miércoles, 30 de enero de 2008

Té antirracista

El mayor Devereaux tenía la mayor plantación de algodón de Atlanta y la hija más bonita del estado, y hasta hacía dos meses había tenido también la esposa más encantadora. Desde que murió su madre, la pequeña Claire no se separaba de Lissy, la muñeca de trapo que le había regalado. Cada día el mayor tomaba el té con la niña. Una tarde Claire derramó su taza sobre Lissy y vio cómo la cara de la muñeca se oscurecía. El padre frunció el ceño. Claire, desafiante, abrazó a la muñeca. El mayor suspiró. "Una muñeca negra! ¡Dónde vamos a parar!"

lunes, 28 de enero de 2008

Argelia

Llevaba varios días contándome cómo era, pero todas las palabras de Chenani,
las fotografías que había visto anteriormente, no me habían preparado para la
maravilla que es ver las pinturas del Tassili. No puedo apartar la mirada de las imágenes. Chenani no deja de mirar la expresión de mi cara con una media sonrisa que se va ampliando a medida que yo le hago comentarios entusiasmados sobre cada uno de los dibujos. El tiempo pasa sin que me dé cuenta y mientras recojo las cosas para irnos (volveremos mañana) noto a Chenani nuevamente serio. Cargo las cosas en el
todoterreno y me sujeto el brazo derecho con la mano izquierda.

- Me duele el hombro. He debido hacerme daño cargando la bolsa. ¿Crees que
podrías conducir tú esta vez?

Chenani alarga la mano en silencio para coger las llaves del coche y me mira con agradecimiento. Sabe que no es cierto. Hasta hoy se ha sometido a mis cuidados, no ha tenido más remedio que confiar en mí para conducir, montar las tiendas, hacerle las curas, pero sabe que sé que hoy, que vamos a su casa, necesita que todo sea diferente.

Subimos al coche y conduce despacio, esquivando baches con cuidado y evitando expresar cualquier gesto de dolor. Al entrar en la aldea me sorprende la agitación. A Chenani también. Su esposa, Fatma, nos lo explica. Uno de los pozos, seco desde hacía varios años, inexplicablemente ha vuelto a tener agua. Para celebrarlo han matado un par de chivos. Hamid, el hermano mayor de Chenani, se lo lleva dándole sonoras palmadas en la espalda y yo me quedo con Fatma y el resto de las mujeres de la familia, las cuales me miran sin poder contener la curiosidad. No soy, por
supuesto, la primera europea que ven, pero sí la primera que entra en su casa
y no saben muy bien qué hacer ni qué decir.

Me ofrecen un té caliente y mientras lo tomo intercambiamos unas frases de cortesía. Nos entendemos en francés. Poco a poco van cogiendo confianza y me hacen mil preguntas sobre mi vida, mi familia, mi trabajo. No les escandaliza que viaje sola en compañía de hombres que no son mi pareja ni mi familia; les sorprende que me guste hacerlo. Me cuenta cosas sobre la aldea, sobre Chenani, sobre la fiesta. Cuando les digo que me gustaría lavarme la cara y las manos para estar un poco presentable a la hora de la cena se ofrecen tímidamente a arreglarme. Me dejo hacer. Cuando terminan, Fatma me ofrece un espejo. Mi pelo está recogido en trenzas delgadísimas, igual que el suyo. Sonrío encantada y la hermana pequeña de Chenani me ofrece un pañuelo. Me lo coloca en la cabeza cubriéndome los hombros y cuando estamos terminando escuchamos voces y entran Chenani y Hamid. Me miran y sonríen.

Antes de irnos a cenar hay que limpiar la herida de Chenani. Las mujeres se disponen a hacerlo y Chenani coge la bolsa con el botiquín, me la tiende, me mira a los ojos, y me pregunta si por favor me importaría hacerlo yo.

viernes, 25 de enero de 2008

Sobre gustos...

