuento debe tener algún final al que supongo que pocas personas llegarán sin potar antes pero que nosotros nunca conoceremos porque, viendo cómo los ojitos de Bruno se agrandaban, y temiendo la interminable tanda de preguntas surrealistas que iban a venir después, saqué el CD por las bravas, lo partí por la mitad y le pregunté si le apetecía que leyéramos los haikus del pollo Ramón o que viéramos el reportaje del pollo Michael. Total, from lost to the river. Y luego dirán que la gente no lee.

martes, 27 de noviembre de 2007

Corfú

Hay sitios que no he querido visitar nunca por miedo a que al hacerlo perdieran su magia. No son muchos, es cierto; generalmente puede más mi curiosidad que mis ganas de mantener intacta la imagen del sitio soñado. Pocas veces me he arrepentido de haber visitado algún destino-talismán (hace ya mucho tiempo que Basora no es la ciudad de Simbad, y cada vez lo va a ser menos, pero a cincuenta grados a la sombra se derrite cualquier posible encanto); por el contrario, generalmente me arrepiento de no haber ido antes.

A Corfú llego llena de reticencias, sin querer llegar. Siempre he soñado con Corfú, por eso nunca he querido visitar la isla y hasta ahora había conseguido esquivarla pero en esta ocasión ha sido inevitable. Yannis nació en El Pireo pero conoce perfectamente cada rincón del país, de cada isla. Hemos estado dos días recorriendo sin prisa las calles de la ciudad, perdiéndonos por callejuelas y portaladas, invadiendo sin permiso patios y jardines privados, desayunando, comiendo, y cenando en las terrazas de pequeños bares, antes de tomar el camino del norte. Queremos recorrer la isla de norte a sur, ver las diferencias entre los pueblos que ven la costa albanesa y los que sólo tienen agua por horizonte.

Yo no hablo griego. Mis conocimientos de esta lengua se limitan a cuatro frases básicas, a algunas expresiones y palabras sueltas con las que no podría defenderme en ninguna circunstancia. Hasta ahora Yannis se ha encargado de hablar por mi, de negociar cada visita, cada entrevista, los permisos necesarios para hacer fotografías. En Palia Perithia le observo, le escucho discutir, y me asombran los esfuerzos que tiene que hacer para conseguir que nos dejen asomarnos a la isla; me sorprende que las trabas que le ponen a él, uno de los suyos, se convierten siempre en facilidades para mí, una extranjera. Nos sentamos en un bar a comer y un camarero con cara agria nos sirve, sin que lo pidamos, vino y aceitunas negras. Yannis me explica que no hay nada peor que ser griego en Grecia. Le miro con un cierto escepticismo y me invita a comprobarlo. Apostamos una cena.

Cuando viene el camarero le miro y con la mejor de mis sonrisas le pido la comida chapurreando torpemente la frase que me ha dicho Yannis. El camarero me mira radiante, le da a Yannis una palmada en la espalda, y nos llena el vaso de retsina. La transformación es tan espectacular que tenemos que hacer verdaderos esfuerzos por controlar las carcajadas. Durante toda la comida el camarero extrema los detalles con nosotros, nos invita a los postres y nos deja una botella de ouzo sobre la mesa. Finalmente se sienta con nosotros y conversa con nosotros en inglés macarrónico. Cuando se ofrece a conseguirnos la entrada a cualquier sitio de la ciudad que queramos, Yannis me mira divertido y susurra “langosta”.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Cena

Se desanudó la capa, sin prisa, pensando en la conferencia que acababa de escuchar. Habitualmente le resultaban poco interesantes; las mejores siempre se celebraban más temprano, a media tarde, a horas imposibles para él. Aquella noche, en cambio, había sido excepcional. Pocas veces había presenciado una exposición tan clara, tan centrada, tan amena. Se miró en un espejo que, como siempre, le ignoró. Mientras se limpiaba cuidadosamente unas gotas de sangre de los colmillos pensó sin pena en la conferenciante. Al fin y al cabo se merecía el mordisco por haber afirmado en público que los vampiros no existen.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Chicago

Metida en la cama noto cómo se mueve la habitación. No son imaginaciones mías. El hotel se mueve. Es un edificio basculante, pensado para resistir los fuertes vientos del invierno. Estamos a finales de enero y según me dice Rafael este año el frío y el viento están siendo especialmente fuertes. Los edificios altos, altísimos, se balancean de forma imperceptible; casi nadie se da cuenta pero yo lo noto. Y me da miedo. Para alguien que como yo tenga vértigo y miedo a las alturas, estar en una habitación con una pared casi entera acristalada en el piso número treinta de un edificio es una auténtica tortura. No hace falta acercarse a las ventanas para ver la ciudad desde lo alto, la veo desde la cama, la veo desde casi cualquier punto de la habitación. Durante el día no me importa, no paro y me olvido de la altura, pero las noches son difíciles así que salgo y procuro volver lo más tarde posible.

Llevo varios días sin dormir y estoy cansada pero no me importa; esta ciudad tiene suficiente energía para mantenerme no sólo en pie sino en constante movimiento. Vista desde arriba la ciudad impresiona; a pie de tierra resulta fascinante. Inicialmente, todos los tópicos que vemos en el cine son ciertos; caminar por sus calles es como moverse por una película, y me envuelve una sensación de familiaridad que si bien al final resulta falsa, al principio me ayuda a situarme y hace que ninguna situación me sorprenda. Rafael, que lleva años viviendo en Nueva York y ha venido estas semanas a trabajar conmigo, me deja hacer, explorar, asombrarme, equivocarme, con un punto de risa en la mirada; disfruta como quien lleva a un niño a su primera visita al zoo.

Me divierte entrar en un burguer y compartir mostrador con una o varias parejas de policías que devoran hamburguesas mientras no paran de recibir mensajes por radio. Me paso media hora bajo el tren elevado solamente por sentirlo pasar. Un camarero me pregunta de dónde soy y luego intenta situar España junto a Argentina. Le explico que está en Europa y se queda un rato pensando para escandalizarme después preguntando si Europa hace frontera con Israel. Encuentro un almacén donde venden levy’s 501 a 10 dólares y vuelvo al hotel con cinco pares.

A los pocos días después de llegar, cuando se me pasa la borrachera de paisajes urbanos, es cuando realmente comienzo a ver la ciudad como es, cuando comienzo a disfrutarla y a sufrirla. Sé que no han cambiado las situaciones sino mi forma de percibirlas. Se lo digo a Rafael y se queda pensativo. La mañana siguiente caminamos por la ciudad; hablamos y hacemos planes de trabajo. Cuando Rafael se detiene no sé dónde estamos. Me dice que ahora es el momento de dominar toda la ciudad. Miro hacia arriba y me quedo clavada en el sitio. Sabe que soy incapaz de subir a lo alto de la Torre Sears pero me coge la mano y entramos en el edificio. Mientras el ascensor sube pienso que, aunque para muchos será una tontería, nunca he hecho nada parecido.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Vuelven los chukis

Ya es Navidad. A ver, ya sé que todavía no, pero los organismos oficiales y
las empresas comerciales han empezado ya con la campaña de señales que la
anuncian. Digo yo que esto debe estar financiado por las empresas de dulces y empiezan tan pronto para que hasta los torpes se enteren y se inflen a comprar mazapanes y esas cosas porque si no no veo razón a este acoso.

Ayer fue un día lleno de señales. Por la mañana, mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde para cruzar, me fijé en que a los árboles de la Alameda les había salido algo así como una plaga de gusanos amarillentos y semiepilépticos que les trepaban por el tronco. Que luego resultara que no eran gusanillos sino las luces que el Ayuntamiento ha elegido para decorar la ciudad este año no disminuyó la pena que me dieron los árboles. La segunda señal me llegó a través de la pituitaria cuando entré en la panadería y me llegó tal olor de los mantecados, los roscos de vino, y los borrachuelos que me tuve que pasar discretamente la manga por la barbilla porque estaba babeando como un gran danés. Pero la tercera señal, la definitiva, aquella que es capaz de iluminar un pueblo entero, me estaba esperando en la sección de juguetes del hiper, que normalmente ocupa un pasillo roñoso y en esta época se extiende como las plantas de calabaza invadiendo el espacio de las demás secciones hasta que termina por ocupar casi todo el hipermercado.

Me gusta mirar los juguetes, lo reconozco. Unos pocos, poquísimos, me parecen preciosos; el resto me parecen absolutamente espeluznantes. Por supuesto los que me gusta mirar son esos, los tremebundos, esos juguetes espantosos que todos hemos recibido en alguna ocasión y que todos hemos regalado alguna vez, más por mala leche que por ganas de agradar, todo hay que decirlo, y nos han costado la ruptura de relaciones con algún amigo o familiar de la modalidad picajoso-hasta-decir-basta.

El año pasado, por ejemplo, yo regalé a la niña de una amiga una muñeca que los Reyes trajeron a mis hijas cuando eran pequeñas. La cosa es que en principo la muñeca era una monada: una madre negra africana con su bebé. No le faltaba nada, tenía su huesito en la cabeza (ya…) una túnica color hueso atravesada por una especie de mantoncillo de piel de leopardo en el que se sujetaba el bebé (ya… ya…) y un turbante de la misma tela aleopardada (ya…ya… vale… a ver si se creen que la culpa es mía). A primera vista era una muñeca abrazable, mojable, pintorrejeable, lavable, tirable… en fin, ideal. Lo malo era que en la barriga escondía un mecanismo que la hacía carcajearse como si estuviera poseida y nos ponía los pelos de punta. Además no tenía botón de parada, o sea que aquel espanto duraba hasta que se agotara la pila. La muñeca fue muda durante unos meses porque, afortunados de nosotros, desconocíamos sus poderes, pero cuando mi hija mayor nos sacó de nuestra feliz ignorancia por el simple procedimiento de encontrar el compartimento de la pila y meter una, estuvimos a punto de perder la cabeza. Y más cuando vimos que aquello era imparable.

