martes, 26 de febrero de 2008

La Cabina

A mi madre siempre le han gustado lo que aquí llaman las "películas de susto" (el realidad dicen “zuto), y cuando más miedo mejor. No le dan ni miedo ni susto ni nada, al contrario, se pone como más contenta. Rara, rara. A mi padre en cambio no le gustan ni un pelo. Él está muy bien enseñado: si una película es de miedo él se caga vivo, como debe ser. Nosotras nos hemos saltado todas las leyes de Mendel, y en lugar de ser guisantes verde o amarillo hemos salido una especie de cruce a cuadritos tipo Burberry, con lo que las películas de terror nos dan un miedo espantoso pero disfrutamos como locas. Pero locas del todo, vaya, que recuerdo una noche de invierno que fuimos B1 y yo a ver "Lo que la verdad esconde" en sesión golfa entre semana, y gritamos como poseídas cada vez que salía el fantasma, o se cerraba una inocente puerta, que ya puestas aprovechamos y vaciamos los pulmones cada vez que nos dio la gana. Total, en el cine solamente había otra persona más, y cuando vio que no nos cortábamos ni medio pelo se puso también a dar alaridos. Del trayecto de vuelta a la casa, con esas calles oscuras y vacías, no voy a contar nada porque todavía me da la risa cada vez que me acuerdo.

Además a mí con este tipo de películas me debe pasar como con los chistes, que me los cuentan, y si me los repiten a la media hora me río otra vez porque se me olvidan. Y si son de Lepe se me olvidan antes. Pues con las películas de miedo me pasa algo parecido, que aunque las haya visto me acojonan igual que la primera vez. Como que después de haber visto “Lo que la verdad esconde” con B1 en el cine intenté verla en la televisión unas cuatro veces (bendito canal satélite digital) y no hubo manera. Yo creo que era incluso peor que la primera vez porque estaba todo el tiempo esperando que apareciera la muerta y eso y claro, daba unos repullos en el sofá que al final tuve que apagar la televisión y subir corriendo a acostarme con tal miedo que ni me miré en el espejo mientras me lavaba los dientes por si se me aparecía algún fantasma (mejor, porque debía tener la cara hasta desencajada y si me llego a mirar me habría asustado más que si se me hubiera aparecido el pantojito pidiéndome fuego).

Y por si fuera poco yo para el cine de miedo tengo la manga tan ancha que ríanse ustedes de los kimonos. Para mí en el cine de susto cabe todo. Y cuando digo todo me refiero a todo, desde Shin Chan (siempre me acuerdo de la sobrina de un amigo que cuando veía esos dibujos en la tele lloraba espantadita perdida y decía “Chin Chan no, Chin Chan no” echando tantas lágrimas que daba pena la pobre) a La casa de la pradera, pasando por los desmanes de Chuky (uf, después de Chuky no volví a mirar igual a los gusiluces) y algunas emisiones de Cine de Barrio. El otro día, por ejemplo, pusieron “Los pájaros” y cuando acabó Madagascar dijo que aquello no era película de susto ni nada. “Hombre” le dije yo toda ofendida porque a mí sí me lo parecía, “a ti no te dan miedo porque tú tienes la cabeza llena de pajaritos y estás acostumbrada a tratarlos”. “Pero si se ve todo falsísimo”. Claro, Kenya, que se ha criado con los parques jurásicos en pleno, no admite plástico en ningún monstruo que se precie. Y es que a estos niños es difícil asustarles. Con el miedo que me dio a mi “King Kong” (ojo, que hablo de la versión de 1933, la de Merian C. Cooper, que la volví a ver hace poco y los dinosaurios cantaban a goma que parecía aquello La Travista) y la risa que les dio a ellas. Aunque también lo entiendo.