Ayer estuve en el dentista y me empapé de literatura de la buena. Imagínense: una hora esperando a que terminaran de torturar a JB sin más entretenimiento que un montón de revistas del corazón. Pues me las leí todas, pero todas todas, sin discriminar por razones de tirada ni de fecha. Y no crean, una hora da para mucho; me di cuenta cuando hojeé una que contaba que se había casado la Duquesa de Alba. Ahí la neurona me dio un chillido: “¿qué se ha casado otra vez?” Claro, cuando vi que en las fotos salía hecha un pimpollo, con su carita de verdad y no la que tiene ahora, miré la fecha, y como la revista era de casi el mismo año que Gutemberg ideó la imprenta pues la cerré, que para eso prefiero las novelas históricas o los libros de historia sin más adorno.

La verdad es que a pesar de todo lo que pasó por delante de mis ojos, fue una hora de lo más inútil porque no se me quedó nada dentro. Nada, excepto una indignación que hasta este momento era secreta y que va a dejar de serlo en unas líneas. Lo que llamó mi atención fue una frase, referida a una famosa, que decía que “...haciendo gala de su innato buen gusto...” Me hizo bufar. Porque vamos a ver, hay cosas que traemos de serie, como el color de los ojos y el pelo, que nos vienen así de nacimiento y por más que nos empeñemos en cambiarlos se quedan tal cual hasta que nos morimos. Pero el gusto, sobre todo el buen gusto, es adquirido y normalmente se va transmitiendo familiarmente de generación en generación con más o menos éxito y con numerosas variantes pero dentro de un cierto criterio estético.

En mi familia cada uno tenemos un estilo propio, más que definido, que no suele coincidir con el de los demás miembros del grupo pero, eso sí, reaccionamos con espíritu de cuerpo ante las aberraciones estéticas. Por ejemplo, hace un puñado de años llegué una mañana a casa de mis padres y me los encontré un tanto lívidos. La causa de su carencia de color facial estaba en medio del salón. Miré y comprendí.

-¡Por favor! Pero ¿qué me habéis hecho? ¿Os habéis vuelto locos o qué?

Mi madre me echó una mirada asesina que habría helado la sangre en las venas a cualquier otro pero que a mí no me afectó ni medio pimiento porque yo también sé lanzarlas; de hecho las tres hermanas sabemos hacerlo a la perfección. Contestó mi padre.

-No hemos sido nosotros. Nos lo manda de regalo mi primo Isauro en agradecimiento por haberles avalado para el crédito del camión.

-Para que veáis, que no se puede ser buena gente.

El regalo consistía en un pedestal enteramente recubierto de cristales (“Mira, ya tienes recambios para la araña del salón” le dije a mi madre, quien de nuevo me lanzó la mirada) encima del cual se situaba una especie de templete dorado y adornado con palomas de un material brillante del cual desconozco el nombre porque hasta entonces había tenido la buena suerte de no haberlo visto nunca. Dentro del templete, la figura de una muñeca de épocas (me habría gustado poder decir época en singular pero las tenía todas; el vestido era claramente goyesco y luce un miriñaque de agárrate y no te menees con mangas jamón y una pamela tal cual sacada de un cuadro rococó) con paraguas nos contemplaba ajena a su fealdad. Me intrigó mucho que al pedestal le saliera un rabito en forma de cable con interruptor así que lo enchufé, pulsé el botoncito, y el pedestal se iluminó con unas cuantas bombillas interiores, y la muñeca se puso a girar mientras su paraguas la protegía de la lluvia de parafina líquida que caía alrededor del templete. Aquello fue demasiado.

En aquel momento llegaron mis hermanas. B1 corrió al cuarto de baño (es como los perros de Pavlov, toca el picaporte de la puerta y se mea viva) y B2 entró en el salón.

-¡Válgame! –

No pudo decir nada más. Creo que nunca la había visto con la boca tan abierta. Mi padre se apresuró a explicarle que se trataba de un regalo de Isauro y señora. B1, que mientras atravesaba el pasillo había escuchado la explicación, entró tranquilamente.