Una tarde feliz la hija de mi amiga entró en casa, miró la muñeca y se le dilataron las pupilas. Nos dimos cuenta de que le encantaba porque (además de lo de las pupilas ésas que ya he mencionado) se paró delante de ella mirándola fijamente y con el dedito índice extendido, tipo Colón. Me faltó tiempo para encasquetársela. Por supuesto en cuanto llegaron a su casa mi amiga me llamó y se pasó al menos diez minutos insultándome. Cuando se calmó un poco me explicó que escucharla (a la muñeca, claro) durante lo poco que dura el trayecto hasta su casa la había alterado tanto que había estado a punto de tirarla al mar por la ventanilla del coche. A la muñeca, no a la niña. Lo que son las cosas, a la que quiso tirar al mar pocos días después era a su hija, que se había repuesto de la misteriosa mudez de la muñeca (como imaginarán a mi amiga le faltó tiempo para hurgarle entre las tripas, encontrar la pila y arrancársela de cuajo) y se pasaba el día riéndose como ella. Yo la escuché un par de veces y daba miedo. Mucho miedo. Palabra.

Otro juguete que emigró, aunque esta vez más pronto, fue un payaso de juguete. Los payasos de juguete dan miedo, casi tanto como la niña de mi amiga. Anda que no lo pasé yo poco mal cuando una abuela apareció en casa con un payaso clarinetista y se lo regaló a mi hija mayor por su primer cumpleaños. El payaso hacía de todo: tocaba el clarinete, cantaba, movía los ojos que parecía Marujita Díaz en pleno chou, y cuando le apretabas un brazo te disparaba un chorretón de agua desde una flor que tenía en el chaleco. La flor estaba estratégicamente colocada para atinar con el chorro en pleno ojo al incauto que estuviera cerca. Kenya no terminó siquiera de sacar el payaso de su caja y ya estaba chillando de miedo. La pobre criatura se pasó dos noches sin dormir y yo me metía en su camita para consolarla pero lo único que hacía era mirar fijamente al payaso que nos observaba desde una esquina con su sonrisa siniestra. Lo recuerdo y se me erizan los vellos que parezco un chumbo. La verdad es que siempre he pensado que el payaso fue una especie de venganza cósmica por haberme reído cuando mi hermana B2 me llamó a gritos asustadísima porque había confundido a Kenya con el gusilú con el que dormía y al verla iluminada como una bombilla pensó que estaba radiactiva o así.

Menos mal que el juguete más temible de todos nunca ha entrado en mi casa. Lo cierto es que ni siquiera era un juguete, pero primo hermano, vaya. Lo sufrió mi hija pequeña hace unos años, cuando se quedó a dormir en casa de una amiguita y al día siguiente me contó que lo había pasado un poco mal. Resulta que la niña tenía en el dormitorio una lamparita de ésas que se ponen para que los críos no tengan miedo (¡¡¡ja!!!) con la forma de Campanilla, el hada de Peter Pan. Hasta ahí todo era normal; lo anormal era que cada diez minutos la lamparita decía "Tilín, soy Campanilla, tilín" con esa vocecita insufrible y repipi que Disney pone a todas sus princesas, incluso a Campanilla, que en la película era muda. Bueno anormal no, pero pesado un rato sí. La noche en que Madi (se llama Madagascar pero está en esa fase adolescente de odiar hasta su nombre y nos obliga a llamarla Madi; ya, es espantoso pero se le pasará) se quedó a dormir allí a la lamparita se le estaba estropeando el mecanismo (Dios existe) y así como a las tres de la madrugada la niña se despierta y en lugar de la vocecita dispuesta y dicharachera del hada escucha "tiliiiiiiiiiinnnnnnnnn, soy Caaaaaaaampaaaaaaaniiiiiiillaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa,
tiliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnnnnnnnn" con la misma voz que tendría Freddy Kruger después de haberse calzado una pila de machaquitos en plena noche de farra en la Feria. Menos mal que es una niña de recursos y a la segunda amenaza de Campanilla-Kruger la desenchufó directamente. Lo que a Madagascar se le olvidó contarnos (nos enteramos porque la madre de la otra niña no se cortó un pelo en explicárselo a todo el pueblo con todo lujo de detalles) es que después de desenchufarla la pisoteó con saña y la tiró por la ventana ante los ojos asombrados y llorosos de su amiga. Gracias al cielo desde aquello no han vuelto a ser amigas.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Inercia

Todas las mañanas, antes de salir, se daba un último vistazo en el espejo que había junto a la puerta. El accidente había cambiado muchas cosas en su vida pero ella había conservado aquella costumbre de mirarse y seguía sonriendo aunque su cara fuese ahora un muestrario de cicatrices y quemaduras. Un día, mientras esperaba a que la madre firmara un certificado, el cartero la vio contemplarse en el espejo. “¿Por qué no le pone un espejo nuevo a la chiquilla, que ése está roto y ni se ve?” La madre sonrió con tristeza. “¿Qué más da? Si es ciega”.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Se acabó la historia

Querida Bella Durmiente:
Cuando despiertes y leas esta carta mi vida será diferente. Ya era hora. Estaba cansada de pasarme el día limpiando, cocinando, barriendo, cosiendo, y fregando. Harta de comer manzanas y de aguantar a los enanos y al necrófilo, que ya me dirás tú, mucho príncipe y mucha historia pero hay que ser muy pervertido para ir por ahí besando muertas. A partir de ahora se acabó. He convencido a Simbad, y mañana por la mañana robaré los diamantes a los enanos y me iré para siempre de este cuento.
Besos de Blancanieves.
PD.- Cenicienta también se viene

lunes, 12 de noviembre de 2007

Nessebar

He viajado toda la noche, primero de Madrid a Sofia, y después desde Sofia
hasta Burgas en un bimotor de hélices pequeño como un autobús que ha
aterrizado cuando amanecía. Todor me está esperando en el aeropuerto para
llevarme a su casa, en la ciudad antigua de Nessebar. Al llegar allí dejo
las cosas, desayuno un poco y me echo un rato pero la luz es tan brillante que soy incapaz de coger el sueño así que tomamos otro café y salimos a la calle. La ciudad es preciosa, toda de madera. Todor me cuenta que ha heredado la casa de sus abuelos y que se siente muy afortunado por poder vivir aquí; dice que las antiguas casas de madera se están revalorizando y se venden por pequeñas fortunas pero que no tiene intención de vender el alma de su familia. Recorremos las calles mientras Todor me explica la historia de la ciudad, y después de comer en el puerto decidimos pasar la tarde en Bourgas.

Hace mucho calor, necesito beber. Todor me señala un termómetro: sólo 33
grados. Me explica que es normal que la sensación térmica sea mucho más alta
porque la humedad es del 100%. Paramos en un puestecillo y compramos un
helado de pera; todos los puestos ofrecen helados artesanos de fruta fresca.
No hay helados de chocolate ni de vainilla pero se puede elegir entre todas
las frutas de temporada de la zona, desde melocotones hasta albaricoques,
manzanas, peras... El té también es bueno y se encuentra en todos sitios.
Fuerte, azucarado y muy caliente quita inmediatamente la sed.

Mañana tengo una cita en la Universidad así que nos acercamos para ver la
mejor combinación de autobús y conocer el sitio. Uno de los amigos de Todor,
Stefan, da clase allí, así que le llama y se ofrece a enseñarnos las
distintas dependencias del recinto. Luego le acompañamos a su casa para
dejar unos libros. Es pequeña pero muy agradable. Se lo comento y me dice
que a pesar de que es realmente diminuta es una de las casas mejor equipadas que conoce y que tiene muchas comodidades. "Tengo hasta una nevera, ¿has visto?" Efectivamente, la nevera está en medio del salón, junto al televisor, y encima hay un velero de madera y dos fotografías. Sobre la televisión hay media docena más de fotos. Alabo la nevera y cuando no me ven la abro, y veo que está vacía. Me doy cuenta de que ambos electrodomésticos, la televisión y la nevera, están desenchufados. No pregunto.

Les invito a cenar y entramos en un restaurante pero solamente tienen uno de
los platos que ofrece la carta. Me explican que depende del día de
abastecimiento. Cuando llegan los distintos productos puedes encontrar todos
los platos de la carta, y a medida que se van agotando las opciones
disminuyen hasta que vuelven a reponer los víveres. Entramos en otro
restaurante y nos pasa lo mismo así que optamos por comprar comida en los
puestos de la calle: algo que ellos llaman pizza y parecen cocas recién
hechas, y bocadillos de pan ácimo. La comida está caliente y Stefan me asegura que sabrá al menos tan bien como huele, lo cual me parece difícil. Todor sugiere que vayamos a comerlos al parque.

