viernes, 28 de septiembre de 2007

Control

Luis Mendoza era un expedicionario metódico hasta extremos delirantes. Controlaba personalmente las rutas, el personal, el transporte, y el avituallamiento. Meticuloso en extremo, todos recordaban que en una ocasión habían vuelto después de tres días de camino porque habían olvidado un cajón, así que cuando Mendoza sospechó que faltaba una caja de provisiones, los hombres se inquietaron. Paco el cocinero le llevó una infusión y Mendoza se tranquilizó. "Menos mal que esta vez no ha sido el té". Paco pensó que en esta ocasión esperaría a pasar el Círculo Polar para decirle que habían olvidado las croquetas de su madre.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

El PORRETE

Todos los años, cuando comienza el curso escolar, los maestros preguntan a los niños a qué se dedican sus padres. Yo sé que lo hacen por saber de qué huerto les viene cada uno de los cebollinos que pueblan las aulas y que no lo hacen en plan cotilleo tomatero, pero me molesta igual porque cada año me toca una ocupación distinta.

La cosa comenzó cuando mi hija mayor comenzó su vida escolar y le hicieron la pregunta de marras. La chiquilla no tenía ni idea de a qué me dedico y se lo expliqué pero la explicación hizo en su cerebro lo mismo que la inteligencia en el de Leticia Sabater: pasar de largo, así que al día siguiente cuando la maestra le preguntó si ya sabía qué era su madre, dijo sin pestañear “quesera”. El por qué de la respuesta es un misterio solamente comparable al de las pistas de Nazca así que nadie debe dedicar ni medio nanosegundo a investigarlo. Dado que esto sucedió cuando la niña tenía tres años y ya tiene quince, y que cada año sin excepción le preguntan lo mismo y ella responde lo primero que se le pasa por la mente, es fácil deducir que a lo largo de estos quince años he tenido multitud de profesiones a cual más peregrina.

El otro día tuvimos una bronca de ésas que solamente se pueden mantener con adolescentes, cuajada de lágrimas, mocos y fluidos asquerosos que le brotaron por todos los orificios de la cara, mientras de su boca salían acusaciones que habrían hecho temblar a la madre más entera pero que perdían efectividad porque como salían enredadas con babas y espumarajos sonaban un poco incomprensibles y tenía que repetir cada una de ellas como tres veces para que me enterase. En fin, que la bronca pasó como era de esperar y al día siguiente aprovechando que pasaba por allí, las recogí a la salida del instituto. Mientras las esperaba ví que uno de los profesores me miraba con una mezcla de asombro, curiosidad, reparo, e interés totalmente inusual. Cuando salieron las niñas les pregunté y la mayor me dijo que era su tutor.

- Me miraba rarísimo.
- Ah… sí… puede- dijo de forma sospechosa.
- Mmm… ¿y por qué puede ser?
- Es que ayer nos preguntaron a qué se dedicaban nuestros padres.
- ¿Ajá?
- Y, como tú y yo habíamos discutido, le dije que eras concejala.
- ¿Ajá? ¿Y…? Porque eso no es nada raro.
- Bueno… de un partido nuevo… - Ahí se me dispararon todas las alarmas.
- ¿Qué es el…?
- Partido Obrero Radical Revolucionario Electo de los Trabajadores Españoles.

¡Concejala de el PORRETE! Ahora me lo explico. Pobre hombre.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Cambio de menú

Con ocho años, Pablo quiso ser titiritero. La culpa fue del "Circo Rubí", que se instaló en el descampado que había frente a su casa. Desde su habitación, Pablo veía a la cabra Casilda subir y bajar sin parar una escalera a son de pasodoble. Tras dos semanas de trompeta y tambor, los vecinos se hartaron de no poder dormir la siesta, y comenzó una guerra de insultos y amenazas que acabó con la partida extrañamente apresurada de los gitanos. Durante un mes el plato estrella del bar del barrio fue "chivo a la alpujarreña". Y Pablo se volvió vegetariano.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Mali

Por la noche los sonidos se amplifican. No se multiplican. Cambian, se sustituyen unos por otros. Por el día se oyen los zumbidos de los insectos, las patas de las vacas aplastar la poca hierba que hay, las risas de los niños, el rítmico golpear de la molienda. Por la noche se oye el silencio, que es en sí un sonido completo, y rugidos. Los rugidos forman parte del silencio; cuando no hay rugidos algo va mal y la piel se te eriza sin que sepas por qué.