-Venga ya, no será tan horribl.... Aaaaaaaaaag!
-Pues no sabes lo mejor, bonita: es para ti.
-¿Para mi?????????????????????????- Empezó a boquear un poco.
-Sí, de regalo de boda.

Faltaba sólo un mes para la boda de B1. Mi madre me volvió a fulminar con la mirada y salió en auxilio de B1 que amenazaba con hiperventilar.

-Pero no tiene música ni nada.- B2 continuaba contemplándola hipnotizada y sólo salió del trance cuando mi padre, lleno de sensatez, dio al interruptor y se acabaron las luces, la lluvia de parafina y los giros muñequiles. Mi madre planteó la pregunta del millón:

-¿Y qué hacemos con esto?

Nos miramos horrorizados. Finalmente, y tras un rato de deliberación colectiva, en el cual se plantearon propuestas tan peregrinas como que me la llevara yo a mi casa (¡jua!) o donarla al plató de Cine de Barrio, decidimos que lo mejor sería envolverla en una manta y tenerla escondida detrás de una cortina para exhibirla únicamente durante las visitas de los primos. Dicho y hecho. Y todo fue bien hasta la semana pasada cuando, a la vuelta de un viaje pasé dos días en casa de mis padres. No había terminado de abrir la puerta y saludar cuando un grito atravesó la casa enroscándose en nuestros cerebros. Al grito le siguió un “crash” que no presagiaba nada bueno. En el salón, mi hermana B1 (que también pasaba unos días en Madrid) contemplaba estupefacta cómo el horror de los horrores de la casa, la fuente de cristal, se había caído al suelo sin registrar más roturas que la muñeca central. El desastre (dejando aparte la tragedia de que no se hubiera roto entera) era que esa misma tarde llegaban a Madrid Isauro y su hermano Antonio. A ver cómo lo solucionábamos.

Los primos llegaron para merendar y, como nos imaginábamos, Isauro arrastró literalmente a su hermano hasta el salón para enseñarle, muerto de orgullo, su regalo. Antonio contempló los cristales destellantes del pedestal y la parafina líquida.

-Ya te dije que era una maravilla.- Isauro no cabía en sí de orgullo.
-Es verdad, es muy bonita. Y la figura es preciosa, tiene una carita muy dulce.

No sé qué más dijeron porque en ese momento B1 y yo corrimos a escondernos en el cuarto de baño y reírnos a gusto mientras en el salón, la Barbie Malibú de cuando Madagascar era chica giraba bajo el templete dorado.

miércoles, 23 de enero de 2008

Evolución

Miró alrededor: todos escuchaban atentamente al guía, que alababa “la pureza de las costumbres indígenas” y explicaba cómo “las danzas rituales que iban a presenciar se habían mantenido incontaminadas desde hacía siglos”. Recordó que no había hecho la transferencia a la universidad. “... la vida en su estado primitivo...” El plazo finalizaba ese mismo día; si el espectáculo cumplía el horario podría hacerlo por Internet. “...sin influencia del mundo moderno...” Después de aceptar ese trabajo de verano y conseguir el dinero no podía perder el curso por un despiste. El guía había terminado. Sujetó la lanza y salió al escenario.