Yo, por ejemplo, no me asusté con “La cabina” hasta hace unos días. Y no porque la viera sino porque la sufrí en mis chichas morenas. Bueno, algo parecido. No se trataba de una cabina telefónica sino la cabina del aseo de señoras de una delegación de la Junta. Pensándolo después debió ser cosa del karma ése porque quince minutos antes me había dedicado a reirme de lo lindo mirando a la Delegada Provincial que se había quedado encerrada en el ascensor y no paraba de subir y bajar, y como era uno de esos ascensores con paredes transparentes todo el mundo podía verla allí encerradita, con cara de sota, esperando que el técnico de mantenimiento abriera. Así que tuvo que ser el karma, por mala, que yo reirme me reí poco pero hice los comentarios más cáusticos de todos. Total, que entré en el aseo, eché el pestillo, encantada de la amplitud (a ver, era el de minusválidas, no iba a ser grande) y la limpieza, y me dediqué a mis cosas. Y por supuesto, pasó lo que pasó, que cuando quise salir el pestillo dijo que no. Intenté de todo, desde dar empujones al más puro estilo clinisgud (jo, qué daño en el hombro, poramordeDios) hasta hurgar con una horquilla del pelo, que es algo que me pasma desde que una vez vi a una amiga en Orcasitas abrir un coche por ese procedimiento (nada más para demostrarme que se podía, no vayan a pensar mal; también se ofreció a enseñarme a hacer un puente y le dije que muchas gracias que eso ya sabía hacerlo y que mejor nos fuéramos corriendo no nos fueran a pillar como dos chorizas cualquiera) pero nada, aquello no se abría así que opté por sentarme a esperar. Total, los servicios de mujeres siempre están llenos así que seguro que no tendría que esperar mucho para que apareciera alguien. Y mis comentarios sobre el ascensor debían haber sido demasiado malévolos porque el karma decidió castigarme con una ausencia tan prolongada de meonas que empecé a preocuparme. Y más cuando miré el reloj y ví que estaban a punto de cerrar el edificio.
En esto entraron dos señoras. Por la voz debían ser mayores. Venían hablando de achaques, análisis de sangre, y demás. Yo iba a empezar a gritarles pero me parecía mal interrumpir así que esperé a que hubiera un clarito en la conversación.

- Pues mañana tenemos cita en el centro de salú para hacernos los análisis para el sintrón.
- ¡Aaaaaay, el sintrón! ¡Fatal que está mi Manolo del sintrón! Echaíto a perder que lo tiene.
- Pues Conchi, que se lo mire, que eso es mú malísimo.

Yo reconozco que, dada mi situación en esos momentos, debía haberme callado pero no pude. La carcajada me salió del alma.

- Cucha, qué maleducada, ésa se está riendo de nosotras- dijo una de ellas (la Conchi), con toda la razón del mundo.

- Perdonen señoras, pero me he quedado encerrada. ¿Podrían avisar a alguien para que vengar a abrirme?
- Sí, anda, que tú te estabas riendo de nosotras, guapa.
- Que nooooooo, de verdad, que me reía de mis cosas.
- ………
- De verdad, por favor, avisen a alguien, que llevo ya un rato aquí.

Las oí cuchichear en un tonillo indignado que me dio mala espina.

- Señoras, por favor, avisen a alguien.
- …
- ¡Señoras!

La puerta del aseo acababa de cerrarse. Cogí el móvil y marqué.

- Hola, Gin, rápido que no puedo hablar, que tengo una rueda de prensa en cinco minutos.
- Jose, que me he quedado encerrada en un lavabo y no puedo salir.
- ¿Y qué quieres, que deje la rueda de prensa, vaya para allá,y te abra?
- No, mujer, que llames a la Delegación y le digas al de centralita que manden a alguien para abrir.
- Mira, Ginebra, que no me da tiempo, que te he dicho que tengo una rueda de prensa y tengo esto llenito de periodistas.
- Vale, vale, pues la próxima vez que no sepas dónde has aparcado el coche en el carrefour y te dé un ataque de nervios no me llames a mi para buscarlo como si fuera Garbancito.

Jose se quedó callada medio nanosegundo.

- Bueno, lo intento, pero no sé si voy a poder, eh, tú búscate la vida. Beso.

Y me colgó sin más. Luego llamé a JB. Se descojonó un poco y prometió que llamaría a la Delegación. Y mientras pasaban los minutos. Y llamé a Kenya para que avisara. Y yo llevaba ya un rato acordándome de José Luis López Vázquez en “La cabina”. Y se me despertó el lado dramático. Y luego me dio la risa. Y cuando estaba riéndome más escuché una voz que me decía que me apartara que iban a tirar la puerta, cosa que hicieron en dos minutos. Cuando salí aquello parecía una fiesta: dos conserjes, el telefonista, el guardia de seguridad de la Delegación (con la porra en alto esperando que saliera del aseo qué sé yo qué), y el técnico de mantenimiento. Sólo faltaban los bomberos y Protección Civil. Lo comenté en voz alta.

- Pues han estado a punto de venir- dijo el telefonista –Porque han llamado diciendo que alguien les había avisado (la Jose, es que es un poco exagerada), pero les he dicho que no hacía falta. Reconozco que ahí hemos pensado que era una broma. También han llamado un señor y una señorita, y he pensado que seguían con la broma pero mire, luego han llamado dos señoras mayores que han dicho que no hacía falta que nos diéramos mucha prisa, que se lo tenía usted merecido, y fíjese, eso me ha mosqueado y he pensado que igual sí pasaba algo.