Anoche, por encima de los rugidos de los animales, escuchamos rugir a Lorena. Primero fueron unos gemidos como de gata mimosa y poco a poco se fueron transformando en jadeos ansiosos hasta convertirse en una especie de rugido que finalizó en un grito ronco y, afortunadamente, breve. Cuando Lorena se calló volvimos a oír de nuevo los sonidos de los animales. Recuerdo que me di cuenta de que mientras escuchaba a Lorena no había oído nada más a pesar de que con toda seguridad las fieras habían continuado allí, ajenas a la fiesta de Lorena y Alfredo, ajenas a las decenas de oídos que estábamos pendientes de su juego sexual.

Por la mañana me levanto muy temprano. Vienen Lorena y Alfredo y no sé cómo decirles que deberían ser más silenciosos en la cama. Se lo insinúo y, como esperaba, Lorena se ríe a carcajadas mientras me pregunta si lo digo porque me dio envidia escucharles follar y querría unirme a ellos. Le digo que debería tener un poco de respeto por las mujeres de la aldea. Lorena no sabe a qué me refiero y le recuerdo que a estas mujeres les han practicado la ablación y algunas están incluso infibuladas. Se encoge de hombros y se va. Alfredo parece un poco azorado y dice “lo siento” en voz baja. Antes de irse me pone la mano en el cuello, justo bajo el nacimiento del cabello, y me acaricia suavemente unos segundos. Respiro hondo hasta que se marcha.

Paso la mañana fotografiando a los niños y después de comer me refugio del sol en la habitación. En realidad cada habitación es una cabaña hecha con barro y paja, y en ellas no hay nada más que una cama con mosquitero, un biombo, una silla y una mesa. Suficiente, a veces incluso demasiado. Oigo la risa de Lorena en la cabaña de Alfredo y les pienso desnudándose mutuamente. Me quito la ropa para echarme un rato y se abre la puerta de la cabaña.

Entran Kandia y sus amigas. Aquí las mujeres se casan muy jóvenes y las chicas que han entrado están solteras así que supongo que serán casi unas niñas pero es imposible calcular su edad. Se mueven silenciosamente. Estoy sentada en la cama y cuando me voy a levantar Kandia me pone una mano en el hombro y me lo impide. Estoy desnuda pero ellas también (siempre van desnudas, solamente llevan un cinturón de cuero delgadísimo) así que no me siento violenta ni incómoda. Los gemidos de Lorena son cada vez más fuertes. Las chicas me rodean y me miran con curiosidad. Kandia me mira fijamente y me empuja los hombros para que me tumbe. Los gemidos de Lorena son cada vez más ansiosos, cada vez más audibles, y de repente entiendo lo que quieren estas chicas. Y me dejo hacer. Dócil, doblo las rodillas y me dejo inspeccionar. Me miran atentamente; nunca han visto a una mujer adulta entera, sin castrar. Kandia me separa los labios mayores con una mano y con la otra me toca con curiosidad. Noto que me estremezco. Nunca antes me había tocado una mujer. Noto mi humedad. Kandia también la nota, y mueve sus dedos sorprendida. Yo no grito, no emito ningún sonido, pero me agarro con fuerza al colchón y disfruto los dedos de Kandia que exploran, acarician, y parecen saber dónde estar en cada momento. Cuando termino abro los ojos, todavía jadeante, y veo a las chicas que me miran fijamente con la cara llena de lágrimas.



(La versión completa, sin censura, la tiene en custodia el ángel enredador)

jueves, 20 de septiembre de 2007

Porque El Corte lo dice

Siempre he sido una escéptica en lo que al poder de la moda respecta y nunca me he creido eso de que las estaciones empiezan cuando quiere El Corte Inglés, pero estoy empezando a recapacitar. La culpa la tiene mi vecino Cristo, el desnudo. Ya se imaginarán que no se llama así. Su nombre auténtico es Cristóbal Fuentes pero prefiere que le llamemos Cristo y como está un poco (bueno, mucho) majara y temo a sus delirios como a los desvaríos de mariespe I de Madrid, nunca he querido preguntarle por qué. Lo de el desnudo es fácil de deducir: el hombre es nudista y se pasea por el mundo ataviado únicamente con chanclas y un calcetín.