El parque está lleno de gente. Hay quien solamente pasea y quien, como
nosotros, se sienta en la hierba a cenar. Poco a poco se va poniendo el sol
pero las farolas continúan apagadas. Empiezan a encenderse diminutos puntos
de luz y me doy cuenta de que son linternas. Todor y Stefan sacan del
bolsillo dos linternitas y las encienden. Me explican que para
ahorrar energía todas las tardes cortan la luz en la ciudad. Entonces
entiendo la nevera vacía de Stefan.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Marea de enanos

Ya sé que cada uno en su casa, y sobre todo de puertas para dentro, hace y pone lo que quiere y lo que puede, a excepción de los que tienen la mala suerte de vivir en esos estados en los que no permiten el sexo oral aunque se practique en una cabaña aislada del mundo en las montañas y bajo siete llaves y siete mantas que impidan enterarse a nadie más que a los que lo disfrutan. A mí me parece de perlas (lo de hacer lo que se quiera, no lo de prohibir el sexo oral) sobre todo porque hay gente que no se contenta con disfrutar de los peores horrores estéticos dentro de su casa y, plenos de orgullo, los colocan también en los jardines para que todos los veamos y podamos descojonarnos a gusto. Bueno, ellos no lo hacen por eso, claro, lo hacen para darnos dos tipos de envidia: por un lado envidia de su poderío económico, y por otro lado envidia por no poder tener semejantes engendros en nuestras casas.

Por ejemplo, la casa de un vecino de mi hermana B1 no tiene desperdicio. En principio era un casoplón normal (todo lo normal que puede ser un casoplón) pero cuando el ruso Vladimir la compró, él y su esposa Galina decidieron que aquello era demasiado sobrio y poco estridente para ellos, y que era menester reformarla, así que cubrieron el perímetro del jardín con unas vallas altísimas que impedían todo tipo de visión. Durante meses la obra fue un misterio porque entre que no se veía nada, que Vladimir y Galina no soltaban prenda (y aunque la soltaran, casi no hablaban español), y que los obreros decían unas cosas más raras que la mar, nadie pudo hacerse una idea de lo que estaban tramando. En descargo de los obreros hay que decir que ni ellos ni nadie podría haber descrito apropiadamente aquello. Baste decir que a ambos lados de la puerta (enorme puerta, por cierto) habían plantado un par de sirenas de tamaño proporcional al de la susodicha puerta, o sea, enormes. Seguro que todos han visto esas figuras así como de cerámica blanca con apliques de colores vidriados. Pues así, así eran las sirenas: cabeza y torso blancos como la nieve, a excepción de ojos y labios, y la cola y el pelo de diversos y vivos colorines con muchos toques dorados por doquier. Espeluznantes, vaya.

El día que nos invitaron a ver las reformas B1 y yo nos quedamos sin habla; yo todavía soy incapaz de articular sonido alguno cada vez que Vladimir me ve y dice “Ginnnnn, gustaaaa” porque entre que no sé muy bien si pregunta o afirma, y que es un mafioso como la copa de un pino casi prefiero que las cuerdas vocales se me hagan no un nudo sino una red entera. Del interior de la casa no daré detalles porque pertenece al mundo de la intimidad de sus dueños y porque me da la risa y cuando me río no puedo escribir bien. Del exterior diré que el jardín está trufaíto entero de enanos, ciervos, y conejos de escayola. Todo con mucho color, claro, no vaya a ser que pases y no lo veas o que después de pasar conserves la vista en condiciones, nunca me ha quedado claro qué opción barajaron al ponerlos.

Mis vecinos son o mucho más pobres o mucho más discretos. Bueno, también tenemos la opción de que sean todos del país, que ya saben ustedes que aquí tendemos a otras horteradas diferentes en las que no voy a entrar no vaya a ser que alguno las practique y la liemos. Claro que está visto que los enanos de jardín no dentro de los límites que imponen la pobreza y la discreción porque han invadido los jardines de la calle. Incluso hay uno que tiene una Blancanieves de escayola (bizca, por cierto) aunque afortunadamente sólo blanca, sin colorines ni ná, y a tamaño proporcional al de los enanos.

La semana pasada desaparecieron todos. Yo no me había dado cuenta pero la presencia de un par de coches patrulla y varios policías que rodeaban a una vecina llorosa y desgreñada que gritaba los detalles de la fechoría llamaron mi atención y me acerqué a ver qué había pasado. Al parecer le habían “limpiado” el jardín y se habían llevado cuanto personaje y figurita lo poblaba, incluyendo la Blancanieves y una tortuga de cerámica vidriada que tenía a un lado del estanque. La policía indagó un poco y nos enteramos de que no sólo habían desaparecido las figuritas de ese jardín sino los de todos los jardines de la zona. Cristo, quien con la sola presencia de su calcetín peneano había conseguido enmudecer a las vecinas, apuntó la posibilidad de que se hubiera producido una migración masiva de enanos hacia climas más cálidos pero los agentes de policía lo desestimaron al momento. Menos mal que no lo planteé yo porque me habrían tachado de loca; pero como a Cristo le consideran un majarón irredento no pasó nada.

Ayer cuando caía la tarde vino Cristo a buscarme muy misterioso. “Coge a los perros y ven” ordenó en susurros, así que lo hice: cogí a los perros (por las correas, en brazos no que pesan un Congo) y salí con él en dirección al torrente la mar de intrigada. El malvado de él no quiso soltar prenda de a dónde me llevaba ni por qué así que yo tenía cada vez más curiosidad.

Después de caminar unos cuatro kilómetros torrentera arriba los vimos. Yo había leído alguna vez sobre ellos y conocía su existencia aunque pensaba que se trataba de una actitud interna más que real, pero no, los grupos de liberación de enanos de jardín son reales, muy reales, y había decidido liberar un montón de figuras en el cauce del torrente. Cristo me miraba divertido, los perros ladraban como posesos a los gnomos con carretilla (a los otros no, es como cuando ladran a la gente, que sólo lo hacen a los carteros y a las señoras con carro de la compra, debe ser una tara que tienen y a estas alturas ni falta que me importa por qué lo hacen así), y yo notaba cómo se me iba descolgando poco a poco la mandíbula por el asombro. Cientos de enanos de jardín, y otros animalitos y Blancanieves, se espurreaban dentro del cauce del torrente; el cambio de luz del atardecer hacía que la imagen resultara un tanto irreal, y entre eso y que el color blanco de los dientes y los ojos de los enanos era un poco fosforecentes y brillaba la cosa ponía la piel de pollo Ramón.

La sonrisa de Cristo crecía cada vez más. De pronto caí en la cuenta.

- ¡Pero están todos dentro del cauce! ¡Cuando llueva y el río lleve agua los enanos van a acabar en la playa!

La imagen de aquellos cientos de enanos esparcidos por la arena de playa y flotando en el agua fue muy fuerte. Yo creo que las carcajadas las oyeron desde mi casa. Tengo unas ganas de que llueva...

jueves, 8 de noviembre de 2007

El cielo sobre Berlín

La ciudad se divide en dos pero en una se pueden encontrar trozos de la otra y el contraste resalta su carácter. El hotel es impresionante. Tengo orquídeas frescas (las cambian a diario) en el cuarto de baño y cada día encuentro bombones sobre la almohada y una bandeja con fruta y dulces en la habitación. Al final de cada pasillo hay un ascensor desde el cual podemos acceder directamente al gimnasio y a la piscina cubierta, los cuales se encuentran junto al comedor del desayuno, lleno de palmeras y plantas tropicales que agradecen el lucernario abierto al cielo. Hay un cuarteto de cuerda que toca en el bar todas las tardes.

Los bombones del hotel son belgas. Los que compro en la confitería de la esquina son como tierra, no saben a nada, ni siquiera son dulces. Tampoco el vino, cuando lo encuentro, es igual. Ni el café. Nada es igual. Para continuar en el mundo del hotel hay que cruzar al otro lado de la ciudad, hay que recorrer un par de cientos de metros y saltar el muro, pasar al otro lado del espejo. Lo hago y me encuentro en un mundo que reconozco, con amplias avenidas llenas de gente de distintas tribus urbanas y comercios que ofrecen todo tipo de tentaciones. Los restaurantes, carísimos, invitan a entrar, hay cines y cafés. Y gente. Y colores.

Voy a cruzar de nuevo sabiendo que al otro lado del espejo la vida transcurre en blanco y negro y solamente permite el paso a algunos grises. Hay pocas tiendas y no son atractivas a excepción de los museos y las librerías, que son el paraíso de los lectores. En este mundo limitado el único consuelo es el acceso abierto a la cultura, a los libros; es lo único que salva a muchos de la tristeza. Las librerías están llenas, los museos no. Acostumbrada a los museos del otro mundo (ayer había más de treinta personas rodeando el busto de Nefertiti, imposible acercarse), me impresiona tener la puerta de Ishtar y el altar de Pérgamo sólo para mí.

Antes de pasar por el control echo un vistazo al cielo. Tiene todos los tonos de gris. Rainer me dice que es lo normal en esta época del año, y que quizá en primavera la ciudad me parecería más bonita pero yo sé que no es eso. Entrego mi pasaporte en la cabina y el policía nos mira alternativamente, al pasaporte y a mi, hasta que se encoge de hombros con desgana, me lo entrega y me deja pasar. Lo abro intrigada y veo que le he dado el de Rainer.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Jalogüín: el ataque de los clones

Cuando nació mi hija pequeña, y mientras estábamos en el hospital, todas las mañanas se la llevaban pegajosa de fluidos repugnantes y me la devolvían bañadita y oliendo a colonia. Cuando nació la mayor lo hacían también pero ésa es otra historia. Volviendo a la pequeña: la primera mañana la enfermera entra en la habitación con un carrito lleno de una especie de rollitos blancos que resultaron ser bebés recién salidos del baño. “Hala, elegid” nos dijo. Mi compañera de habitación se lanzó sin dudar hacia uno de ellos. Yo los miré todos y cogí uno que me pareció muy mono, gordito y con rizos negros. La enfermera me lo quitó hecha una furia y me entregó una criatura calva como una bombilla, o sea, mi hija. “Mira” me dijo señalando a mi compañera de habitación “Ella no se ha equivocado; ella tiene instinto maternal de verdad”. A mí me dio un poco la risa. “Joé, pero si es negra; cómo se va a equivocar si no has traído más que un negrito. Así también acertaba yo a la primera.” La enfermera se fue así como muy ofendida (no sé por qué) y se le secó la boca venga a contárselo a todo el mundo como si yo fuera una marciana cuando a más de una le pasó (sólo que equivocándose de verdad que yo lo hice de broma) y lo sé de buena tinta porque me lo contaron después fumándonos un cigarrito clandestino en la sala de enfermeras (para que le echaran la culpa a la enfermera picajosa, que estaba de guardia esa noche). Esto no lo había contado antes por aquello de que iba a quedar fatal pero desde lo del otro día qué más da.