Todavía estoy intentando descifrar el código adecuado para conseguir auxilio en estos casos.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Camino del Estrecho

El bar está junto a la carretera general. No es gran cosa pero tiene aire acondicionado y en pleno verano eso se agradece. Lo atiende un matrimonio. De momento somos los únicos clientes. Vamos a pasar el día en Gibraltar y hemos parado porque a Kenya le toca mamar. Dejo la sillita de la niña sobre la mesa y me voy abriendo la blusa. La mujer del bar se acerca a mirarla y hace los cumplidos y comentarios de rigor. Antes me molestaba un poco, ahora estoy acostumbrada. “Tiene dos meses... sí, es muy chiquitina porque es prematura... sí, una muñeca, gracias... sí, ya lo ve, es muy tranquila... no, no llora nunca”. Mientras, JB pide una botella de agua en la barra. “Ciento quince pesetas”. El hombre dice el precio sin mirar a JB a la cara. Todos, ellos y nosotros, somos conscientes de que es abusivo, pero no tenemos más opción. Entonces entran más clientes y la dueña del bar vuelve a meterse tras la barra. Es una familia de siete personas. Van camino de Algeciras, para pasar el Estrecho. Viajan en un mercedes tan viejo y tan cargado que parece el dibujo de un tebeo. Tienen cuatro niños de edades comprendidas entre dos y ocho años. Ella tiene mi edad y lleva, además, en brazos a un bebé que tendrá un par de meses más que Kenya. Se sienta en la mesa de al lado, me mira y sonríe levemente. Yo hago lo mismo. Él se acerca, rodeado de niños, a la barra y pregunta el precio de las botellas de agua. “Trescientas pesetas”. El dueño del bar lo dice mirándole desafiante. El nuevo cliente duda, cuenta el dinero, y pide una sola botella. Sale fuera con los chiquillos, que se arremolinan alrededor para beber. Ella acerca su bebé al pecho, tan tapado que hay que saber muy bien lo que está haciendo para darse cuenta. El dueño del bar la mira y se pone hecho un energúmeno. Le grita que salga, que “esas cosas” se hacen fuera, en la calle, que su bar no es un sitio de mala muerte para que “una mora muerta de hambre se saque las tetas”. Ella sale inmediatamente, sin decir nada, sin descomponer el gesto. JB y yo nos miramos imperceptiblemente. Yo recojo la bolsa y la niña y salgo tras ella. Está sentada a la sombra mirando a los niños, que juegan a perseguirse alrededor del coche. Me siento a su lado, tan avergonzada por el comportamiento del dueño del bar que no me atrevo ni a mirarla, y continúo dando de mamar a Kenya. Pocos minutos después JB sale con varias botellas de agua, y se sienta junto a nosotras. Cuando nos vamos les dejamos todas las botellas.

lunes, 18 de febrero de 2008

Sabores del mundo

Yo no soy muy de traerme trabajo a casa. De cuando en cuando algo cae, o porque la fecha de entrega se me eche encima, o porque así, parapetándome tras la excusa de que tengo que trabajar, puedo encerrarme durante horas sin que nadie me moleste. JB sí es más de traerse trabajo. No es que me moleste. Hombre, si trabajara quitando tripas a los pescados, o capando cerdos, por ejemplo, pues sí, le montaría un pollo que temblaría el misterio cada vez que viniera con trabajo a casa. Pero como lo que se trae son guiris, y nos divierten bastante, le perdono el trabajo extra que me suele suponer su visita. Porque siempre los trae a comer o a cenar, claro.

La semana pasada me dijo que tenía tres japoneses muy majos y que si se los traía a cenar. Y dicho y hecho, el viernes por la noche fue a buscarlos a la ciudad y se presentó con ellos en casa. Nada más entrar en el jardín se deshicieron en reverencias. Al principio era muy divertido porque parecía que tenían un muellecito en la cintura y no paraban de doblarse. Ellos hacían una reverencia, nosotros otra, ellos correspondían, nosotros (desconcertadísimos) hacíamos lo propio, y así hasta que entre dientes le pregunté a JB cómo se paraba aquello y él me dijo que no hiciéramos más reverencias. Mano de santo. Fue parar y ellos hacer lo mismo. Un descanso total, vaya.