Antes se paseaba únicamente con las chanclas pero una tarde se topó por la calle con Abuelita (todavía no hemos sido capaces de saber su nombre; después de una hora de duro interrogatorio a los niños de los vecinos solamente sacamos en claro: a) que la mujer no tiene nombre de pila y nació llamándose Abuelita, y b) que si preguntas lo mismo durante una hora a un niño de cuatro años termina contándote una película surrealista o llorando, depende del día que tenga y la cara de asesino que le pongas) y sus amigas, y le corrieron literalmente a bolsazos. Teniendo en cuenta que entre todas deben sumar varios siglos y están achacosas perdidas ya tiene mérito que le alcanzaran. Luego llamaron a la policía local y los agentes consiguieron que Cristo prometiera ponerse alguna prenda para salir a la calle. Que ese algo fuera un calcetín y no se lo pusiera en un pie sino arropándole el pene era una cosa que nadie podía imaginar pero como la realidad supera siempre a la ficción (por más que el señor Avellana no lo crea y ponga en duda la veracidad de mis historias) fue así. Desde entonces Cristo se pasea ufanísimo por el pueblo con su calcetín peneano tan digno como si llevara un esmokin. Eso sí, se lo cambia todos los días, que Cristo es muy relimpio.

Pues andaba yo ayer hidratando los caparazones de las tortugas con aceite de oliva cuando oigo a mi hija:

- ¡Malhaya Peter Pan! –

Ya sé que está un poco feo y que no queda nada fino que maldiga pero el mes pasado se lo tiró jurando “por los güevos de San Tirso” y teniendo en cuenta que en una niña suena fatal casi prefiero que maldiga de forma literaria y le copie las expresiones al Capitán Garfio y no a los obreros de mi jardín (quienes están haciendo méritos para el apedreamiento, añado).

- El hombre desnudo está en la casa .
- No va desnudo.
- No, peor: lleva un calcetín rojo en el pepino.

Algún día conseguiré que mi hija deje de ser una castroja hablando pero de momento esto es todo lo que podemos sacarle. Salgo y efectivamente Cristo está en el jardín con sus alpargatas rojas, su calcetín del algodón rojo y un cestito colgado bajo el brazo en el que asoman unos tarritos y una botella. Como caperucita pero en versión “señor en bolas”, vaya. Por un momento amago una carcajada pero consigo contenerme aunque a costa de que la risa se me salga en forma de espumarajo por la boca. Me pone al día de los avances en cuanto a carburantes biológicos se refiere, intercambiamos recetas, me cotillea cuántos vecinos del pueblo echan toda la basura en la misma bolsa y no reciclan, me regala un frasco de mermelada de tomate, y antes de irse olisquea el aire, mira el cielo y me dice:

- Mañana va a cambiar el tiempo, que ha dicho El Corte Inglés que hay que sacar ya la ropa de otoño. Y mira, vamos a tener suerte, los colores de esta temporada son bien chulos. He oido que este año se lleva el naranja quemado.

Me deja pasmada. ¡O sea, va a cambiar el tiempo porque lo ha dicho El Corte Inglés! ¡Naranja quemado!

Esta mañana, cuando volvía de trabajar bajo unas nubes negras como mi alma que comenzaban a espurrear gotas por todos lados, he visto a Cristo que subía por el cauce del arroyo tan pincho. Y ni corto ni perezoso me ha pegado dos voces:

- ¡Ya he sacado la ropa de otoño, Gin!

Y me ha dado la risa. Llevaba katiuskas y en vez de calcetín un condón naranja.

miércoles, 19 de septiembre de 2007

Al de amarillo, que lo pillo

El herbolario me ha traido un puñado de hierbas tisaneras para los nervios. He experimentado sus efectos en el cartero y efectivamente son mano de santo.

Esta mañana, cuando estaba sumergida en una retahíla larguísima de Ooooooooooooms y me intentaba recomponer después de un rato de plegarme en unas posturas de yoga que hacía siglos que no efectuaba y que pienso olvidar piadosamente (que no están las chichas ya para tantos plegamientos), he oído unos gritos un tanto guturales en la calle. "Ni caso" pienso "mis señores trabajadores ya han roto todo lo rompible, no pueden estar metiéndose en ningún lío", y sigo con las neuronas vocalizando om todas juntas como un coro gregoriano.

Pero para que veáis cuán equivocados solemos estar en casi todos los órdenes de la vida, hete aquí que sí había algo que podían romper: el cartero. Y es que iba el cartero, laranlaranlarito, montado en su vespino, haciendo el repartito, cuando ha sido asaltado por un camión cubero (veamos, si las vacas que llevan leche son vacas lecheras, los camiones que llevan cubas para las obras serán camiones cuberos, elemental querido Watson) que "no le ha visto" (y eso que se los ve bien porque Correos me los viste de amarillo pollo, y la vespa también es amarillo pollo, y el morral de las cartas idem, que siempre pensé que valía la pena la humillación de parecer el primo grande de Piolín si eso les evitaba un atropellamiento) y ha estado a puntito a puntito de llevárselo por delante.

