lunes, 23 de febrero de 2009

Juegos del destino

Eran los peores adúlteros del mundo. Nunca encontraban el momento. Cuando ella no tenía guardia, él tenía juicio; si ella no tenía niños enfermos, él tenía a su suegra en el hospital; cuando ella libraba, él estaba de viaje... Habían intentado verse en el trabajo aprovechando cualquier ratillo libre y sólo habían conseguido que una residente les sorprendiera con la ropa desarreglada y que el pasante de él casi les pillara tumbados en la mesa del despacho. Finalmente, después de mucho intentarlo, decidieron abandonar. Dejaron de verse y de llamarse. Entonces comenzaron a coincidir en congresos y viajes de trabajo.

lunes, 16 de febrero de 2009

Boquitas

Tengo un amigo escritor (bueno, qué narices, tengo varios, unos cuantos, que conozco escritores a puñaos, vaya, a ver si no voy a poder tirarme el moco ni en mi propio blog) que dice que los escritores siempre escriben la misma novela. Tienen, eso sí, el detallazo de meterle pequeñas variaciones para que los lectores no acabemos con depresión por ser tan memos de gastarnos la pasta en el mismo libro.

Yo creo que tiene razón, y si no no tienen más que fijarse, todos cogen una idea y se pasan la vida dándole vueltas y más vueltas, que parecen un tenedor en un plato de espaguetti. Pero no se crean que esto lo hacen los escritores nada más porque son así de especialitos. Qué va; esto lo hace todo el mundo mundial. Por ejemplo, yo me monto en el ascensor de la casa de mis padres, y dependiendo del vecino que se meta, ya sé cómo va a ser la conversación. La del segundo siempre habla del tiempo. Da igual si hace un sol radiante o si caen chuzos de punta; ella siempre va a suspirar como si tuviera una pena grande grandísima de ésas que no te caben ni en un ropero de tres cuerpos, y luego va a decir en tono quejumbroso “hay que ver el calor/frío/humedad que está haciendo ¿verdad?” Y luego se va a callar y va a decir que sí a todo lo que tú digas. El del cuarto siempre me va a preguntar qué tal llevo los exámenes. Da igual que le diga que hace así como veinte años que no hago más exámenes que los de conciencia, y eso muy de cuando en cuando; él me ve y me pregunta qué tal llevo los exámenes. Yo, en vista de que no se termina de aclarar, ya he optado por inventarme asignaturas. El mes pasado le largué que había sacado un cinco pelao en “relaciones estructurales entre la concordancia de los tiempos en la gramática indostaní”, y que en cambio me habían puesto sobresaliente en álgebra aplicada; como sabe que sumo con los dedos me miró asombrado y me felicitó con una falta de entusiasmo que me hizo sospechar que no se lo creyó del todo. Luego mi madre me dijo que efectivamente no se lo había creído nada, que él pensaba que por supuesto había suspendido el álgebra y me había marcado una bola manola del cuarenta y tres. También está, por último ejemplo, la del quinto, a la que evito como a las grasas poliinsaturadas porque es ver a quien sea y lanzarse a contar que si le han quitado una uña del pie que se le estaba pudriendo, que si le han salido golondrinos y le duelen horrores, que si tiene una úlcera supurante en un codo... y no sólo se contenta con explicarte exactamente qué color tenían los mocos sanguinolentos que escupió anoche después de gargajear abundantemente sino que si puede te enseña las miles de porquerías que padece, que yo no sé cómo no pota todo el mundo en el ascensor cada dos por tres.

Esto mismo vale para el autobús, para la sala de espera del médico, para la cola de la biblioteca, las clientas de la panadería, y así hasta el infinito y más allá. A todos, absolutamente a todos, se nos adjudica una idea fija cuando nacemos y allá que nos pasamos la vida dándole vueltas sin parar y, lo que es peor, contándoselo a todo bicho viviente. Así que si yo hablo repetidamente de pájaros, de majarones, o más modestamente de gente rarilla, pues se tienen que aguantar, que además ya saben que en mi caso se trata de una especie de conjura cósmica que hace que todos peregrinen por los aledaños de mi casa. Y si voy de viaje, me salen al encuentro (digo yo que para que no me sienta extraña, como si me faltara algo).