Porque el otro día llegué a casa más contenta que la mar con un paquetito de dulces y los niños se emocionaron mucho hasta que al abrirlo descubrieron que eran buñuelos y huesos en lugar de pasteles de calabaza. Que era jalogüín, dijeron, y que el jalogüín se celebra con calabazas. Hombre, a eso ya llegaba yo de sobra y antes que ellos; por algo les había dejado hacer el harakiri una a una a todas las calabazas del jardín y fracasar intentando hacerles ojitos y boca con un cuchillo, que por cierto ante el riesgo de la amputación digital opté por dibujar las caritas y pegárselas a las calabazas y quedaron monísimas. Pues el jalogüín se celebra con calabazas, y con películas de miedo y fiestas de disfraces. Y cada uno tenía una fiesta a la que acudir. Con las niñas no hay problema, como las dos son EMO (a mí que me registren, dicen que se llaman así y que pertenecen al grupo de los darketos, yo sólo sé que van vestidas de negro, que se pintan los ojos que parecen un cruce entre un mapache y el panda, el osito que aún no anda, y que se cuelgan todo tipo de calaveritas por todos lados) ya parece que van disfrazadas de miembro de la familia Monster. Con el pequeño tampoco me comí mucho la cabeza: entré en el chino del pueblo y salí de allí con un disfraz estupendo. De muerte, con su capa, su esqueletito pintado en unas mallas negras, una careta con capucha fantástica y hasta una guadaña de plástico. Lo de la guadaña nos hizo a todos mucha gracia y le tomamos el pelo diciendo que así poca leche de muertos iba a recoger hasta que, harto de risas, le sacudió a mi vecino con la guadaña en los huevos. "Hala, muerto" dijo tan serio. Total, que le llené un par de bolsas con fantasmas y murciélagos de chocolate y arreando, a casa de su amigo.

Allí se quedó tan contento hasta las ocho, que fui a recogerle. Llamé y me abrió la puerta un grupo de brujas de cuatro años también salidas del chino, todas igualitas; solamente variaban el color de la peluca y de los calcetines, que iban a juego. Aquello era una locura de pequeños monstruos.
Eché un vistazo y divisé a mi pequemuerte en un grupo de bichos raros, así que sin pensármelo mucho le cogí en brazos y me lo llevé sin más. Vale que estuvo muy calladito todo el trayecto en coche (raro); vale que siguió calladito cuando llegamos a casa (raaaaaarooo) y que se negó a quitarse la careta incluso para bañarse, pero pensé que mira qué bien que de cuando en cuando no hagan ruido. Y cuando iba a sacarle de la bañera sonó el teléfono.

- Gin, que dice Bruno que se queda a dormir en casa.
- Anda, pues hija, menudo rollo tener que llevarle después de haberle recogido.
- Ya, por eso te llamo ahora, para que no vengas a por él, que se queda aquí.

Yo iba a decirle que ya había tenía al niño en casa cuando escuché a través del teléfono su vocecita alta y clara que me taladraba el tímpano gritando algo así como que se había comido veinte fantasmas de chocolate. Efectivamente, ése era mi lorito. Me volví y miré la bañera. Dentro había un niño en pelota picada con una capucha de muerte encasquetada hasta el cuello que me miraba fijamente sin hablar ni hacer ruido ninguno. Hombre, miedo no me dio porque una muerte de medio metro en bolas no es para ponerse histérica pero el enano silencioso aquel tenía algo inquietante. Claro que no me dio mucho tiempo a pensar porque en seguida escuché, también a través del teléfono, a una histérica reclamando a gritos un hijo perdido. De un tirón le quité la capucha a la muerte de la bañera y apareció un niño sonriente.

- ¿Cuántas muertes tenías en la fiesta?
- Um... pues unos siete; si esto era como el ataque de los clones. Pero mira, es que no te oigo bien porque hay muchos gritos.
- Vale, pues dile a la madre de Ramiro que no siga voceando, que tengo a su hijo en la bañera.
- Uf, pues a ver cómo la calmo porque no veas cómo está de histérica, venga a berrear.
- Ya, pues mira, que le eche el puro a los chinos, que nos han vendido el mismo disfraz a todas.

sábado, 3 de noviembre de 2007

Moral

Desde pequeña, Nati se había esforzado por mantener y aplicar sus principios morales con más rigidez que firmeza. Por eso sentía crecer su indignación la tarde en que su prima Elisita mostraba su ajuar de novia. Faltaba un día para la boda y Elisita, radiante, extendió sobre el diván el vestido inmaculado. La muy desfachatada iba a vestirse de blanco cuando todos sabían que llevaba meses acostándose con su novio. Nati se inclinó levemente y derramó disimuladamente su taza de té sobre el satén reluciente que rápidamente se volvió color hueso oscuro. Elisita la pecadora no fue una novia blanca.

miércoles, 31 de octubre de 2007

Malas compañías

Se había arreglado con cuidado y cuando se miró al espejo se vio perfecta. El cine estaba lleno de parejas y le molestó ver que era la única que salía en solitario un sábado por la tarde. Cenó en una pizzería y constató de nuevo que, junto con otra chica, era la única persona sola del local. Miró a la otra y la compadeció. “Pobrecilla, cuántos granos y qué carita más horrible”. Entró un muchacho. “Este pobre tampoco es feo ni nada”. Cuando se besaron, encantados, felices, pensó que igual estaría bien tener otra compañía que no fuera su belleza.

domingo, 28 de octubre de 2007

El año del cerdo (2)

El segundo cerdo del año se cruzó (literalmente) en mi camino hace unos días, aprovechando un viaje por tierra de lobos con B1 y B2, mis hermanas (ya, es que los dos nombres empiezan por la misma letra, qué quieren). En descargo de todos, del guarro y nuestro (mío sobre todo), diré que era de noche y no se veía ni chispa. Si las compañías de telefonía móvil fueran de verdad y dieran cobertura a toda España no habría pasado nada, pero como son como son, que enciendes el móvil y parece La Parrala (que sí, que sí, que no, que no), pues tuvimos que ir a llamar por teléfono al pueblo de al lado. “Al lado” son quince kilómetros, y mientras nos tomábamos un café la noche aprovechó y nos cayó encima. No sé si han conducido alguna vez por una carretera de montaña en plena noche. Es precioso: se ven tantas estrellas que parece el techo del Imaginarium pero de verdad, sin plástico ni nada; los animales aprovechan y bajan a los prados y a las huertas y se les ven los ojitos brillando como los de la Nancy Selene. En fin, es todo como idílico si no fuera porque no pasas de 40 por miedo a que se te cruce un animal por la carretera y porque además no ves las curvas ni los bordes de la carretera, ni nada. Como que si te descuidas no ves ni el volante. Y encima visualizas los sonidos dándoles a todos la forma de fieras amenazadoras.

Pues así llevábamos ya unos kilómetros, que parecía que lo teníamos todo controlado, y nos estaba empezando a dar la risa floja cuando B1, que iba de copiloto, señala los prados, a la derecha de la carretera, y dice:

- Por ahí parece que se mueve algo.

Efectivamente se movía “algo”, un “algo” grande y rápido, y un momento después el “algo” se nos echó encima con tanta fuerza que casi nos saca de la carretera. Frené, y detuve el coche dejando las luces encendidas por si acaso alguien tenía la descabellada idea de conducir por esa carretera a esas horas imposibles.

- No sé yo si debemos salir a ver. Igual ese monstruo no está muerto. – dijo B1 agarrando la puerta del coche y sin ninguna intención de abrir.
- ¡No me digas que hemos atropellado otro bambi!- casi gritó B2 dando otra prueba de lo nefasto que ha sido el señor Disney en nuestras vidas.
- Oye, bonita, que el ciervo de este verano lo atropellaste tú.
- Calla, que todavía lloro cuando me acuerdo.
- Pero si no lo mataste ni nada, que eres una manta hasta para atropellar bichos.
- No, no lo mató, lo dejó agonizando, que fue peor, que luego tuvimos que pasarle por encima dos veces para rematarlo y no veas cómo nos dejó el coche de sangre y de guarrerías.- B1 puede ser muy gráfica cuando quiere.

B2 estaba poniendo carita de echar lágrimas a la de ya así que abrí la puerta del coche.

- Bueno, si no venís a ver no vengáis, pero yo quiero saber qué se nos ha echado encima y si nos ha hecho algo en el coche.

Y bajaron las dos. Justo detrás del coche, un jabalí adulto se atravesaba en medio de la carretera.

- ¡Osti, hemos matado un jabalí!
- Bueno, de momento lo has atropellado, que muerto muerto no sabemos si está. Deberíamos comprobarlo.
- Ya. ¿Porque si no está muerto lo vamos a reanimar? ¿Le haces tú el boca a boca o qué?
- Qué graciosa, Gin. Si no está muerto…
- Sí, como con tu ciervo: si no está muerto, a rematarlo ¿no? Pues esta vez lo apuntillas tú.