Una de las cosas que más nos gustan son los regalos que traen los guiris a casa. Entiéndanme, no es por los regalos en sí sino porque son lo más curioso del mundo mundial. Una vez unos holandeses trajeron dos cajas de cerveza, y hace dos meses una holandesa y una danesa nos trajeron una bolsita con bulbos de tulipán y un paquetito que nos entregaron excitadísimas y que cuando lo abrimos vimos sorprendidísimos que contenía dos tabletas de turrón, El Lobo para más señas. Las chicas nos explicaron que era la primera vez que habían comido aquello y que les parecía un manjar de lo más exótico. Claro que la palma se la llevó una sueca que nos trajo como regalo, primorosamente envuelto, un cortaquesos, y nos dijo que era el mismo cortaquesos que usaba su familia en Suecia, que lo había visto en una ferretería y no había podido resistir la tentación de llevarnos algo muy suyo. Lo que no nos explicó fue por qué, además del cortaquesos, nos había traído media docena de pañitos de cocina blancos y con un estampado de cerecitas bonísimas que se fueron por el desagüe de la lavadora al primer lavado con lejía blanca. Para mí que los paños de cocina eran para ella misma, que se le había olvidado sacarlos de la bolsa y que cuando los desenvolví les hice tantas fiestas (María Guerrero parezco yo a veces) que parecía que nos hubiera traído un jamón de pata negra, y claro, la chiquilla no se atrevió a pedírmelos.

Después de la tanda de reverencias los japoneses nos entregaron, con mucha ceremonia, un tetra brick (como lo oyen) de dos litros de sake, y un paquetito de galletas. Lo del sake lo interpretamos a la primera, además de porque ellos dijeron sake y lo señalaron así como treinta veces, porque en el cartoncito venía en japonés y en inglés. Un detalle. Podían haber hecho lo mismo con las galletas, que sólo tenían letras en japonés, de esas que parecen casitas, y nos enteramos de lo que era porque Izumi, una de las japonesas, dijo lacónicamente “esto galleta”. Tuvimos otro intercambio de reverencias y huí a la cocina a ver si ponía en orden el cerebro, que como no lo tengo acostumbrado a semejante subeybaja amenazaba con salirse por la cuenca de un ojo o por uno de los boquetes de la nariz. JB y los niños se encargaron de enseñarles la casa y los nipos se dedicaron a admirar absolutamente todo emitiendo unos sonidos guturales a modo de cruce entre gruñido e intento de sacarse un gargajo de la garganta. JB ya nos había avisado de que eso lo hacen mucho, pero todas sus escenificaciones, siendo buenísimas, no nos habían preparado para aquello.
Yo les escuchaba desde la cocina, muerta de risa, y de pronto entró Madagascar corriendo.

- Oye, que los chinos están haciendo fotos a todo.
- No son chinos, que son japoneses, y déjales que hagan fotos, si eso es lo que hacen los japoneses, mujer: fotos.
- Ya, pero es que están haciendo fotos a los muebles, a los cuadros, a los cajones del aparador, y hasta a tu foto en bolas.

Aquello me pareció un poco exagerado así que fui a mirar. Efectivamente, en ese momento Kasuko, otra de las japonesas, se dedicaba a capturar con su cámara la única fotografía que tenemos puesta en un marco, que no es otra que una foto mía desnuda y luciendo la barriga correspondiente al noveno mes de embarazo de Kenya. Puse una mano delante.

- Mira, Kasuko, ven, que Madagascar te va a enseñar sus muñecas.

Madagascar se resistió un poco porque hace años que no juega con muñecas pero accedió a exhibir todas sus Bratz. Mientras, escuché la vocecita penetrante de Bruno.

- ¡A los perros los dejas, que no se comen!

Hitaro le miraba sin comprender por qué aquel pequeñazo le gritaba sin ningún miramiento mientras agarraba a los perros por los collares. Kenya se acercó al niño por detrás y le susurró:

- Los japoneses no comen perro, eso lo hacen los chinos. Los japoneses comen tortuga.

Bruno escuchó aquello y salió pitando a poner las tortugas a buen recaudo ante el pasmo de Hitaro, quien quedó bajo la tutela de una Kenya que enseñaba tanto los dientes en su empeño por mostrar una sonrisa amistosa que más bien resultaba algo amenazadora.

La cena transcurrió sin mayores percances. Los invitados se comieron todo lo que les pusimos por delante (Madagascar dijo después que Hitaro se había servido arroz con calamares en salsa de almendras siete veces, y Kasuko se cepilló ella solita una bandeja con medio kilo de langostinos; el otro medio kilo conseguimos probarlo los demás) lanzando sus gruñidos de entusiasmo para todo: cada vez que probaban algo y a cada comentario que les hacíamos.

Finalmente, y tras el postre, preparé un té y se me ocurrió acompañarlo con las galletas que habían traído así que las coloqué en una bandejita la mar de mona. Es cierto que cuando abrí el paquete me sorprendió que oliera a pescado pero pensé que sería una tara de mi pituitaria, aunque no me suele fallar.