lunes, 21 de enero de 2008

Sevilla

No hay nubes y la luna llena ilumina el paisaje con la luz matizada de un farolillo de papel. Son las tres de la madrugada y el frío comienza a ser intenso. No hay nadie más que yo en la carretera y no me importa. Me gusta viajar en coche sola. Hace sólo una hora que terminó el concierto y he preferido ponerme en marcha en vez de quedarme en la ciudad. Me gusta conducir de noche y este camino lo he hecho tantas veces que podría hacerlo con los ojos cerrados. A mi derecha Estepa aparece tras una curva, con sus casas trepando por el monte, iluminado y blanco como una estampa navideña. Junto a la carretera se suceden las fábricas de mantecados y polvorones. Pienso que el aire huele levemente a canela y anís y me río de mí misma porque a lo que en realidad huele es al ambientador de limón del coche. Dejo atrás varios pueblos, se acaban las luces, y veo el inicio de la subida al puerto. Leonard Cohen canta “Suzanne” en la radio, y quito un poco el pie del acelerador. Subo el volumen. Cohen termina y el locutor anuncia lacónicamente a Dylan. Le hago coros en “Knocking on heavens door”, y pienso que estaría bien tomar un café. La luna llena de matices el paisaje. Casi en lo alto del puerto hay una gasolinera abierta. Paro y entro en la cafetería. No hay más que un empleado. Está escuchando el mismo programa que traía yo en el coche. Pido un café y pone dos. Se sienta frente a mi y bebemos en silencio mientras Lou Reed habla por los dos. Le pido la cuenta y niega con la cabeza. “Hazme un favor; tú que puedes date un paseo por el lado salvaje”. Digo que sí sin saber qué quiere decir. Arranco el coche acompañada por Tom Waits. Me gusta viajar de noche.

miércoles, 16 de enero de 2008

Te canta el culo

Los chinos deberían estar prohibidos. No me refiero a los restaurantes, por mucho que haya cantidad que se lo merezcan, sino a los chinos en general, a las personas de la China, vaya, que estoy empezando a creer que tenían razón las películas de Fu-Manchú y aunque ya no lleven la coletita del flan chino mandarín ni las uñas kilométricas son más malvados que la mar por muy bonito que sea el país (que lo es) y muy baratas que vendan allí las camisetas de Custo Barcelona, que por diez euritos vas hecha una modernona de lo más fachion. La cosa es que además son listos. Ellos no han decidido conquistar el mundo (como Pinkie y Cerebro) mandando a Occidente un montón de soldaditos clonados, no; han optado por comernos la moral de una manera aparentemente menos agresiva pero a la larga mucho más dañina como es la infiltración constante y progresiva del mal gusto. Para comprobarlo no hay más que darse una vuelta por cualquier todocien, que es entrar y en la misma puerta tienen todos colocado una especie de gato cuadradito, así como intergaláctico, que balancea sin parar un bracito rígido de plástico generalmente de algún color tan chillón que tras el primer vistazo te deja visualmente incapacitado durante los minutos que dura tu visita al establecimiento, con lo que cuando sales y compruebas los artículos que llevas en la bolsa de plástico no sabes qué extraño Mr. Hyde te ha poseído. Uno de los últimos horrores que han creado se introdujo en mi casa durante las fiestas navideñas y todavía estoy luchando por erradicarlo. Para mi gusto es un arma de comedura de moral (y de imagen, y de prestigio, y de...) de lo más eficaz; a mí al menos me ha dejado hecha polvo. Para la mayoría de los adolescentes del pueblo es “tó guay”.

La culpa la tuvo Kenya, que llegó un día con un paquetito de lo más primoroso. Un regalo de Navidad, dijo, se lo había dado la Yeni. La Yeni nunca ha sido del círculo de amistades de mi hija pero Kenya me explicó que este trimestre había estado ayudándole con las clases de inglés y que como la chiquilla había aprobado estaba de lo más agradecida. Lo abrió y nos quedamos todos un poco sorprendidos.

- ¿Te ha regalado unos tangas y además horribles???

Madagascar estaba muerta de risa; claro que la cara de pasmo de Kenya se merecía no unas risas sino unas carcajadas. La cajita contenía tres tangas enormes, de esos de talla única: uno blanco con la carita de Papá Noel en todo el chumi, otro rojo, con la imagen de un reno en el mismo sitio, y el último de color negro y con estrellas de purpurina en el frontal. Que Papá Noel tuviera la cara de color naranja rabioso y el reno pareciera una vaca frisona de color verde lo achacamos a la etiqueta: Made in China. También echamos la culpa de eso al despliegue de purpurina de colores del tanga negro.