B2 no puede soportar la idea de matar un bicho, de hecho no prueba el cordero desde los tres años en recuerdo de “Macaco”, un borreguito blanco y bastante cariñosito que vivió con nosotros unos meses, justo hasta que llegó el día de Santiago y nos lo comimos al horno, que estaba riquísimo de morirse, por cierto, así que otra vez torció el morrito. Menos mal que esta vez no amenazó con llorar. Miré el jabalí, que ni se movía ni nada.

- Yo creo que está tieso perdido, pero voy a comprobarlo.

Cogí un palo, me acerqué con cuidadito y más miedo que vergüenza, no lo voy a negar, y le di un toquecito en la barriga. Nada. Aquello estaba más quieto que otra cosa. Le di un par de toquecitos más y cuando me convencí de que estaba más muerto que el pollo de Ramón (curiosos ver "Los formidables Kalandrian") me acerqué del todo y le di con la bota. B1 y B2 se acercaron también. La cosa pintaba muy mal porque si el jabalí hubiera estado herido nada más se habría quitado él solito de la carretera, pero claro ahora a ver quién lo movía, si debía pesar más de 150 kilos. Y ni hablar de dejarlo tirado atravesado en medio de una carretera de montaña oscura, para provocar un accidente al próximo coche que viniera y tener que cargar después en nuestras conciencias con a saber qué desastres. Sí, lo veíamos fatal. A todo esto, no hacíamos más que dar vueltas alrededor del gorrino.

- Puesssss... ¿y si lo metemos en el maletero y nos lo llevamos? Así nos deshacemos del cadáver. – B1 ve mucha televisión, me parece a mí.
- Sí, cuidado, no vaya a ser que la Interpol vaya tras nuestras huellas por un jabalí despeluchado.
- Hombre, si viene el negro del CSI yo me dejo investigar entera.

Otra vez nos empezó la risa tonta. Dijimos unas cuantas chorradas más y nos pusimos manos a la obra. Había que vernos intentar coger el jabalí sin cogerlo porque a mí, desde que me picó una garrapata, eso de tocar un animal peludo desconocido con las manos nunca ha terminado de convencerme del todo, a B2 no le importa coger lagartos, iguanas, cocodrilos y asquerosidades así, pero el guarrillo le daba un poco de asco, y B1 ponía todo su empeño pero como no pesa ni 50 kilos (ella, claro) pues la pobre no consiguió mover ni media pezuña del fiambre. Al rato, y después de que B2 y yo claudicáramos y metiéramos las manos en la pelambrera del animal para intentar levantarlo, estábamos las tres sudorosas y jadeantes, y el bicho no se había movido nada.

- Mmmm... ¿y si nos limitamos a empujarle y tirarle por la cuneta?
- Pues mira, sí.

Nos pusimos las tres a empujar como tres olímpicas pero ni por ésas. Aquello no había manera de moverlo, así que nos sentamos a pensar qué hacer mientras nos fumábamos un cigarrito. De repente oímos una voz profunda:

- Eso os pasa por conducir como locas.

Se nos pusieron los pelos de punta.

- ¿Eso lo ha dicho el jabalí???
- ¡Venga ya!
- Pues tu me dirás...
- No sé, pero yo no hacía un jabalí con la voz como de Constantino Romero.

Nos arrejuntados las tres instintivamente. Y otra vez la voz:

- Si esperáis unos minutos, que recobre la respiración, lo soluciono yo.

Estábamos a punto de echar a correr, claro, pero si lo hubiéramos intentado seguro que no habríamos podido ni mover las piernas. Eso sí, ni por ésa nos callábamos. Es algo que no hemos podido hacer nunca, estar calladas cuando estamos las tres juntas.

- ¿Ha dicho que va a recobrar la respiración? – B1 era toda ojos.
- Sastamente maja, eso ha dicho.
- Mira, escuchándole otra vez no se parece tanto a Constantino Romero.
- Vale, pues como resucite me desmayo, yo aviso.
- ¿Qué? ¿Echamos a correr ya, o esperamos alguna señal?
- Pues mirad, miedo me da un rato pero si resucita va a ser un espectáculo, yo no me lo quiero perder así que me quedo. Pase lo que pase.
- Hija, pues qué ganas de pasar miedo, ya podíamos echar a correr como locas de una vez.

Pero era verdad: yo no estaba dispuesta a marcharme, que no todos los días se ve resucitar un jabalí. Bueno, ni un jabalí ni nada, yo nunca he visto resucitar nada; y pensándolo fríamente casi mejor porque no sé yo cómo iba a reaccionar, pero me da que muy bien de la cabeza no me iba yo a quedar. En ésas el jabalí comenzó a moverse hacia la cuneta. Como resurrección era un poco chapucera y quedaba rarísima y de lo menos garboso que se pueda uno imaginar porque no se movía; nada de ponerse de pie entre haces de luz y campanas celestiales ni nada de eso. El jabalí se arrastraba, pero seguía tieso perdido. Las que sí nos movíamos éramos nosotras tres, que íbamos avanzando, pasito a pasito, a medida que el cuerpo se alejaba. Al llegar a la cuneta, el cuerpo desapareció. Nos acercamos a mirar y una sombra saltó a la carretera, justo delante de nosotras. Claro, los gritos los escucharon en Sebastopol

- Pero ¿queréis callaros? ¡Panda histéricas que sois las tías, por Dios!

Miguel, el furtivo, no sabía cómo calmarnos y no dejaba de soltar improperios, también a voces, claro, porque si no no había manera de oirse. Cuando amenazó con largarnos un par de tortas y le vimos remangarse nos callamos las tres y nos echamos a reir, sin transición ninguna. Pasamos de los gritos a las carcajadas y Miguel siguió diciéndonos de todo hasta que terminó riéndose él también. Al final le ayudamos a esconder el jabalí entre unas escobas y la mañana siguiente, nada más amanecer, volvimos unos cuantos para llevarnos el cadáver al pueblo y hacer un asado. Tal que Obélix, pero sin bardo. Y rico... rico.

jueves, 25 de octubre de 2007

El año del cerdo (1)

Unos horteras. A la hora de decorar, los chinos me han parecido siempre unos horteras, con tanto mueble lacado de colores imposibles y tanto doradito, que entras en un salón y los muebles lanzan destellos que parece que han espurreado por la habitación no un diente sino la dentadura entera de Pedro Navaja. Y de los bichos que ponen por las paredes mejor no hablamos, que hasta mi hermana B2, que se pirra por las iguanas y coge sin pestañear con sus propias manitas cuanto lagarto osa entrar en la casa (y vive Dios que entran unos pocos y son gordos como gatos, los jodíos) cree que se pasan con los dragones. Que es que vas a un chino y se te corta la digestión del miedo porque a ver que me digan a mí que no acojona eso de comer con un dragón enseñándote los dientes por encima del hombro, que encima les ponen siempre a todos unas dentaduras descomunales. Y este año, el del cerdo, además, están los locales llenitos de gorrinos a cual más espantoso.

Al principio eso de que fuera el año del cerdo me dejó más bien fría porque pensé que era para los chinos nada más pero empiezo a pensar que con esto de la globalización va a haber cerdos para todos. A mí, de momento, ya me han tocado dos (porque el hombre que se sube en el autobús oliendo a eau de sobac desde las 7 de la mañana no cuenta, es un cerdo pero de otro tipo)

El primer cerdo nos cayó este verano, en plena playa. No lo conté porque entre las cabras, el burro del vecino, el chivo, los conejos, etc., estaba más que harta de bichos (y además me daba cosa porque seguro que el señor Avellana iba a decir que me lo inventaba todo), pero pasar pasó. Ya les digo que pasó. Pasó corriendo por una urbanización playera, se metió en la piscina de un hotel, donde se hizo unos largos, salió por patas del recinto hotelero y siguió correteando por la playa donde aprovechó para pelearse con unos agentes de la Guardia Civil antes de morir dando chillidos.

El chapuzón en el hotel no lo pillamos, no, lo vimos después en la prensa, pero las correrías playeras sí las vimos en vivo y en directo. Si les digo la verdad a mí más que el bicho lo que me asombró fue la reacción de la gente. Porque a ver, una persona en su sano juicio ve salir de los cañaverales un jabalí adulto y se asusta medianamente. Sobre todo porque en esas condiciones se trata de un animal con miedo dispuesto a atacar hasta a su propia sombra, y que cuenta para ello con una fuerza bruta (brutísima) considerable y colmillos afilados. Pues el personal que había en la playa ni susto ni nada, al contrario, estaban encantados. Pero si había padres que decían a los niños: “mira, mira, como el del rey león”, y niños que corrían detrás del jabalí, en plan sanferminero, gritando “¡Pumba, Pumba!” en clara demostración del mal que han hecho y hacen las pelis de Disney, y dando argumentos a cualquier mente sana para dinamitar los estudios y quemar las películas de dibujos animados empezando por Dumbo, que me pone los pelos de punta. La mitad de las marías se lanzaron como locas a recoger los tuppers de comida y ponerlos a buen recaudo, y la otra mitad se plantaron delante de sus mesas con los brazos en jarras mirando desafiantes al jabalí como invitándole a que se atreviera a quitarles los pimientos fritos, la tortilla de patatas, las chuletas, y los pinchitos de cerdo. La verdad, a mi me habría gustado que el jabalí se hubiera lanzado contra alguna mesa, por ver qué pasaba nada más, aunque seguro que habría salido ganando la maría de turno. Y es que cuando una mujer se levanta un sábado a las seis de la mañana para freir cinco docenas de pimientos es capaz de defenderlos con uñas y dientes.