Así que serví el té y cogí una galleta ante la mirada un tanto extrañada, de los japoneses, que no dejaban de mirarme la mano atentamente. Y me dispuse a mojar la galleta en el té, como está mandado. Y justo cuando iba a introducirla en la taza, Izumi la señaló con un dedo y dijo:

-Sabol gamba-

(NOTA: no es un mito, los japoneses y los chinos, como los caribeños, hablan con la ele)

Eso explicaba el olor a pescado. JB estalló en carcajadas y los niños en gritos de asco mientras yo, muy digna, bajaba lentamente la mano y devolvía la galleta a la bandeja.

Al día siguiente probamos las galletas, que nos resultaron repugnantes incluso remojándolas con sake, e intentamos dárselas a la gata, quien las escupió sin dudarlo. Lo intentamos también con las tortugas de oreja roja, que como te descuides te zampan un dedo, y al olerlas se escondieron en lo más profundo del estanque. El único que se atrevió con ellas fue el perro, y nada más comerse una vomitó.

Hoy JB ha vuelto del trabajo con un paquetito de parte de los japoneses. En la nota ponía: Señora, su arroz es el más rico que hemos probado nunca, y somos japoneses, pero mejorará si lo acompañan con esto”. Y al abrirlo nos hemos encontrado tres bolsitas de galletas de gambas.

sábado, 16 de febrero de 2008

Premio Arte y Pico

Entro para contarles un chascarrillo y me encuentro con que Almaleonor, la autora del blog "Helicon.Lugar donde reside la ilusión" (http://almaleonor.spaces.live.com/blog/cns!375874968D08DC3!2108.entry) le ha otorgado a este blog el premio Arte y Pico. Como muchos se estarán preguntando qué razones ha podido tener Almaleonor (aparte de su natural bondad, claro) para darme un premio, léanla a ella:

"...la he elegido, porque sus relatos de viajes despiden una gran sensibilidad, los relatos de humor un vivo ingenio, y los relatos en 100 palabras, una acertadísima elección del lenguaje. Y por su bellísimo tatuaje, jejeje"

Dado que éste es un premio que se otorga entre blogueros para premiar y difundir por la red el trabajo de otros compañeros, ahora yo debo premiar a cinco blogs, cosa difícil porque son muchos los que a mi modo de ver lo merecen. Mis candidatos:

Exapamicron: http://exapamicron.wordpress.com/ (Autor: Arc)

Dos son multitud: http://dossonmultitud.blogspot.com/ (Autores: Max y Lula)

Mira y calla: http://miraycalla.blogspot.com/ (Autor: Toni)

Avellana: http://avellana.neunoi.com/ (Autor: Avellana)

Peterpsych: http://peterpsych.blogspot.com/ (Autores: Peterpsych, K Miquel, Mayal)

Me van a disculpar que no diga nada de ellos; prefiero que los visiten y comprueben por qué merecen un premio.

Infinitas gracias a Almaleonor, sinceramente.

jueves, 14 de febrero de 2008

Nostalgia

Llevaba tanto tiempo viajando, había ido tan de acá para allá, que siempre decía que su casa cabía en una maleta; a veces incluso en una mochila. Disfrutaba cada sitio plenamente, llena de curiosidad, con los sentidos dispuestos, y en todos lados quería vivir, pero no había querido quedarse a morir en ninguno. Nunca había entendido a aquellas gentes que intentaban reproducir su pueblo en ciudades nuevas, a los que no aprendían la lengua del país adoptivo, a los que morían de nostalgia; por eso nunca imaginó que saborear un madrileño caramelo de violeta le iba a derretir el corazón.

martes, 12 de febrero de 2008

Mar Muerto

Hemos salido de Beersheba temprano para evitar el calor pero al rato el agua de las cantimploras deja de estar fría. Bebo a sorbitos cortos procurando no moverme para no despertar a Erik, que duerme utilizando mi hombro como almohada. Paavo conduce con cuidado. A su lado, Yossi le indica el camino. En principio Yossi tenía que ser el conductor pero ha insistido en viajar como copiloto “por si acaso” y ha colocado el fusil a sus pies lo cual lejos de tranquilizarme me mantiene en un estado de alerta constante. Serguei lee un ejemplar de bolsillo de “Doctor Zhivago” mientras mosdisquea un trozo de paloduz, y sólo imaginar el sabor dulce me da sed. A los dos lados de la carretera el paisaje da sensación de aridez. Me sorprende que alguien pelee por esto. Paavo debe estar pensando lo mismo porque hace un comentario en español a propósito de las relaciones de Dios y su pueblo después de ver lo que es la “tierra prometida”. Le contesto que no hay que fiarse nunca de las promesas de los enamorados y me sonríe por el retrovisor.