Me desentendí del tema y les dejé inspeccionando aquellos horrores sin dejarme impresionar por las carcajadas que se escuchaban de cuando en cuando desde la habitación. Total, dos días antes a Bruno le había dado por pasearse por todos lados con los calzoncillos en la cabeza (tengo fotos pero por supuesto no pienso colgarlas) así que imaginé que estaría haciendo lo propio con los tangas. “Te regalo el negro; te lo pongo en tu cajón para que lo estrenes mañana” me gritó Kenya entre risas.

Al rato escuché una musiquilla, concretamente un villancico, que me puso los pelos de punta porque sonaba igual de una tarjeta musical de esas que las abres y te atormenta todo el rato que la tienes abierta. Me di la vuelta y vi a Madagascar pasar por el pasillo así que, rugiendo como una leona, la insté a que se dejara de bromas con los christmas musicales. Ella me juró a gritos que no tenía ninguno y desapareció corriendo escaleras arriba. Al rato escuché de nuevo un villancico diferente en otro lado de la casa. Kenya se acercaba acompañada de un “Adeste fideles” que sonaba como si lo interpretaran los pitufos a toda pastilla. Fue verme y darse la vuelta para salir de la casa al galope. Durante el resto del día volví a escuchar por la casa las odiosas musiquitas de forma lejana pero sin que la cosa llegara a mayores.

El desastre ocurrió la mañana siguiente, cuando en pleno acto de presentación oficial en la Diputación comenzó a sonar la musiquita ratonera de un villancico en versión electrónica: “navidad-navidad-dulce-navidad”. La sala entera se quedó en silencio. “Navidad-navidad-dulce-navidad”. Algunos comenzaron a mirar los móviles, para comprobar que no eran los culpables de aquello. “Navidad-navidad-dulce-navidad”. La música seguía sonando y el acto continuaba interrumpido a la espera de que el culpable pusiera fin a semejante abominación cantarina. Yo noté que mi móvil (convenientemente silenciado) vibraba y mientras lo abría para leer el SMS que acababa de recibir escuché a un compañero que muerto de risa susurraba, lo suficientemente alto como para que toda la sala lo escuchara:

- Gin, te canta el culo.

Mientras todo el mundo se carcajeaba sin pudor leí el mensaje que me había mandado Kenya:

“TEN CUIDADO CON EL TANGA, QUE ES MUSICAL. NO TE APRIETES LA CINTURA QUE SE DISPARA EL MICROCHIP Y SUENA. BESOS”

lunes, 14 de enero de 2008

El mar albanés

Yannis me mira y se ríe a carcajadas. “¡Menuda marinera estás hecha!”. Luego se arrepiente, atenúa la risa y la convierte en una sonrisa. Coge un limón y se sienta a mi lado. Lo exprime poco a poco entre mis labios para que pueda beber sus gotas sin tener que levantar la cabeza. “Pobre, pobre” murmura con el mismo tono con el que se usa para calmar a un niño pequeño. Me acaricia el pelo. Luego se levanta y coge de nuevo el timón.

He estado mareada desde que embarcamos en el velero, hace ya dos días. Al principio se trataba de un mareo violento, todo me daba vueltas, la cabeza, el estómago; vomité asomada a popa hasta vaciarme. Entonces el mareo se convirtió en un tiovivo suave que a ratos me impide incluso incorporarme para beber. De comer ni hablamos. Yannis aprovecha los ratos libres, que son muchos, para sentarse a mi lado y procura reconfortarme, pero procura no hacerlo cuando está comiendo porque el mero hecho de verle hacerlo consigue que me sienta peor. A veces consigo incorporarme y bebo algo; cuando no tengo más remedio me arrastro, casi literalmente, al aseo. Llevo dos días tumbada, con los ojos cerrados, casi sin moverme. De cuando en cuando Yannis me mira y mueve la cabeza. No se explica que sea la misma persona que la semana pasada le ayudó a remontar una tormenta, aunque no muy fuerte, sin arrugarse. Yannis no sabe que tengo un trastorno vascular que en algunas ocasiones me provoca vértigos. De hecho tampoco yo lo sé todavía. Para mí es igualmente misterioso pero el doble de molesto que para él.