Las correrías playeras del jabalí en busca de la libertad degeneraron en una encarnizada pelea entre el gorrino y los agentes de la Guardia Civil quienes optaron por atropellarle primero y dispararle después con los cetmes. Unos abusones, vaya. Claro, como se pueden imaginar perdió el jabalí; la Guardia Civil no tuvo bajas, solamente un par de heridos leves. Lo que no sé es qué hicieron después con el cadáver, porque llevárselo se lo llevaron, y menos mal porque llegan a dejarlo en la playa y termina el pobre hecho chuletas en los cienes de barbacoas que había (casi una por sombrilla).

NOTA: los que no se lo crean (que sé que los hay) pueden pinchar en el siguiente enlace y ver cómo fue verdad-
http://www.20minutos.es/noticia/269670/0/jabali/piscina/malaga/

domingo, 21 de octubre de 2007

Maharas

Cuando yo vivía en Madrid solía encontrarme cerca de mi casa a los seres más volaos de la creación, desde gente que no es que hablara sola sino que incluso discutía consigo misma y encima a voces (hubo uno que se pegaba mamporros y todo), hasta personas educadísimas que se empeñaban en llevarme las bolsas de la compra y sostenerme el paraguas mientras caminaba. Uno incluso me limpió los zapatos mientras esperaba el autobús. Estaban zumbadísimos, ya digo, y no es que yo tuviera un imán especial para este personal sino que vivía cerca de una residencia psiquiátrica (“casa de reposo” lo llamaban eufemísticamente) y no solamente dejaban salir a los internos inofensivos sino que de cuando en cuando se escapaba alguno entre el bullicio de las visitas.

Una vez vi salir a la carrera (es un decir, claro) a un venerable anciano con bastón vestido con un pijama imposible de pollos rojos. A los pocos minutos salían corriendo (y estos sí que corrían) de la residencia dos celadores tamaño armario vestidos de blanco y una enfermera preguntando por “un loquito que se nos ha escapado”. Lo de que primero salieran los armarios por las calles corriendo que se las pelaban y luego vinieran a preguntar por dónde había escapado el viejecillo me pareció un procedimiento un tanto peculiar pero pensé que todo se pega. De lo que no me enteré fue de por qué tenían encerrado a aquel señor, porque la enfermera, después de preguntarme, me empezó a contar lo bien que se comía en la residencia, y que si las monjas se portaban superbien con los internos, y qué sé yo cuántas bobaditas más, que tuve que decirle que lo sentía mucho pero que o seguía paseando hacia los árboles o que el perro le iba a terminar meando a ella en los zapatos, y conseguí huir. Sí me enteré de que al final consiguieron pillar al abuelo y a sus pollos rojos y los devolvieron a la residencia porque me lo contaron al día siguiente en la panadería.

O sea, en Madrid era normal encontrarme con majarones en el barrio. Y fuera del barrio me encontraba muchos más, pero teniendo en cuenta mi profesión, pues también era normal. Pero de un tiempo a esta parte la cosa está empezando a preocuparme.

Ayer estaba en un bar del pueblo, más o menos cerca de casa (todo lo cerca que puede estar teniendo en cuenta que casi vivo en pleno campo), bebiéndome una cerveza y leyendo el periódico, cuando entra un hombre y se sienta a mi lado. Esto, que a algunos puede parecerles normal, a mí me extrañó muchísimo, sobre todo porque el bar estaba vacío y tuvo que arrastrar la banqueta para poder situarse codo con codo. Que me dio un poco de mal rollo, todo hay que decirlo.

- Hay que ver lo difícil que está esto de aparcar el coche.
- Psí…
- Es que no hay manera de encontrar un sitio, eh, pero no se preocupe que esto se va a arreglar ya mismo.
- …
- Le voy a contar un secreto: lo de los aparcamientos nos lo van a arreglar ya mismo los extraterrestres.
- ¡…!
- Verá usted, hay un planeta que no le puedo decir el nombre porque es mu difícil de pronunciar, que de cuando en cuando manda unas naves a la tierra a liberar sitios.
- ¡¡¡...!!!
- Sí, prenda, sí. Ellos llegan con sus naves y se llevan unos cuantos coches, si puede con su gente dentro para que no se compren otro coche, y así dejar sitios libres. Sé de buena tinta que están planificando una llegada masiva de naves para liberar unos cuantos cienes de sitios de golpe y dejar el pueblo perita.
- ¿...?
- Pues mira, prenda, así al pronto no te lo puedo decir porque comprenderás que estas cosas no las van publicando en los periódicos, pero estate atenta que es para ya mismito. Eso sí, si quieres, como tengo influencias, puedo hacer que no te lleven el coche ni ná.
- ¡¿...?!
- Nada, nada, yo te hago una marca y listo. ¡Hala! Es tardísimo, me voy a ir marchando, que es hora de comer. Cuídate, prenda.

Se levantó y se fue tan pinturero y tan fresco dejándome con la boca tan abierta que si me hubieran metido una sandía entera me habría cabido fijo. Y fue salir y el camarero, que nos había estado escuchando (a ver, no nos iba a escuchar, si no había nadie más y el hombre pegaba unas voces tremendas) sacó dos vasitos y una botella de coñac, sirvió dos chupitos, se acercó a mi mesa y me alargó uno. Nos los bebimos de un trago, y dijo:

- Ojú, pero cuantísimo majarón suelto, eh. ¡Mira que decir que sólo con unos cienes de sitios libres van a solucionar el problema! Si como no se lleven más de cinco mil…

Menos mal que justo cuando empezaba yo a levantarme para salir huyendo me guiñó un ojo.

viernes, 19 de octubre de 2007

Formas de ver la vida

La exposición había sido un éxito. Los críticos alabaron la exquisitez de las composiciones, la delicadeza de los trazos y, sobre todo, una originalidad en la atribución de los colores que, según ellos, suponía una nueva visión de las cosas, de la naturaleza, de la vida, mucho más atractiva y estimulante que la real. El público se entusiasmó. Todo el mundo quería tener en su casa aquellos ríos verdes, cielos amarillos, praderas moradas, y niños azules. El artista no entendía tanto revuelo, él pintaba lo que veía. Cogió la carta del médico, y tras leer atentamente el diagnóstico sonrió: daltonismo.

(Para H.)
;-)

miércoles, 17 de octubre de 2007

Ximiao

Llevamos dos días sin salir de la casa porque no cesa de llover. Fuera,
altas montañas y aire limpio. Dentro, una mezcla de olores extraños para mí, poca luz, y frío. Nunca he querido venir a Extremo Oriente. Entiendo la fascinación general por China y Japón pero nunca la he compartido. Al contrario, siempre he sentido un rechazo un tanto irracional por estos países, hay algo que hace que me sienta incómoda. Por eso he evitado siempre aceptar trabajos en Asia. Pero Serguei me ha convencido para que le acompañe unas semanas al noroeste del país. Como dicen las abuelas, si no quieres caldo toma dos tazas.

Hora de comer. Nos reunimos en la cocina. En total somos ocho. Nos alojamos en casa de unos campesinos de la montaña, una pareja joven. Viven con los padres de él y tienen un niño de diez años: Fan. La madre de Fan, Du, es diminuta, y viene del este. Tiene la piel oscura y el pelo negro y largo, siempre recogido bajo un pañuelo de colores vivos. Da la impresión de que no descansa nunca. Cuando me despierto ella ya lleva horas levantada, y es la última que se acuesta. Se desvive por sus suegros; está pendiente de que no pasen frío en ningún momento y de que no les falte té, les cambia los edredones a menudo, se los mulle... Sonríe a menudo. A veces se queda pensativa durante unos minutos, con la mirada perdida, y su expresión es triste y preocupada. Por medio de Jin, el intérprete, me explica que está embarazada y aunque aquí la política del hijo único no es tan estricta como en las ciudades, le preocupa el bebé. Cuando me confiesa que le gustaría tener una niña le cojo una mano instintivamente. Es la primera vez que nos tocamos, en realidad es la primera vez que toco a alguien de aquí; son reservados, no se permiten confianzas y menos con los extranjeros.

Comenzamos a comer. Du me ofrece un cuenco con algo líquido y caliente. El
primer día, nada más recogernos, Jin nos recomendó que no pensáramos en qué podríamos estar comiendo. "Sólo piensa si te gusta o no". Me lo repito
constantemente pero sigo sintiendo rechazo por la comida. Meto la cuchara en
el cuenco y saco trocitos rojos de algo que parece carne. Recuerdo las
palabras que dijo ayer Fan: "si vuela y no es avión, se come; si anda y no
es un coche, se come; si nada y no es un barco, se come". Aquí todo se come.
La sopa está hirviendo. Todos soplan y sorben ruidosamente y se sirven cosas
indescriptibles de los numerosos platitos que Du ha esparcido frente a
nosotros. Lentamente (soy mala manejando los palillos) consigo comerlo todo y al terminar me lanzo a beber el té con ansiedad. Está fuerte, caliente, y muy dulce, y el estómago me lo agradece.