Bueno, más bien casi se lo lleva por detrás porque el camión no contento con ir por la vida arrollando al personal como Dios manda, ha tenido la chulería de querer atropellar al cartero dando marcha atrás. Que ya es difícil apuntar contra alguien con un camión dando marcha atrás en una calle empinada como los tajos del cañón del Colorado. Rugía el motor (más bien se quejaba) que daba pena.

Menos mal que los señores trabajadores tienen unos pulmones que ni yoni güeismuler, y se han lanzado a chillar como posesos en franca competencia con el motor y el del camión ha frenado, que si no nos quedamos sin cartero. Y sería penoso porque sólo pasa una vez a la semana. Así que le he preparado un pote de hierbas. Y funcionan, porque se ha quedado amodorrado en la silla, que hasta me daba pena despertarle, con su hilillo de babita plateada cayéndole por la comisura derecha de la boca. Traspuestito perdido estaba. Como que me ha costado un rato que se marchara dando bandazos calle abajo con la vespita amarilla. No sé qué habrá sido de él. Tendré que esperar a la semana que viene para saberlo. ¡Ay, qué sinvivir!

lunes, 17 de septiembre de 2007

Error

N'Koro se hurgó cuidadosamente los dientes con un palito y sonrió satisfecho. Ahora que no estaban, podía decir cuánto odiaba a aquellos despreciativos blancos. Eran tal altivos, tan orgullosos, tan mandones, tan ignorantes de la vida en la selva. Con esa manía de ir impecables, con sus botas y sus salacots blancos. Y siempre bebiendo aquel mejunje. Echó un vistazo al campamento. Aun quedaba una taza llena de aquella bebida. La cogió. El líquido seguía caliente. N'Koro bebió y al momento se arrepintió de haberse comido a todos los exploradores. Ya nunca sabría cómo se prepara un buen té.

domingo, 16 de septiembre de 2007

El Hoggar

Conduzco despacio intentando esquivar los baches para evitar molestias a Chenani. De cuando en cuando no puedo evitar coger alguno y entonces se sujeta el brazo sin descomponer el gesto ni emitir ningún gemido.

En el hospital de Tamanrasset nos dijeron ayer que las quemaduras curarán pronto pero que durante unos días le dolerán y tendrá que tener cuidado para que no se le infecten. El hospital está atendido por monjas francesas y la dotación médica es tan escasa que durante la semana que ha estado ingresado a Chenani solamente le ha visto un médico en dos ocasiones: cuando ingresó y ayer noche, cuando le dieron el alta. Anoche el médico estaba visiblemente cansado y respondió tan escuetamente a mis preguntas que cuando se marchó la hermana Marie vino rápidamente a hablar conmigo.

La hermana me ofreció una taza de café y me insinuó la posibilidad de aplazar nuestro viaje unos días, al menos hasta que las quemaduras de Chenani cicatrizaran un poco. Negué con la cabeza y ella asintió también sin decir nada. Ambas sabemos. Para un targui del desierto ya ha sido bastante humillante pasar una semana encerrado en el hospital. No podemos retenerle más. Nadie ni nada podría hacerlo.

Esta mañana, al despedirnos, la hermana me ha dado un paquetito de forma un tanto clandestina. Vendas, desinfectante, esparadrapo, gasas… lo necesario para hacerle a Chenani las curas diarias, tal como ella misma me ha enseñado estos días.
Antes de salir hacia Djanet llamo a Serguei para que hable con Chenani. Hace tiempo que son amigos y gracias a Serguei he podido contar con Chenani como guía en el Hoggar. Me alejo discretamente y no sé qué se dicen, pero cuando Chenani me devuelve el teléfono, Serguei solamente me desea que disfrute el viaje. Ni recomendaciones ni frases de alarma. Eso me tranquiliza.

Avanzamos despacio y en silencio. Chenani me va señalando el camino con la mano y me dice dónde y cuándo parar. Cuando empieza a anochecer nos detenemos y monto una tienda bajo las órdenes y la supervisión de Chenani. Sé lo humillante que debe resultarle no poder hacer nada, depender de una mujer, europea además, pero no hace comentario alguno. Después de cenar, delante de un té fuerte y azucarado, y mientras le limpio las quemaduras y le cambio los vendajes, le pregunto por el Tassili N’ajjer, el destino de nuestro viaje.

