martes, 24 de marzo de 2009

San Petersburgo

Llevamos tres días en la ciudad y casi no he visto a Serguei. Durante el día le absorben su familia, los amigos, antiguos compañeros... solamente nos vemos para cenar. Entonces me explica lo que ha hecho y a quién ha visto, y me pregunta cómo ha sido mi día. Yo le cuento los sitios que he visitado, las veces que me he perdido en el metro, por las calles, las tiendas que he visto, que me parecen tan curiosas, y él recrea mentalmente mis paseos y me explica qué es y el por qué de cada edificio, de cada monumento. Habla con un ligero tono de culpabilidad que se acrecienta cada día. Es su ciudad, por eso hemos venido, para que yo la conociera, para que él me la enseñara, me enseñara su vida. Yo no le digo nada. No le echo en cara que se deje “secuestrar” por su familia, por su pasado, pero tampoco digo nada que le pueda servir de alivio. No me importa viajar sola. Me gusta viajar sola. Pero había confiado tanto en que él me guiaría que he preparado poco el viaje. Y tengo la sensación de estar perdiéndome la mayor parte, lo mejor, la almendrita.

Me prepara, como las otras noches, una ruta para mañana. Me promete que a partir de mañana por la tarde se acabarán los compromisos sociales y familiares. Yo me encojo de hombros. Me prepara una jornada ligera para que me dé tiempo a estar en casa de su madre a la hora de comer. Su madre me gusta; la conocí la tarde que llegamos, cuando nos invitó a cenar, y no he vuelto a verla. Prefiero no estar en las reuniones familiares, en las visitas de Serguei a sus amigos porque casi no les entiendo y me siento tan fuera de lugar que es una pérdida de tiempo. Sé que si no estoy Serguei también está más cómodo y que se sintió aliviado cuando le dije que prefería visitar la ciudad mientras él se dedicaba a sus cosas.

Por la mañana cumplo la ruta que me ha hecho Serguei solamente a medias. Me siento abrumada por la inmensidad de las calles, por las avenidas eternas y lineales. Miro los canales, igualmente amplios, limpios. Serguei ha prometido que esta tarde daremos un paseo en barco. La calle huele a canela. Sigo el olor y entro en una pastelería llena de gente a comprar un regalo para la madre de Serguei. Cuando me llega el turno señalo unos bombones redondos, de chocolate negro. Pruebo uno, noto que tienen licor. Sonrío. Me encantan los bombones de licor. Camino hasta que miro el reloj y me doy cuenta de que no voy a llegar a tiempo. Entonces subo en un tranvía que Serguei me ha señalizado en el plano, me siento, y miro el paisaje. A los pocos minutos escucho detrás de mi una de las voces más sugerentes, más cálidas, que he oido nunca. No quiero volverme, no quiero mirar quién es el dueño de la voz, pero inevitablemente echo un vistazo. Es un estudiante, va hablando con un compañero, probablemente algo de los estudios porque tienen abierto un libro y constantemente lee y luego lo comenta con su amigo. Me dejo llevar por la voz y miro por la ventanilla casi sin ver. Cuando se baja me doy cuenta de que me he pasado de parada y me he comido casi todos los bombones. Llego tarde a comer. No me importa.

martes, 17 de marzo de 2009

El hombre con música

Le veía y el corazón se me ponía a contar bajito (un, dos, TRES, cuatro, cinco, SEIS...) pero no me dí cuenta de lo que pasaba hasta que los tiempos (... siete, OCHO, nueve, DIEZ, un DOS...) acallaron a Wagner, la ópera, a Satie, la música tradicional, los 60, e incluso al clarinete de Sidney Bechet. Claro que entonces el corazón ya me sabía latir sin contar.
Yo le quería por alegrías y caracoles, pero para él la vida era una soleá. Me susurraba que bailara para él y yo me convertía en guajira y me movía para sus manos, deseando que me acariciaran como tocaba a su guitarra, que se callaba cuando jugábamos a amarnos por bulerías. A veces discutíamos por tangos, pero poco. Tocamos casi todos los palos y siempre íbamos a compás. Pero poco a poco la vida se le volvió martinete y no hubo lugar para mi acompañamiento. Me quité los zapatos y me fui en silencio. Wagner, la ópera, Satie, la música tradicional, los 60... volvieron a acogerme sin resentimiento. Durante un tiempo no pude escuchar flamenco sin que el corazón se desbocara y llorase intentando contar (un, dos, TRES...) de nuevo. Menos mal que el jazz lo cura todo.

martes, 10 de marzo de 2009

Del cristal con que se mira (la vida del revés)