Al rato Yossi señala a su derecha y dice lacónicamente: “allí, Mar Muerto”. Paavo aminora un poco la velocidad, Serguei cierra el libro, y Eric se despierta. No vemos gran cosa, únicamente una alambrada que impide el acceso al lago. Junto a las orillas se adivinan algunos oasis. Yossi nos explica que junto al lago hay complejos hoteleros y balnearios para disfrutar de los beneficios de estas aguas. Erik dice que siempre ha querido flotar aquí. Yossi dice que desde aquí no tenemos acceso pero que hay una entrada relativamente cerca, bordeando el lago. Sin avisar Paavo se sale de la carretera y para. No preguntamos. Está señalando un agujero en la alambrada. Serguei sonríe, Erik se quita la camiseta, y Yossi niega con la cabeza. En unos minutos estamos en la orilla del lago y nos desvestimos. Yossi permanece de pie, vestido, vigilante, junto a nuestras ropas. Me envuelvo el pelo en un pañuelo y entro en el lago despacio. Erik se deja caer de culo en el agua y ríe a carcajadas cuando en vez de hundirse emerge como si hubiera rebotado. Paavo mete los pies y se queja amargamente; las botas le han hecho rozaduras en los tobillos y el contacto con la sal le resulta muy doloroso. Se sienta en el agua con las piernas estiradas para no sumergir más los pies mientras Erik se burla. Serguei nos hace unas fotos antes de meterse él también a jugar teniendo mucho cuidado de no salpicarnos en los ojos. Nos reimos y Yossi nos pide, un tanto inquieto, que no gritemos y que nos demos prisa en salir. Está acostumbrado a acatar órdenes y esta pequeña e inocente travesura trastorna su sentido del orden.

Bañarse aquí es una sensación curiosa. El agua está fresca y es difícil nadar porque no hay manera de conseguir sumergir el cuerpo. Lo mejor es sentarse y desplazarse remando con las manos. Salimos y nos sentamos en unas piedras para secarnos al sol. A los pocos minutos estamos secos y blancos, con el cuerpo recubierto de sal. Me siento crujiente e incómoda; el sol me pica en la piel. Intento quitarme la sal con las manos, pero es imposible, tengo todos los vellos del cuerpo revestidos de sal; no habrá manera de librarme de ella hasta que pueda ducharme con agua dulce. No quiero quitarme el pañuelo de la cabeza para no llenarme el pelo con la sal de la espalda. Vestida estoy todavía más incómoda. Cuando nos sentamos en el coche nos damos cuenta de que hemos hecho una tontería y volvemos a reirnos.

domingo, 10 de febrero de 2008

Té imperial

Era la prueba final. Cualquier cazafortunas con talento podía recordar datos y anécdotas, pero sólo la auténtica Gran Duquesa sería capaz de reconocer el té imperial, la mezcla exclusiva que los Romanov se hacían elaborar en Londres y que María Feodorovna seguía bebiendo cada tarde en su exilio de Paris. La chica dedicó apenas unos segundos a oler las tazas y eligió correctamente sin dudar. El corazón de la anciana emperatriz se paralizó unos instantes mientras Anastasia saboreaba la infusión lentamente, con una sonrisa soñadora en los labios. “Ay, abuela, después de tantos años por fin me siento en casa”.

jueves, 7 de febrero de 2008

El Día del Cacahuete, digo de la Marmota

La semana pasada fue el Día de la Marmota. A mí, personalmente, que los americanos se dediquen a molestar a los bichos para ver si va a hacer o no buen tiempo me parece de un mal gusto tremendo, pero en el fondo me da exactamente igual. Allá ellos con su fauna y las pulgas que la adornan. A mí me gusta la fiesta como la celebran aquí. Es que no es lo mismo, hombre, dónde va a parar, es una cuestión de estilo. De entrada aquí lo llaman el Día de la Candelaria, que es muchísimo más fino, y en vez de coger un animal (poquísimo agraciado, todo hay que decirlo) por los sobacos y exhibirlo en un parque público, prefieren no tocar las narices ni humillar al resto de los seres vivos y montárselo ellos mismos, y organizan una procesión en condiciones con su banda de música, sus fieles devotos detrás, sus palios, sus cirios encendidos, sus cánticos... en fin, la parafernalia propia. Y luego, cuando han paseado bastante las imágenes y las han meneado por todo el pueblo, se va todo el mundo a montarse en las atracciones de la feria, y a comer turrón (no sé en otras ferias pero por aquí siempre hay inexplicables puestos que venden tabletas de turrón incluso en el mes de agosto), churros, y manzanas venenosas, digo caramelizadas.