Me siento floja, sin fuerzas ni ganas de tenerlas. A pesar de ello, cuando noto el sol en la piel y abro los ojos y veo el cielo de un azul tan insultante que parece que me está provocando, que me está diciendo “venga, cobarde, levántate y únete a la fiesta”, me siento bien.

Mi mareo no altera los planes de cruzar a Albania, aunque ahora Yannis tendrá que hacer todo el trabajo él solo. Anochece y sigo despierta. Hay luna llena. Yannis me señala unas estelas fosforescentes que parecen acompañarnos. Delfines. Nos acompañan un buen rato. Cuando saltan levantan espuma brillante, como pequeños fuegos artificiales de agua. Al rato Yannis se sienta a mi lado. Me dice que vigile atentamente a ver si vemos las luces de la costa. Acostumbrada a la Costa del Sol me sorprende cuando veo un par de lucecitas mortecinas. Yannis me felicita “si no llegas a verlo nos habríamos desviado de rumbo” y me explica que lo único que hay en ese tramo de costa es un pueblo pequeño casi sin luz eléctrica.

Echamos el ancla y descubro que puedo incorporarme sin problemas. El mareo ha pasado por completo. Yannis me sugiere un baño rápido para despejarme y me sumerjo entre fosforescencias encantadas. De nuevo a bordo Yannis me prepara un té. De pie, en cubierta, aún mojada, fresca, con la cabeza despejada y reconfortada por el té, miro hacia la costa corfiota y nunca Corfú me ha parecido ni me va a parecer más hermosa.

viernes, 11 de enero de 2008

Se acabó el té

Rudolph se asomó a la chimenea, miró, e iluminó el cielo con su nariz roja. Era la señal de alarma. El elfo jefe envió varios trineos desde el Polo Norte, y decenas de duendes invadieron la casa para obligar a Santa Claus a levantarse del confortable sofá en el que se había acomodado para tomar otro té. Rudolph suspiró. Una cosa era que a Santa le agradara el té y otra demorarse tanto con cada taza como para no terminar el reparto antes del amanecer. El reno pensó que si volvía a ocurrirles sugeriría al consejo eliminar Inglaterra del recorrido.

miércoles, 9 de enero de 2008

Karaoke

Todos los años, al llegar la fiesta de Santiago, las mujeres del pueblo competían para ver quién tenía el jardín más bonito. Al principio cultivaban rosas, hasta que un año comenzaron a plantar unas flores grandotas que además de bonitas eran la mar de agradecidas porque era sembrarlas, escupirlas un poco y se inflaban a crecer y echar florones de colores. Además, como casi todos los hierbajos del pueblo, tenían propiedades curativas; te tomabas una infusión y te calmaban cualquier dolorcillo además de dejarte relajadito relajadito. Mi abuela y sus hermanas las llamaban dalias; otras mujeres del pueblo las llamaban amapolas. Un año llegaron unas cuantas patrullas de la Guardia Civil, inspeccionaron los jardines, desmocharon cuanta flor pudieron, y dieron orden de eliminarlas todas bajo multa, pena de cárcel y no sé cuántas amenazas más. Total, que lloraron de lo lindo pero las abuelas del pueblo no tuvieron más remedio que erradicar del pueblo las plantas de opio y volver a los rosales con una desgana que se diría que estaban cultivando cuscuta.