Por la tarde, como sigue lloviendo y no podemos salir, los abuelos juegan con su hijo juegan al Mah Jong. Jin y Serguei disputan una partida de ajedrez. Du se afana en la cocina. Rechaza mi ofrecimiento de ayudar así que me siento junto a Fan a mirar el Mah Jong. Me parece fascinante. Debo parecer hipnotizada porque Fan me mira y se ríe. Por señas me pregunta si quiero jugar; a él no le dejan intervenir en la partida de los adultos pero conoce el juego perfectamente. Nos retiramos al otro extremo de la sala y comenzamos. Fan está encantado de ser el maestro, de saber más que un adulto, y se ríe constantemente ante mis errores, tanto que su padre le llama la atención. Du sirve té y nos pone un platito de dulces que parecen frutas confitadas. Estamos tan concentrados que no nos damos cuenta de que poco a poco se va haciendo de noche.

lunes, 15 de octubre de 2007

Indigestión

De sobra sabía ella que la tradición mandaba dejar esa noche tres copas de licor para los reales visitantes. Pero era consciente de que no podían permitirse ese gasto así que cuando los niños preguntaron si el líquido ambarino de las copas era coñac del bueno mintió sin pestañear. “Sí, el mejor, es el mejor que hay”. Horas después unos Reyes Magos cansados bebían despacio el té agradeciendo el alivio que suponía para sus estómagos, estragados por costosos licores y dulces. Al día siguiente los niños encontraron junto a los zapatos los mejores regalos del barrio.

viernes, 12 de octubre de 2007

Basureros (súper) intrépidos

El camión de la basura volcó y la mañana siguiente, a primera hora, vino una cuadrilla municipal y asfaltó la curva. El resto de la calle la dejaron con sus socavones, sus baches, sus piedras, pero la curva les quedó más bonita que un San Luis. Los vecinos teníamos dos opciones: o dejábamos la calle como estaba en un alarde de mala idea y esperábamos a ver si tras el siguiente vuelco el Ayuntamiento asfaltaba todo, o asfaltábamos nosotros, y como los basureros son criaturas del Señor con padre, madre, y demás gente que les quiere (y una mala leche considerable), decidimos eliminarles riesgos y echamos una capa de asfalto preciosa en la calzada. Además pusimos luces y de todo, para que vieran bien. Y entonces los jodíos eligieron una ruta alternativa y dejaron de pasar. Al principio nos cagamos en todos sus muertos pero luego reconozco que nos vino bien porque nos quitamos los ruidos y los olores del camión.

Ayer me levanto como las gallinas y me voy a trabajar, y justo cuando estoy pegando sorbos al segundo café suena mi móvil y encuentro al otro lado a JB absolutamente atacado de los nervios que me grita que se ha quedado encerrado en casa y no puede salir. Sin inmutarme ni medio pelo le dejo que se desahogue dos nanosegundos y le cuelgo sin contemplaciones para llamar a Loli, la mujer que limpia en casa de la vecina. Loli me dice que en diez minutos se acerca a darle las llaves. Llamo a JB para darle la buena nueva y no me coge el teléfono. Como sea que JB es de esas personas que cuando suena un teléfono en lugar de descolgarlo se dedica a mirarlo y contar los timbrazos (dice que hasta seis aguanta el nuestro), pensé que allá él con sus manías y me quedé tan pancha pensando que ya le daría Loli las llaves. Pero no, eso habría sido lo fácil, y tratándose de hombres había que elegir la opción más difícil.

JB me había llamado por aquello del desahogo pero sin ninguna intención de escucharme así que lo de que Loli le llevaría las llaves ni siquiera le llegó al cerebro. Y allí estaba él acordándose de toda mi familia y echando espumarajos por la boca cuando oye un ruido familiar pero ligeramente olvidado. Efectivamente, el camión de la basura que bajaba despacito despacito, como regodeándose en el asfalto, calle abajo. Las neuronas de JB se ponen a trabajar a toda velocidad y diseñan un plan genial: pedir a los basureros que abran el coche y cojan las llaves de repuesto de la casa, así que se pone a gritar y efectivamente el camión para a la puerta.

El plan era bueno pero para llevarlo a cabo JB tenía que lanzarles las llaves desde la reja del salón hasta la calle. Parece fácil si no fuera porque las llaves tenían que sobrevolar las escaleras de entrada (así como treinta, las he contado varias veces pero como me parece una chorrada me pierdo siempre) y la cancela del jardín. JB saca el brazo por la reja del salón, toma impulso, lanza, y... las llaves van a caer en el jardín del vecino. “No pasa ná, hefe”, grita uno de los basureros, y se pone a trepar por el muro del jardín del vecino ayudado por los compañeros, tal que si fueran unos castellers vestidos de verde reflectante. Ayudado por la cocker de los vecinos (la cual, como suele, estuvo ladrando hasta casi quedarse afónica) el basurero encuentra las llaves aclamado por sus compañeros y por JB, que asomaba la cabecita entre los barrotes del salón como si fuera el prisionero de Zenda, y se dispone a salir. Y misma operación: los compañeros que vuelven a montar una escalerita humana y el basurero que desciende con las llaves en la boca (yo he visto que los uniformes están llenos de bolsillos pero a saber para qué los usan) para, rescatadas las llaves de emergencia que había en el coche, abrir la cancela tan pichi, subir las escaleras, y darle las llaves tanto de la casa como del coche a JB, quien una vez libre como los pajaritos se comprometió a pagarles unas cañas mañana la tarde siguiente y se marchó a trabajar más contento que unas pascuas.

Yo sé que habría sido más caritativo callar, pero ninguna pudimos evitarlo. Cuando a la hora de comer JB terminó de relatarnos las peripecias basureriles se encontró con tres pares de ojos que le miraban asombrados y con la risa asomando por todos lados.

- ¿Qué pasa?- preguntó un poco mosqueado.
- Em... que no sé por qué tuvieron que trepar por el muro pudiendo entrar por la puerta.
- Porque si metes el brazo entre las rejas no tienes ángulo de tiro y fallé el lanzamiento.- JB me lo explicó como si yo fuera a educación especial.
- Esto... ya... - (aquí mis hijas ya no pudieron aguantar las carcajadas) -pero es que lo que no entiendo es por qué les lanzaste las llaves en lugar de abrirles la cancela directamente con el portero automático...

JB se molesta un poco todavía cada vez que amagamos unas risas pero yo estoy frita por ver a los basureros (la tarde siguiente para la cerveza prometida es hoy) y pedirles que nos hagan unos números de equilibrio de esos que hemos descubierto que saben hacer.

miércoles, 10 de octubre de 2007

Basureros intrépidos

Dicen que normalmente no se suele valorar a la gente en lo que vale. Estoy de acuerdo, pero con reservas. O sea, que sí, que es verdad que la gente suele infravalorar al personal pero que no, que eso les pasa a otros, a mí no, que yo tendré (tiempo verbal de futuro hipotético, que de momento no tengo nada) muchas taras pero el efecto Dunning-Kruger* no. Yo no sólo es que reconozca las habilidades ajenas sino que además no tengo ningún complejo en contemplarlas totalmente embobada y aplaudirlas después con el mayor entusiasmo. Y encima contárselas a los demás para que se enteren bien. Por ejemplo, yo siempre he admirado a los basureros del pueblo, y mi admiración crece sin reservas día a día. Es que los hombres se lo merecen.

Érase que se era que yo llegué aquí cuando era un pueblo todavía más pueblo de lo que es ahora. La verdad es que por número de habitantes hemos alcanzado el status de ciudad (según le dijeron en mala hora a mi hija mayor en el colegio y digo en mala hora porque ahora cada vez que alguno decimos “pueblo” ella nos rectifica “ciudad” y es pesadísimo) pero las infraestructuras urbanas y el criterio para utilizarlas más que de ciudad e incluso de pueblo es así como del cretácico. Pues cuando llegamos era todavía peor: no había farolas en la calle, no había acerado, la mayoría de las casas tenían pozos ciegos... una fiesta, caramba. Menos mal que el Ayuntamiento de cuando en cuando nos daba una alegría. Una noche, por ejemplo, nos regaló un espectáculo estupendo de olor y sonido. Olor y sonido, sí, del color no puedo hablar porque no había luz. Si hubiera habido luz no habría habido espectáculo.

La cosa fue que cada dos noches el camión de la basura se precipitaba calle abajo a toda velocidad sorteando coches mal aparcados y esquivando baches a ciegas. Lo de los baches a ciegas era responsabilidad del Ayuntamiento, que había decidido no asfaltar la calle por no sé qué historias del saneamiento público, y había dejado la calle a oscuras por lo mismo. Lo de los coches mal aparcados siempre he pensado que era una prueba que los vecinos ponían a los basureros, algo así como el “más difícil todavía”.

Aquellas bajadas camioneras eran mejor que la tele. Como que el padre de mi vecina (un anciano muy amable y educadísimo que sin embargo debía tener alguna perversión extraña porque disfrutaba como un enano con el sufrimiento de los basureros) y yo nos asomábamos todas las noches a verles bajar. Bueno, eso las noches de luna porque las otras noches solamente les oíamos. Luego comentábamos la calidad del derrape, la variedad de palabrotas que habían utilizado esa noche... en fin, esas cosas.