Como en este país tenemos esta vena individualista que tenemos, si pudiéramos cada uno celebraríamos el santo patrón propio de la república independiente de su casa, pero como afortunadamente (imagínense todos los días una banda de música por las calles, venga a petardos, venga a confeti, venga a turrón y manzanas asesinas) no es posible, hay que contentarse con celebrar un santo patrón comunal. Comunal dentro de lo que cabe, que tampoco es cosa de agruparse demasiado. Por ejemplo, en el pueblo hay tres núcleos de población, así que hay tres fiestas locales, por mucho que dos de esas poblaciones estén tan pegadas que haya algunos que no sepamos muy bien si pertenecemos a una o a la otra. Tres núcleos: tres fiestas, en distintas épocas del año, con distintas imágenes, y distintas costumbres. Tan distintas que si a una virgen la pasean en barca por el mar y se ponen hasta las trancas de sardinas espetadas, a otra la pasean por la carretera sin mayores alardes, y a la última le tiran cacahuetes.

A mí siempre me ha parecido que en este reparto de costumbres la que sale perdiendo es la Virgen del Rosario, que la pobre solamente pasea carretera arriba carretera abajo sin más jolgorio ni nada que echarse a la boca, pero allá sus parroquianos, si no quieren darle vidilla peor para ellos. Claro, ser la Virgen del Carmen luce mucho más, pero conlleva ejercer un título de riesgo, que no todos los años pillan la marea tranquila (ni van los remeros convenientemente despejaditos), y recuerdo que hace unos cuantos veranos a puntito estuvieron de volcar la barca con la imagen. Visto lo visto hasta ahora siempre había pensado que lo mejor era ser la Virgen de la Candelaria, que hace un recorrido procesional más majo que la mar, cuesta arriba cuesta abajo, tan largo que a la banda le da tiempo a tocar la mitad del repertorio de marchas profesionales, y encima le tiran cacahuetes, que es una costumbre que me parecía de lo más simpático y aparentemente inofensiva. Pero creo que desde este año voy a mirar los cacahuetes con otros ojos.

Y es que hasta ahora la gente del pueblo se limitaba a tirar los cacahuetes a puñaos y seguidito, con lo que siempre se veía gente en la procesión pelando cacahuetes (se me había olvidado aclarar que los tiran con cáscara así que te los puedes comer sin problemas, excepto los pisados, claro, que se espachurran de mala manera) y comiendo como monillos. Pero este año habrán querido hacer una demostración de poderío y han decidido tirar los cacahuetes a cubetazo limpio. Se pueden ustedes imaginar, aquello no era una lluvia de cacahuetes, aquello era el diluvio cacahuetal. Lo mejor es que todo el mundo estaba encantado. Hombre, hubo sus protestas. Por ejemplo, algunos músicos de la banda, como el trompa, el bombardino y algunos saxos, se quejaron de que echando tantos cacahuetes a la vez no podían tocar porque se les metían por el instrumento y tenían que estar vaciándolos a cada rato. También protestaron algunas abuelas, pero éstas se quejaron porque los cacahuetes se les incrustaban en el pelo; una dijo que le habían dado en las gafas, y poco más. El resto del personal estaba encantado con aquel desbordamiento cacahuetil.

Y pasó lo que tenía que pasar, que con tanto cubo el palio del trono de la Virgen se había llenado tanto que amenazaba con romperse. Bueno, amenazar no, que se rasgó una esquina. Ahí el mayordomo de la cofradía anduvo rápido de reflejos: “A mecer a la Virgen”, gritó convencido de que meneando el trono de un lado para otro harían caer los cacahuetes por los lados y vaciarían el palio. Pero nada, parecía que los habían pegado al palio con superglú y por los laíllos caían unos poquitos nada más. Se pueden imaginar que a esas alturas la procesión era de todo menos una procesión, como que las portadoras del trono del Cristo lo habían dejado en el suelo y todo. Y mientras, los hombres del trono venga a moverlo de un lado para otro, y cada vez más fuerte alentados por las voces de ánimo del público (o los feligreses, o los parroquianos, o los fieles, o los devotos, o lo que sean). A mí me parecía que el trono empezaba a inclinarse de una forma un tanto inquietante.

-A ver si van a volcar el trono.

JB susurró sin mirarme.

-Calla, so agorera.
-Ja! Lo mismo le dijeron a Casandra y mira!