Empieza dándome respuestas cortas y poco a poco se va extendiendo. Me habla del Hoggar, de las montañas, y de las pinturas antiguas, me las describe, me relata la vida de los diferentes pueblos que han pasado por allí, habla de la vida de su pueblo, de la belleza y la dureza de la vida en el desierto, de los vientos, de la sensación de recorrer la tierra montado en su mehari, de su familia, y de la necesidad de mantener las raíces. Le escucho sin decir nada, llenando constantemente los vasos de té, y cuando termina me mira y es otro. Sonríe por primera vez. Nos sonreímos en silencio escuchando el viento.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Irán

Cuando ve que el agua hierve, deja caer el Kalashnikov y se acuclilla. Canturrea mientras echa el azúcar en los jarrillos de lata, y espera pacientemente a que las hierbas se asienten y el agua se vuelva oscura, olorosa, indescriptible. Vierte la infusión con cuidado y me desata las manos para que pueda beberme el té, fuerte y azucarado. Me tiende el jarro sin decir nada y bebemos despacio mirándonos a los ojos. Y se me hace un nudo en la garganta al recordar las palabras de mi abuela: “cuando un hombre bebe té, se convierte en un caballero”.

lunes, 10 de septiembre de 2007

La tierra es plana

Diego Ríos forzó la vista. Ríos era, según la marinería, el mejor vigía de la flota, el que distinguía un paíno en el aire antes incluso de que alzara el vuelo. Más que ver, presentía. Pero ahora ni él era capaz de adivinar qué habría tras esa misteriosa corriente que les arrastraba, qué encontrarían más allá de un horizonte cuya línea, extrañamente clara, era cada vez más próxima, como si delimitara el fin del mundo. Antes de que se precipitaran aguas abajo, el capitán tuvo tiempo de escribir en el diario de a bordo: "cierto: la tierra es plana".

viernes, 7 de septiembre de 2007

¡Se acabaron los animales!

Bueno, vale, son muy graciosos y normalmente me gustan, pero empiezo a estar un poco harta de bichos. Después del episodio del rescate de las cabras, me estaba tomando una cerveza con los albañiles cuando llega el vecino cazador.

- Gin, que si te gustaron los conejos.

Yo omití el hecho de que ya estuvieran convenientemente enterraditos en el congelador y dije que sí, claro, que los vegetarianos disfrutamos especialmente despellejando y comiendo conejo. Y él, dando pruebas de que es de la misma raza que mi suegra y no me escucha cuando hablo, se da la vuelta y me dice:

- Pues mira qué bien porque te he traido tres; por si viene tu familia lo que queda de verano, que les convides.

Vaya por Dios. Y encima estos venían sin congelar ni nada, o sea, los tres conejos muertos y lacios por todos lados. Se fue dejándome de piedra y con los tres conejos grises (también de piedra, pero un poco blanda, digamos de arcilla) en las manos. El capataz de mi obra, que también es cazador, me empezó a aconsejar muy dispuesto él sobre la mejor manera de despellejarlos. Salí de mi petrificación para decirle con voz levemente helada que o se callaba o le daba con los conejos en la cara. Debió notar que no era el momento, porque se calló y todo. Así que coloqué los conejos en el congelador, junto con los otros, esta vez boca abajo desde el principio, que la otra vez los puse boca arriba y mis hijas gritaban cuando abrían el congelador. Yo no sé por qué es menos impresionante ver un conejo de culo que de cara pero después de varias sesiones de gritos ha quedado constatado que lo es. Cualquier día me harto y los sepulto a todos. Ya imagino a los arqueólogos del futuro intrigadísimos intentando averiguar la razón de ese enterramiento conejil colectivo. Jejeje... que piensen.

Al rato, y en medio de la tercera cervecita, llaman a la verja y me encuentro a Paco, el de los bichos, que venía a darme las gracias por haber ayudado a recuperarlos y haber evitado la cárcel a Federico.

- Nada, Paco, hombre, qué menos, anda tómate una cervecita con nosotros.
- Vale, vale, pero espera, que te he traido de regalo una chivita.

Y se baja a la furgoneta dejándome preocupada pensando que a este paso tendré que comprarme un congelador industrial. Pero no, señores, de congelador nada, porque Paco subió al momento trayendo en los brazos ¡¡¡un chivito vivo!!! O sea, vivo, vivo, pero vivo de verdad.

El hombre estaba tan ilusionado que no dije nada pero mi cara debió ser... no sé cómo y prefiero no imaginarlo, pero algo debió ser porque los albañiles empezaron a descojonarse discretamente. Bueno, discretamente al principio porque cuando Paco me colocó el chivito en brazos aquello era ya un jolgorio incontrolado. Y yo seguía petrificada por segunda vez en el día (todo lo petrificada que se puede estar con un chivo gimoteante en brazos) intentando explicar a Paco que era un regalo estupendo pero que casi mejor que lo dejábamos, cuando llegaron mis hijas. Se pueden imaginar. Encantadas con el chivo, claro, que cuando dije que Paco se lo llevaba otra vez se pusieron a gemir haciendo la competencia al bicho. Y los perros, desconcertados pero solidarios que son, también. Entre los bichos gimiendo y los albañiles a carcajada limpia, aquello parecía una película de los Hermanos Marx.