Una mañana, después del aseo habitual, se miró al espejo y se vio raro. Le pareció que estaba al revés. Cerró el ojo derecho y la imagen del reflejo hizo lo propio. Además, se vio alto y guapo. Sorprendido miró alrededor y vio que, efectivamente, todo se había invertido. El día fue sorprendente. El jefe le mostró su lado más amable y divertido, y los compañeros de desayuno se comportaron como auténticos cretinos. Al llegar a casa se quitó las lentillas y todo volvió a ser como siempre. Entonces se dio cuenta de que se las había puesto del revés.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Rebelión en la granja

Según una página web en una vida anterior fui una filósofa persa con una personalidad artística fuertemente desarrollada y un sentido maternal cercado al cero pelotero. Mola. Claro, a mí porque me importa un pimiento, y lo mismo de contenta me habría puesto si me hubieran dicho que en mi otra vida fui un luchador de sumo con doscientos kilos de peso, pero una amiga entró en la página, puso sus datos, le salió que durante el medievo había sido sepulturero en un pueblo de Rumanía, y se puso de una mala leche tremenda. Al principio yo pensaba que era por lo ser sepulturero e intenté buscarle el lado positivo pero en seguida se me acabaron los argumentos (la verdad es que no pasé de las ventajas de trabajar al aire libre y de que cavar es un ejercicio muy sano que te hermana con la tierra y tal) y ella seguía echando sapos y culebras por la boca. La otra opción era que le mosqueara ser rumano, así que me puse a echarle el puro por racista.

Y resultó. Bueno, resultó a medias. No se le quitó el mosqueo pero al menos dejó de echar espumarajos, y me explicó muy solemnemente que lo que le indignaba era la poquísima seriedad con la que se trataba un tema tan trascendental como la reencarnación. Yo me callé, porque aunque estaba de acuerdo a estas alturas todo el mundo debería ya saber que no hay que creer que lo que aparece en internet va a misa porque a ver qué vas a esperar de un sitio que lo mismo te ofrece ver tus cuentas bancarias que ver videoclips tan suculentos como “Tiene nombres mil”.

Mi amiga aplicó eso del silencio positivo y poco a poco se le fue calentando la boca, y me largó una clase magistral sobre la reencarnación, y el karma, y yo qué sé cuántas cosas más hasta terminar divagando sobre los errores de occidente en la interpretación del budismo. Ya me gustaría contarles aquí las doctas enseñanzas de mi amiga, ya, pero lamentablemente van a tener que seguir viviendo sin ellas por mucho que les cueste porque puse la “carita de interés” en modo automático, y me dediqué a pensar cosas muchísimo más interesantes. De los tres cuartos de hora que estuvo monologando yo solamente escuché el principio, lo de ir cambiando de cuerpo al morir y eso, y el final, cuando reconoció que a ella le convencía más la tradición tibetana del budismo que la zen.

- ¿Y tú por cuál te decantas, Gin?

Dado que me había pillado del todo, que esperaba una respuesta, y que ella me había tenido un rato largo larguísimo diciendo “ajá” mientras cabeceaba como los perritos esos horribles que lleva mucha gente en la bandeja trasera de los coches, aproveché y me lancé a contarle que la verdad es que yo no me he planteado nunca muy seriamente lo de la reencarnación pero que analizándome así por encima no debo creer en ella porque si creyera me traería al fresco la fugacidad de la vida y dejaría para otra vida lo que no pudiera hacer en ésta (como tirarme en paracaídas, nadar entre tiburones, o trabajar como monitora de comedor escolar), mientras que, por el contrario, siempre he pensado que solamente se vive una vez y que la vida es muy corta y hay que aprovechar para hacerlo todo y probarlo todo (menos lo de lanzarme en paracaídas, nadar entre tiburones, o trabajar como monitora de comedor escolar), y que por eso me gustan los cambios, que si por mí fuera me mudaría de casa cada año o, más modestamente, cambiaría de muebles constantemente, que me horroriza eso que llaman “muebles para toda la vida” y por eso soy superfan de IKEA, que tiene unos muebles supermonos, baratos, y que encima me permiten jugar a MacGyver.

- Por cierto, ¿te gustan los sofás que hemos comprado?

Ella parpadeó varias veces, me miró, echó un vistazo al catálogo, y soltó una carcajada.

- Qué morro tienes, Gin, no me has hecho ni puto caso.
- Ya, pero ¿a que son monos los sofás?

Ahí estuvo de acuerdo: los sofás son preciosos, con su respaldito alto para desnucarte a gusto viendo la tele, con sus asientitos bien fijados a la estructura y al fondo para que nadie pueda sacarlos y echarlos al suelo con la excusa de que “en el suelo se está mejor”, con sus apoyabrazos anchos capaces de acoger amorosamente cualquier culo, sea cual sea su perímetro, con sus patitas de madera bien levantaditas del suelo para que la piel no roce el suelo y se pueda barrer y fregar sin echar manchurrones... un primor, vaya.

- ¿Y qué habéis hecho con el viejo?