En ese momento oímos un grito general y el trono se tumbó totalmente hacia la derecha sobre los asistentes, los cuales en lugar de quitarse para no morir espachurraítos perdidos se pusieron a aguantar el trono mientras el palio descargaba por fin su cargamento de cacahuetes sobre ellos. Al otro lado, varios hombres se recolgaban como monos del trono para intentar levantarlo. Hubo unos minutos de tensión durante los cuales pareció que los cacahuetes iban a salir vencedores pero al final consiguieron enderezar el trono. Y en ese momento alguien (luego me dijeron que no habían podido contener el entusiasmo) encendió la luminaria de la Virgen y bajo las chispas blancas de las luces (“Viva la Virgen de la Candelaria”) aplaudimos entusiasmados hasta que nos dolieron las manos. Menos mal que no les da por tirar aguacates.

martes, 5 de febrero de 2008

Idiosincrasia

Cuando mi tía Elena se casó con tío Michael decidió que la llamaramos Helen, cambió la merienda de chocolate por el té de las cinco, y sustituyó al gato por Rufus, un monito de Gibraltar. Lo del chocolate nos dio coraje, pero nos encantaba Rufus. Una tarde, mi tía invitó al obispo a tomar el té. Cuando entramos en la sala, la tensión era insostenible. El obispo, mi tía, y sus amigas, contemplaban petrificados a Rufus. Mi hermano Jaime no pudo callarse. "¡Anda, Rufus se la está pelando!" Rufus desapareció, el gato regresó, y nosotros volvimos a merendar chocolate.

sábado, 2 de febrero de 2008

Chernobyl

Me citaron a las 9.00 pero llego media hora antes. La hierba de los jardines está todavía cubierta de escarcha. Me gustan las mañanas de invierno en Madrid incluso cuando son tan especialmente frías como la de hoy. Casi diría que me gustan sobre todo cuando son tan frías como ésta. No soporto la impuntualidad, por eso llego demasiado pronto. No puedo tomarme un café (“ven en ayunas” dijeron) así que doy una vuelta por los jardines del edificio.

Entro y el calor me resulta reconfortante. Me indican que suba a la primera planta donde me dirán qué es lo que vamos a hacer exactamente. Varias personas esperan el ascensor. Yo prefiero subir andando porque sólo es una planta y porque más que miedo tengo pánico a los ascensores. En la sala de espera me encuentro a las demás personas que han subido en el ascensor. Todos tenemos la misma expresión, mezcla de expectación y miedo. Nos van llamando uno a uno y nos toman muestras de sangre y orina.

Volvemos a la sala. Una pareja dice que acaba de volver de Finlandia donde han estado una semana. Explican que pensaban estar al menos dos semanas más pero que adelantaron la vuelta cuando tuvieron noticias de la nube radiactiva. Tres mujeres mayores cuentan que ellas vienen de Cracovia. No lo dicen y van vestidas de seglares pero todos nos hemos dado cuenta de que son monjas. Poco a poco todos van diciendo de dónde vienen, y está claro que todos estamos aquí por lo mismo. Seguimos esperando pero, ahora que conversamos, la mayoría están mas relajados. Yo no; lo estaré cuando consiga tomarme un par de tazas de café. En estas situaciones es cuando lamento mi adicción a la cafeína. Finalmente, cuando terminan de tomarnos muestras nos hacen pasar a la cafetería y nos sirven un desayuno.

Después del desayuno se deshace el grupo y cada uno pasamos a distintas salas para hacernos diversas pruebas. Paso por todas sin miedo. Sé que he sido cuidadosa con la comida, con la bebida, con el agua. Me explican la última y el médico me lee el miedo en la cara así que se apresura a asegurarme que se trata de una prueba indolora e inofensiva. Yo le explico que no se trata de miedo al dolor sino de algo muy parecido a la claustrofobia y que meterme durante un buen rato en una especie de ataúd en una habitación casi sellada no es algo que me entusiasme precisamente pero que no se preocupe, que lo voy a hacer sin darles ningún problema.

Me tumbo, me colocan varios sensores, y antes de meterme en la habitación el técnico me dice que quizá escuchar música me relajaría, y que tipo de música prefiero escuchar. Le pregunto si tienen las “Canciones de amor y celda”, de Amancio Prada, y me dice que por supuesto. Cuando cierran la puerta comienza a sonar la música. Sonrío. Sé que a Amancio le encantará cuando se lo cuente. Canturreo las canciones y poco a poco me voy relajando hasta el punto de olvidar por que estoy aquí. Suena una estrofa de Machado y no puedo evitar recordar a Henryck y su pasión por los poemas de Machado y Lorca. Henryck, que no ha podido evitar la nube, que no va a poder escapar de sus consecuencias, que no tendrá la oportunidad de que nadie mida el nivel de radiactividad de su organismo.