Al final Paco se fue y Calixto (adivinen.... muy bien! es el chivito) se quedó, pero atado, claro, que al principio le dejé suelto y, aparte de que me seguía por el jardín y balaba para que le dejara entrar en la casa, se comió una colada de trapos de limpiar que tenía tendida.

Y lo peor es que, como los niños tienen vacaciones en el cole, el fin de semana tendré el jardín lleno porque los amigos de mis hijas quieren jugar con Calixto.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Una mañana tranquila

Hoy he librado a Federico de dormir en la cárcel. Claro que tampoco sé dónde le habrían podido meter porque celdas acondicionadas para él en el pueblo, que yo recuerde, no hay ninguna. De todos modos, mejor que le hayan indultado. Tampoco ha sido culpa suya.

Esta mañana, cuando volvía de pasear a los perros, he oido un ruido extraño en el corral de Paco. Paco es un vecino que poco a poco se ha ido construyendo extraños adosados de bloques, cañas, paja, tejas, madera, etc. para albergar a sus animales. Como tiene el chiringuito casi al final de la cañada no molesta a nadie. Pues eso, que esta mañana escucho un ruido seco y al ratito veo pasar los cinco caballos negros de Paco galopando por la cañada. Bonito, muy bonito, sí, era como una de esas imágenes idílicas que salen en las películas, los caballos con las crines al viento, galopando armoniosamente por el lecho de la torrentera camino de la playa. Claro, lo disarmónico era la corte que galopaba detrás de ellos, porque las cerca de 40 cabras de la Axarquía de Paco seguían a los caballos sin dejar de balar (las cabras balan, ¿verdad?) y de esparcir cagarrutas negras por todos lados. Detrás de las cabras el burrito Federico galopaba todo lo gallardamente que podía, afortunadamente en silencio. Al principio Federico corría seguido por unas cuantas gallinas y unos pollos de corral, pero como las aves son unas flojas se han cansado pronto y se han puesto a picotear el suelo. Los perros de Paco, por supuesto, se han quedado en la granjita ladrando como posesos pero desde el corral como los cobardes orejones que son.

Al ver correr a caballos, cabras y burro hacia la playa he pensado "yo no me lo pierdo", y después de meter a mis perros en el jardín les he seguido mientras llamaba por el móvil a Pelayo, un veterinario (asturiano, ¿a que con ese nombre lo habían adivinado?) especializado en ganado que vive cerca. Los animales han llegado a la playa (milagrosamente vacía, menos mal), se han pegado unas carreritas de un lado para otro y luego se han parado, agotados de la emoción, supongo. Yo les miraba desde el paseo sin mover un dedo, que eran muchos para mi (animales, no dedos, claro).

Pelayo ha llegado en seguida y cuando me ha visto ha gritado "¡Gin, que no beban agua de mar!" y no he tenido más remedio que galopar yo misma por la playa intentando sacar a las cabras, que como son más tontas que los caballos, se lanzaban como unas locuelas hacia el agua, a beber supongo, que no creo que corrieran hacia allí solamente por joder. No sé si han probado alguna vez a correr por la playa pisoteando cagarrutas y persiguiendo cabras; si no lo han hecho nunca no lo hagan; se lo recomiendo porque en el fondo soy buena persona.

Y en ésas estábamos, espantando cabras, cuando han llegado un todoterreno de la Guardia Civil y un camión, y los guardias se han puesto a correr en sentido contrario al de las cabras, demostrando que si los bichos son tontas ellos tampoco se quedan atrás. Total, las cabras alocadas perdidas balando como posesas, Pelayo y yo muertos de risa y el cabo Domínguez Pérez que nos grita con la respiración entrecortada por el esfuerzo: "cagontó, se dejen de reir o les entrullo. ¡Chulos, incompetentes!". El cabo Domínguez Pérez juega al mus con nosotros muchos sábados pero amigos, él se pone un uniforme y como que se transfigura, es como si el uniforme le chupara la personalidad, y entonces no conoce ni a su padre.

Al ratillo, entre Domínguez Pérez y El Panoli (su compa) han conseguido meter los caballos y las cabras en el camioncito, el cual ha arrancado en cuanto han cerrado el portón. Y entonces se han dado cuenta de que Federico seguía en la playa. Federico es muy bueno pero tiene su genio, y cuando Domínguez Pérez y El Panoli han intentado cogerle ha echado a correr. Y hala, otra vez venga a hacer carreras playa arriba, playa abajo, que yo no sé quién llevaba un trotecillo más gorrinero, si el burrillo o los guardias.