La noche del espectáculo afortunadamente había luna llena, así que algo vimos. El camión bajaba más rápido que otras veces. Había que verlo, que daba gloria cómo corría, con su conductor al frente y sus basureros agarraditos a los asideros externos del vehículo gritándole instrucciones al conductor. “Manolo, Manolo, Manolo... la curva, cojones, que nos la damos” chillaban como posesos. Y Manolo no debió hacer ni caso porque dos segundos después el camión cogió un bache descomunal en la curva y volcó en el cauce del torrente espurreando bolsas de basura reventadas por doquier con una mezcla de ruidos y gritos imposible de olvidar. A Bauti, uno de los basureros, le encontramos bajo un olivo casi enterrado en basura, que ni se le veía y nos tuvimos que guiar por los “ay, ay” que gemía el pobre. Bueno, y por el olor. (Continuará)


* El efecto Dunning-Kruger es un fenómeno psicológico descrito por científicos de la Universidad de Cornell (Nueva York, EEUU) según el cual las personas con escaso conocimiento tienden sistemáticamente a pensar que saben mucho más de lo que saben y a considerarse más inteligentes que otras personas más preparadas. El fenómeno, rigurosamente demostrado en una serie de experimentos desarrollados por los psicólogos Justin Krugger y David Dunning publicados en The Journal of Personality and Social Psychology en diciembre de 1999, se basa en los siguientes principios:

1. Los individuos incompetentes tienden a sobreestimar sus propias habilidades.

2. Los individuos incompetentes son incapaces de reconocer las verdaderas habilidades en los demás.

jueves, 4 de octubre de 2007

Instinto

Nunca le habían gustado las mariposas. Odiaba sobre todo sus alas. No le agradaban los colores ni los dibujos, y detestaba especialmente el polvillo, ese pegamento que hacía que se le quedaran adheridas al paladar. Escuchaba a los enamorados entornar los ojos y decir que sentían “mariposas en el estómago” y no entendía que lo dijeran con tal satisfacción. Para ella las mariposas en el estómago presagiaban una digestión dura y desagradable. Dirigió su lengua hacia una mancha azul y la Polyommatus Bellargus desapareció en su boca. Sintió un escalofrío y pensó que a veces ser rana era un asco.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Nazaret

Paseo con Erik por las calles del pueblo mientras Serguei y Paavo trabajan. Hace calor y el polvo se nos pega por todo el cuerpo. Encontramos una fuente y aprovechamos para beber y lavarnos los pies. Nos sentamos en unas piedras y entonces le vemos. Es europeo, como nosotros, y está vestido como mandan los cánones del aventurero aficionado: camisa blanca de manga corta, bermudas de algodón caqui, sombrero blanco de ala ancha también de algodón, mochila, pañuelo blanco al cuello, y botas de piel. Todo ello impoluto, como recién estrenado. Mira con un poco de asombro y desconfianza nuestros pies desnudos sobre las sandalias y todavía mojados pero se acerca y nos saluda en inglés. Erik le responde en un inglés impecable; yo solamente le sonrío. Él pregunta cómo puede llegar a la Basílica de La Anunciación, y antes de que termine la frase le interrumpo para preguntarle en español de dónde viene. Al escucharme se le ilumina la cara y parece un niño perdido que acabara de encontrar a su madre.

Se llama Antonio. Nos explica que es de Logroño, y que ha aprovechado que tiene una prima monja para venir a visitar la zona. Camina con nosotros sin dejar de hablar. Nos cuenta sus impresiones, vacilando un poco al principio y animándose a medida que le escuchamos sin comentar ni censurar sus apreciaciones sobre el país. Dice que se siente inseguro. Curiosamente le dan más miedo los ciudadanos musulmanes que los soldados que se cruza con las calles. Explica que ver los fusiles le tranquiliza; no se le ha pasado por la cabeza que los soldados puedan utilizar sus armas contra nadie en concreto, sino que tiene la sensación de que están ahí para protegerle a él, a Antonio, sin especificar de qué ni de quién.

Erik para un balón viejo, lleno de parches, y corre calle arriba jugando con la pelota para devolvérsela a cinco niños que le jalean y que intentan quitársela cuando llega a su altura. Antonio les mira sonriendo. Le digo que me dé la mochila y se una al juego y lo hace sin dudar. Al rato los dos abandonan y se sientan a beber té. Los niños siguen jugando sin acusar el calor. Antonio me pregunta de dónde he sacado el té. Cuando le digo que lo he comprado en un puesto del mercado me mira con una chispa de alarma. Desde que ha llegado al país solamente ha bebido agua mineral y refrescos envasados.

Doblamos la esquina y el mercado se despliega ante nuestros ojos. Erik sonríe al ver la expresión de Antonio, que mira los puestos con ojos tan abiertos que es un milagro que no se le caigan. La calle está llena de mesas de madera sobre las que se exponen los comestibles, sin más. El vendedor de té está sentado sobre una esterilla, el termo y los vasos en el suelo, junto a un caño del que mana un hilillo de agua que utiliza para enjuagar los vasos una vez utilizados. A su lado un hombre ha desplegado una pieza de tela y ha colocado sobre ella una cabra despellejada a la que trocea tranquilamente haciendo caso omiso de las moscas que le rodean. La sangre de la cabra desagua calle abajo por uno de los canalones que hay a cada lado de la vía junto con el resto de desperdicios líquidos del mercado salpicando a veces las sandalias de vendedores y parroquianos. Huele a carne, y a sangre fresca. Uno de los niños que jugaba con Antonio y con Erik se acerca al vendedor de té y coge dos vasos. Viene hacia nosotros y los prueba. Sonríe, hace un gesto de OK con los dedos y se los ofrece. Y por un momento creo que Antonio va a vomitar o a salir corriendo, pero mira al niño, y se bebe el té.

lunes, 1 de octubre de 2007

Palmero sube a la palma... y cuidadito

(Hoy estoy un poco fatalista así que voy a aprovechar y voy a empezar soltando el rollo de los hados y el destino, aviso, y el que avisa no es traidor, que es avisador.)

Está visto que es inútil resistirse al destino. Si, como decían las abuelas, está de Dios que todo te salga bien, te saldrá, y si has nacido con el futuro torcido no harás nada a derechas. En el caso de JB está visto que no puede dar un paso sin que se crucen en su camino los freakies (o sea, los frikis) más inimaginables. Digo yo que será porque él es un tanto marciano y entre ellos se reconocen. El caso es que incluso cuando no consiguen dar con él directamente se ponen en contacto conmigo. Me niego a pensar que todo se pega, claro, así que insisto en que es cosa de él.

Hace una semana oigo unos gritos al otro lado del muro, “¡Oigan, oigan!”, y me asomo, claro, que para eso es mi muro y asomarme es gratis.

- Que he visto que tenéis palmeras en el jardín.
- Sí, dos, y qué. – Reconozco que el muchacho no había preguntado nada que mereciera el tono chulesco de mi respuesta pero ese día tenía yo ganas.
- Ná, que soy jardinero especializado en palmeras y que si queréis os las podo por muy buen precio.
- Ah, vale, pues espérate un momento.

Y llamé a JB, que es el encargado del jardín. Mientras negociaban eché un vistazo, bueno más que un vistazo le eché un repaso totalmente crítico al palmero y me dio toda la sensación de que acababa de salir del “proyecto hombre”, o similar. Luego JB me lo confirmó.

- Sí, sí, un poco drogadicto era pero está rehabilitándose y lo ha dejado del todo. Ahora vive con su madre y se dedica a ganarse la vida podando palmeras. Le he dicho que venga el sábado por la mañana a primera hora.

Pasó la primera hora del sábado y el palmero no vino. Ni a segunda hora tampoco. Ni a tercera, ni a cuarta ni ná. Al final del día, cuando estaba ya poniéndose el sol y eso, apareció por la casa. Que no había podido venir porque había tenido que ir a una boda con su madre, pero que venía sin falta el domingo a primera hora. Visto lo visto, que lo que él entendiera por primera hora fueran las tres de la tarde no me extrañó ni medio pelo. JB subió al jardín con él y todo parecía ir bien hasta que escuchamos un golpe tremendo. Otras familias en estos casos se habrían precipitado a comprobar qué había pasado, por aquello de ayudar o por lo menos de ver sangre y vísceras desparramadas. Nosotros, en cambio, cuando pasan cosas así nos quedamos muy quietecitos no vaya a ser que efectivamente haya sido algo gore y nos pidan por ejemplo que sujetemos la mano a alguien mientras un voluntarioso enfermero amputa algún miembro con una navajita suiza. Igual es que deberíamos ver más la tele, yo qué sé. La cosa es que nos quedamos esperando hasta que JB entró y, lacónico como suele, dijo:

- Entre el calor y el agobio a Javier (es que los frikis también tienen nombre) le ha dado el mono y se ha caído de la palmera. Ahí le tengo, desmayado perdido. ¿Qué le doy?

Revolví un poco la nevera dividiéndome entre el susto de que un hombre se hubiera precipitado al suelo desde los 10 metros que mide la palmera y le hubiera pasado algo grave, y la risa que me estaban dando los comentarios del pequeño.

- ¿Qué tenemos un mono en la palmera? ¿En cuál, en la grande? Y debe ser malísimo porque ha tirado al jardinero al suelo. Pues yo quiero verlo, que igual es de los de culo rojo. Me lo quiero llevar al colegio. ¿Puedo llevármelo? Que igual muerde a Hugo, que a mi no me deja morderle.

Y salió zumbando al jardín sin dejar de hablar. Hay que disculparle; tiene solamente cuatro años.

- Toma – le dije a JB – Dale estos Aquarius para que se recupere un poco, y mientras voy llamando al centro de salud.

Al rato volvió JB.

- Se los he hecho beber los dos seguiditos y ahora dice que le duele un poco el estómago. ¿Tú estás segura de que esto le va bien?

Mi hija miró las latas vacías.

- Hombre, teniendo en cuenta que es un exdrogadicto que acaba de caerse de una palmera, y le has enchufado dos latas que llevan dos años caducadas… pero tranquilo, que con el dolor de estómago se va a olvidar del golpe seguro.

viernes, 28 de septiembre de 2007

Control

Luis Mendoza era un expedicionario metódico hasta extremos delirantes. Controlaba personalmente las rutas, el personal, el transporte, y el avituallamiento. Meticuloso en extremo, todos recordaban que en una ocasión habían vuelto después de tres días de camino porque habían olvidado un cajón, así que cuando Mendoza sospechó que faltaba una caja de provisiones, los hombres se inquietaron. Paco el cocinero le llevó una infusión y Mendoza se tranquilizó. "Menos mal que esta vez no ha sido el té". Paco pensó que en esta ocasión esperaría a pasar el Círculo Polar para decirle que habían olvidado las croquetas de su madre.