Dudé antes de contestar porque el asunto está trayendo cola. Claro que la culpa no ha sido nuestra sino de una especie de confabulación cósmica que ha hecho que unas cosas se liaran con otras hasta que hemos llegado al punto en el que estamos ahora.

En esta familia estamos todos muy concienciados: separamos las basuras (pa ná porque no tenemos contenedores diferenciados, pero lo hacemos), tiramos los desperdicios orgánicos a las composteras que JB ha puesto en el jardín (claro, luego van saliendo plantones de tomates y otras hortalizas en las macetas de geraneos), hacemos colchas de pachtwork con la ropa inservible (ejem, las hago yo), etc., y nunca se nos habría pasado por la cabeza tirar muebles viejos al campo, sin más.

La cosa es que fuimos toda la familia a IKEA en plan excursión a comprar los sofás. Querían mandarme a mí de comisionada única pero me negué, que les conozco, y menos mal porque después de tirarse en todos los sofás de la exposición acordaron unánimemente que el que me gustaba a mí era de todo menos cómodo. Hay que reconocer que tenían razón porque el respaldo me llegaba a mí por el sobaquillo, o sea que te pones a ver una película en ese sofá y tienen que hacerte un transplante de cuello, de lo tieso que se te queda. Total, que elegimos sofá y después de apuntar cuidadosamente la fecha de entrega que nos habían dado dejamos a Kenya encargada de llamar a los servicios operativos del Ayuntamiento para que retirasen el viejo el mismo día que lo sacáramos a la calle, que para eso se ha apuntado al World Wild Life o algo así y le mandan periódicamente revistas con alabanzas al oso pardo, al lince, y a una especie de rata tiñosa de color marrón que está en vías de extinción y todavía no sé muy bien si eso les parece horrible o estupendo porque al parecer la susodicha rata se zampa a todos los bichos de corral que encuentra y si puede destroza las cosechas a base de hacer agujeritos en la tierra.

Y Kenya llamó. Y apuntaron la fecha. Y aquí paz, y después gloria. Y llegó el día en que el sofá nuevo debía llegar y tomar posesión del salón, y con mucho esfuerzo, mucho griterío, y el trabajo combinado de toda la familia (Sirio incluido) conseguimos bajar la cuesta de la calle y dejar el sofá viejo convenientemente aparcado junto a los contenedores de basura que hay junto al cauce del arroyo. Daba una mala sensación que te mueres porque es cama y lo habíamos abierto para llevarlo más cómodamente pero dado que los servicios operativos lo tenían que retirar al día siguiente no nos preocupamos mucho y subimos a casa a esperar el sofá, que parecíamos el remake de “Bienvenido mister Marshall”. Toda la tarde se pasó Bruno asomado al muro del jardín oteando el horizonte en espera del camioncillo del transportista. Hasta que se hizo de noche y quedó claro que ni sofá ni nada. Al día siguiente, se me olvidó llamar para preguntar qué había pasado con la entrega y de nuevo Bruno pasó la tarde entera asomadito al muro del jardín. Cuando llegué y les dí la noticia de que me habían dicho que el camión se había retrasado y los sofás tardarían todavía una semana en llegar, a todos se les puso carita de desolación y miraron el hueco del salón.

- ¿Ves como eres una cagaprisas?- JB cuando me regaña no usa el vocabulario fino, no. – Si no te hubieras empeñado en bajar el sofá a la calle podríamos seguir usándolo esta semana.
- Bueno, podemos ir a por él.
- No podemos, enano, que ya se los habrá llevado el Ayuntamiento.
- Qué va, todavía sigue ahí abajo.
- ¿Cómo que sigue ahí abajo?

Miramos alarmados a Kenya.

- ¡¡¡Eh, eh, eh!!!... que yo llamé y les dije muy clarito que vinieran a recoger el sofá el día 7.
- Ya... el día 7... ¡te dijimos el 27!
- Bueno, joé, tampoco es para chillar, que por una semana que esté el sofá en la calle no va a pasar nada.

Pero sí ha pasado. Ha pasado que las cabras de Paco han decidido que un sofá-cama es muchísimo más confortable que su corralillo de tierra, y se están instalando poco a poco. De momento ya han tomado posesión del colchón quince cabras que no paran de balar y dos de los perrillos orejones que Paco tiene a modo de pastores, pero de aquí al día 7 hay tiempo de sobra para que el resto de las cabras y algún que otro perro más se decida también a mudarse, así que si ahora ya es un tanto complicado pasar por la calle esquivando cagarrutas y cabras quejumbrosas, y mirando de reojo a los perros que se vuelven locos a ladrar a todo el que pasa porque deben pensar que queremos afanar las cabras, no quiero pensar lo que será el día que los servicios operativos tengan que pelear con los bichos para retirar el sofá. Ya les contaré.