Al final, y para que vean que no soy nada mala, he silbado y he llamado a Federico, que me conoce y me deja que le acaricie las orejas, y Federico ha venido yo creo que aliviado por encontrar a alguien que no le corriera detrás. No les cuento el cabreo de Domínguez Pérez con Federico y conmigo (va y dice que sabiendo cómo parar al burrito les he tenido media hora corriendo. Este hombre no tiene fondo físico, si sólo han sido diez minutos), tanto que pretendía llevarse a Federico trotando en paralelo al todoterreno agarradito con una cuerda. A mí me habría gustado verlo, la verdad, porque a ver cuándo vamos a ver algo así, pero le he dicho a Domínguez Pérez que Federico era el que llevaba a Baltasar en la cabalgata de Reyes del pueblo y que como lo lastimara le contaba a los niños que había sido él (otro día les contaré la que se armó hace dos años cuando en la cabalgata del pueblo tiraron caramelos de cuba-libre, güisqui, y brandy, todos de marca, eso sí: Bacardi, Dyc, y Carlos III), y ha entrado a por uvas, así que al final Pelayo y yo nos hemos llevado a Federico a casa (la mía, que Paco no estaba y las verjas de los corrales estaban descuajeringadas).

Al final de la tarde no quería marcharse con Paco. Y es que creo que los albañiles que siguen con la obra del jardín (¿recuerdan? son ya nueve meses de obra) le han malcriado un poco. Qué tranquila la vida en el pueblo, eh?

miércoles, 5 de septiembre de 2007

El pollo Ramón

Como los señores trabajadores sigan así, no respondo de mis actos. Esta misma mañana:

- Zeñora, que si tiramoh ehto no paza ná, ¿verdá?

Y yo, sin mirar mucho, porque total, ya me han matado los árboles, han cegado el estanque y han derribado la caseta de los perros y la de las herramientas, digo:

- Con cuidadito.

Acto seguido se oye un estruendo que en ese momento me ha llamado por teléfono mi madre desde Madrid y yo he pensado "claro, si lo ha tenido que oir, la pobre se habrá asustado y todo". Salgo y veo que han tirado la balaustrada de la terraza a la calle. Casi tres metros de caída libre. El ruido ha sido pues... ruido, para qué detallar.

- ¡Pero hombre! ¿La balaustrada?
- Zi no paza ná, aluego te la ponemoh.

Y hala, ahí les dejo más contentos que la mar hasta que vienen a llamarme otra vez.

- Que mireh lo que hemozesho.

Me santigüo y miro.

- Pero... pero... ¿el muro que nos separa de los vecinos? ¿por qué? ¡Si estaba ahí la mar de bien!
- Ya, morena, pero le he dao un culazo con la máquina y lo he roto una mijita.

O sea, ha sido un culazo de 2.500 kilos. Claro, no es como si se lo diera yo, incluso con este culo que tengo, que sería el delirio de Botero. Imagino que el muro habrá visto venir a Iván y se habrá caído del susto incluso antes de que le amenazara con la trasera de la excavadora. La verdad es que no le culpo, yo habría hecho lo mismo, tirarme en plancha. A mi se me ha puesto la gallina en piel, como dice Robinson. Si siguen así yo tendré gallina en piel pero ellos acabarán como el pollo Ramón.

PD.- curiosos interesados en el pollo Ramón, que busquen un ángel travieso y le pregunten, que es cosa suya.

martes, 4 de septiembre de 2007

Garrido

Garrido era una leyenda en el tercio. Pequeño y flaco, lucía en el brazo un "Amor de madre" y en el pecho a Jesús Cautivo. Andaba siempre amorrado a una petaquita que suponíamos llena de ginebra, y olía a chocolate que daba gloria. Callado sin resultar hostil, emanaba peligro. Como decía Nadal, "poco cuerpo para tanta mala leche". Nadal era un chulo y un bocas y una noche le birló la petaquita y se echó un buche. Soltó una risotada: "¡Coño, té de jazmín! ¡Será maricona!". Garrido no dijo nada. La mañana siguiente encontramos a Nadal descalabrado en las duchas.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Agrigento

Los días buenos, cuando no hay niebla, se puede ver la costa tunecina desde Porto Empedocle. A lo lejos, claro. Es una mancha imperceptible según algunos; según otros un perfil bastante definido. Si la posibilidad de ver o no la costa depende de la meteorología, la opción de verla claramente o de forma borrosa está en función no sólo de la vista de cada uno sino del ánimo del momento, de la voluntad de verla de una manera o de otra. La mayor parte de los días yo veo la costa tan cercana, tan clara que hasta puedo imaginar los pueblos que se asoman al mar desde las montañas. Massimo nunca ve nada más que sombras difuminadas sobre el agua. Umberto lo ve todo tan claro que no es que imagine los pueblos, es que hasta te describe los colores de las casas.