De aquello les quedó a todas ellas la afición por los optalidones (que como sustitutivos del opio debieron ser buenísimos porque se los zampaban como si fueran lacasitos hasta que los retiraron; ahora se comen los lacasitos sin más y se quedan tan contentas lo cual me hace pensar que o los lacasitos nos tienen totalmente engañados o el efecto placebo en mi familia es digno de estudio) y el reflejo de escupir al suelo cada vez que veían un guardia o alguien los nombraba. Los niños adquirimos otro reflejo: el de saltar automáticamente cada vez que alguien mencionaba a la Benemérita para poder esquivar los escupitajos. Somos todos conscientes de que ver a un adulto dar un saltito así, por las buenas, queda totalmente ridículo pero en el pueblo resulta más que útil saber hacerlo, que yo he visto más de un zapato escupitajeado perdido. Y cuando hay reunión familiar ni les cuento el cuidadito que hay que tener, porque con el tiempo no sólo no se les ha apaciguado el odio sarraceno sino que se han vuelto unas virtuosas totales. Claro, en vista de que las reuniones familiares cuentan cada vez con más miembros nuevos ignorantes de nuestras costumbres ancestrales (y a veces, como ésta, cochinas), hace un par de años instauramos la costumbre de iniciar cada francachela tribal brindando un escupitajo común y ya está, con lo que todos escupimos y solamente unos cuantos saltamos (es que somos como los perros de Pavlov, qué quieren).

La cena de Nochevieja comenzó con el mencionado brindis en la puerta de la casa con una cierta rapidez para no quedarnos pasmados (y porque a siete grados bajo cero mucho nos temíamos que los esputos se convirtieran en estalactitas verdes y nos taladraran los dedos de los pies) y resultó tan divertida y entrañable como han venido siendo todos los años. Hubo derramamiento de copas por los manteles, alguna de otra caída de silla, espárragos que practicaron el deslizamiento libre por la mesa, intercambios involuntarios de servilletas, atragantamientos cuasimortales con las uvas de la suerte... en fin, una cena tradicional.

Y después de la cena, como es tradición familiar, los chavales se encerraron en la habitación de uno de ellos, que es radioaficionado, para hablar con los amigos, mi hermana B2 montó el karaoke, y las güelas se pusieron a dar gritos de alegría cuando mi primo les explicó que les había hecho un montaje con canciones tradicionales. Hubo una pelea encarnizada por los micrófonos (a estas alturas, y como ya nos conocemos, hacemos una sesión de karaoke multitudinaria con seis micros, imagínense) y comenzó la sesión con el romance de Gerineldo. Del romancero popular pasamos a los boleros, pero como siempre lo que más éxito tuvo fue la movida, a la que llegamos ciertamente perjudicados así que comenzamos a alternar las canciones con los chistes, los cotilleos, los chascarrillos... Y ahí estábamos, gritando como “no hay playa” como si nos hubieran poseído cuando llamaron a la puerta.

Abrí y me encontré a Berna pelado de frío y con un puntito de mosqueo considerable. La verdad es que el muchacho llevaba diez minutos llamando pero con la que teníamos montada dentro como si hubieran tocado las campanas, que no oíamos nada. Entró en el zaguán y comenzó a explicarme algo pero que si quieres arroz, no podía oirle, así que cogí el anorak y salí con él. Nos metimos en el todo terreno y saludé a su compañero Justo. Los dos me miraron en silencio.

- Bueno, qué - dije con un cierto cachondeíto - No me iréis a decir que estamos haciendo mucho ruido, eh, que aquí no nos oye nadie.

Berna asintió en silencio.

- Venga ya, Berna, si esto es el culo del mundo.

Justo intentó esconder una sonrisa y Berna, impávido, encendió la radio. Por los altavoces me llegaron, altas y claras, todas las voces familiares en pleno descojone tras un chiste lepero.

- Pero... pero... ¿esto qué es?

Berna bajó el volumen.

- Se lo tengo dicho al Jaime, que si quiere hablar con los colegas que lo haga, pero que no utilice esa frecuencia, que nos interfiere a nosotros y por lo que se ve a la emisora local.
- ¿Estamos saliendo por la radio?
- Lo que te diga, morena, por la radio y en todos los coches patrulla; y no veas lo mal que cantáis.

En ese momento escuchamos por la radio a B1 preguntar por mí y a JB explicar que había salido un momentito a atender a la guardia civil... El “GRRRPUAJ” general ahogó el resto de la frase. Y yo no pude contener la carcajada.