Hemos ido un par de veces a Racalmuto. Puede que sea porque el primer día que vamos está oscuro, amenazando lluvia, pero el pueblo me parece gris y triste, con esa tristeza de las cosas gastadas. No hay un alma por las calles. En las puertas de las casas, hojas de papel con el nombre de los difuntos de cada familia. Dos mujeres salen de una de las casas, al final de la calle. Al principio son dos manchas oscuras. Cuando se acercan vemos que efectivamente son manchas oscuras; van vestidas enteramente de negro, desde el pañuelo de la cabeza que les cubre también la cara, hasta las zapatillas de paño de lana que llevan sobre las medias. Al pasar dejan olor a humedad y me estremezco. Tropiezo con la estatua de Sciascia y le pido disculpas; cuando me doy cuenta de que no es una persona en lugar de reirme por la confusión, me da vergüenza. Entramos en una pastelería y compramos unos dulces que Umberto llama "huesos de los muertos". A pesar del nombre los comemos con algo de ansiedad, como si la pasta de almendra y azúcar, blanca, luminosa y dulce, fuera un antídoto contra la oscuridad y la pena de este sitio. Cuando terminamos Umberto sonríe y me jura que todo es efecto de las nubes y la lluvia, y que Racalmuto es un pueblo lleno de encanto y sabor. Le miro con escepticismo. Ni siquiera soy capaz de apreciar la vista de “La noce” en lo que vale.

(Cuando dos días más tarde regresamos a Racalmuto me sorprende la transformación. Es un día radiante y el pueblo ha dejado de ser un lugar lóbrego para convertirse en un sitio cálido, luminoso y acogedor. Incluso las viejas, que sospecho que son las mismas del otro día, me parecen menos tristes, a pesar de que van, igualmente, vestidas de negro de la cabeza a los pies. Caminamos por senderos pintorescos, aparentemente sin rumbo, y me quedo sin habla cuando llegamos a “La noce”. Miro a Umberto entusiasmada, y ríe a carcajadas.)

Volvemos a Agrigento. Llueve y las calles también están oscuras pero no me parecen siniestras ni tristes; quizá es porque todavía tengo los ojos llenos de los colores y la luz de ayer y me resisto a cubrir de gris los almendros, los templos, y los campos de color verde. Tras un trayecto silencioso en coche, Umberto me deja en el hotel; sabe que voy a cenar con Massimo y muestra su desagrado de todas las maneras posibles. Repasamos la agenda para mañana y se marcha con aire de rey ofendido. Sabe que no tengo nada con Massimo (ni con él mismo) pero no puede evitarlo, es siciliano hasta la médula, está en su naturaleza. Suspiro. Sé que después Massimo me montará el mismo numerito respecto a Umberto.

Massimo me recoge. Me trae un cestillo con frutas de pasta de almendra. Son tan perfectas que me da pena comérmelas, pero me meto una cereza en la boca. El mazapán es dulce y fresco, está recién hecho. Tenemos una recepción en la carpa oficial y luego una cena. En la carpa se expone una maqueta de cuatro metros cuadrados del Valle de los Templos hecha con pasta de almendra. Es una reproducción perfecta. Massimo me explica que los artesanos locales se esmeran todos los años para la exposición de la fiesta de “Il mandarlo in fiore” pero que este año se han superado. Nos recogemos tarde, con la sensación de habernos ahogado en distintos vinos de olores y sabores afrutados.

La mañana siguiente, antes de amanecer, recorro el valle con un Umberto silencioso que a pesar del enfado no puede evitar su eficacia y me lleva a los lugares más adecuados a esta luz. Fotografío los almendros y repentinamente me doy la vuelta y disparo varias veces capturando sus gestos, primero de sorpresa, luego de enfado, y finalmente de risa. Relajados, vemos amanecer y cuando he conseguido lo que quería bajamos al pueblo a desayunar. Vamos a un local en Via Atenea y pedimos café y bollos recién hechos. El café es fuerte, reconfortante. Mientras desayunamos vemos despertar el pueblo. Uno a uno van abriendo los comercios, las mujeres salen de las casas a comprar pan y paran a saludarse y comentar el tiempo. Los repartidores toman las aceras. La calle se va llenando de actividad, y me doy cuenta de que hace rato que me siento en casa.