La semana pasada llamé a Cristo, que hacía un par de semanas que no le veía ni hablaba con él y me parecía raro. Que sí, me dijo, que era verdad que últimamente se había quitado un poco de en medio, pero que es que estaban de visita su madre y su tía y que por eso no estaba haciendo vida social.

- Caramba, Cristo, pues tráetelas a merendar, hombre, así las conocemos.
- Esto... no, Gin, mejor que no, que me caéis muy bien.

Le llamé exagerado, claro, y después de negociar unos minutos acabó claudicando y quedamos en que el sábado vendría a merendar con su madre y su tía. Así que el sábado por la mañana hicimos un zafarrancho de limpieza y dejamos la casa y el jardín más bonitos que un sanluis. Incluso los perros brillaban de limpios, que Kenya y el Sirio se los habían llevado al arroyo y los habían cepillado a conciencia. Yo aproveché la ocasión para saquear las recetas de Arantza (que total, no se iba a enterar, y les tenía unas ganas que pa qué). Total, que a las cinco de la tarde ahí estábamos todos en perfecto estado de revista, incluso Bruno, que había protestado por haber tenido que darse un baño intempestivo a las cuatro de la tarde (que no se hubiera metido en la caseta de los perros a buscar una pelota) y ahora expandía olas de aroma a colonia con cada movimiento. Y llegaron las visitas.

La verdad es que fue todo raro desde el principio. Para empezar, a Cristo no había quien le reconociera porque apareció vestido, que era la primera vez que no venía enseñando el culo, pero es que además se había vestido rarísimo, que llevaba incluso chaleco y un gorrito. “Pero si parece Lytton Strachey”, no pude evitar susurrarle a JB sabiendo que susurrar a JB es como susurrarle al Pato Donald porque JB está sordo perdido de un oído que justamente es el que suelo tener siempre más a mano. Y por si acaso la visión de Cristo enfundado en semejantes telares de cheviot y otras hierbas nos dejaba indiferentes (que no), venía escoltando a dos señoras diminutas, exactamente iguales, tal cual fueran dos clones de la reina Victoria. Las señoras iban vestidas con sendos chándales de terciopelo en colores pastel (una azul y otra amarillo) y un collar de perlas cada una, y no se desprendieron de los bolsitos que llevaban colgados del brazo, en toda la tarde. Cristo nos presentó a “las Edus”. Bueno, él las presentó como Edurne y Eduvigis, su madre y su tía, y nos explicó que eran gemelas idénticas aunque no hacía falta que lo hicera porque, de verdad de la buena, eran clavaditas.

El pobre Cristo estuvo incómodo todo el tiempo, y no precisamente por la ropa. Las Edus resultaron ser las viejecillas más impertinentes que me he echado a la cara en la vida. Y mira que he conocido viejas estúpidas. A todo le pusieron pegas. Que si se notaba que no teníamos jardinero porque el jardín estaba dejadísimo, que si la casa necesitaba una mano de pintura, que si se veía a la legua que los perros no eran de raza (cegatonas, se ve a la legua que los perros tienen mogollón de razas), que si Kenya estaba muy bajita para su edad, que a ver si El Sirio tenía papeles (el pobre chiquillo, que es más de aquí que los boquerones), que si qué vulgaridad de gata, que si yo debería ir pensando en cortarme el pelo... Además se hacían los comentarios la una a la otra, como si no estuviéramos (“Fíjate Edu...”, ¿Has visto, Edi...?”) A los diez minutos habían conseguido ponernos en su contra a todos menos a Bruno, que había decidido dedicar toda su atención a la merienda y hacía como si no las escuchara.

Y así siguió la merienda, con las Edus soltando impertinencias, Cristo poniendo caritas de “perdón, perdón, perdón”, y nosotros mordiéndonos la lengua. Hasta que una de ellas, creo que Edi pero no estoy segura, miró a Madagascar.

- ¿Y tú qué eres, criatura: hembra o macho?

Como conocemos a Madagascar, todos contuvimos la respiración. Todos menos Bruno, que se estaba inflando a tarta de manzana y no dudó en gritar con vocecilla alegre (y la boca llena, todo hay que decirlo):

- ¡Me la sé! ¡Es hembra!

Madagascar resopló un par de veces, miró a la Edu correspondiente y dijo aplicándole su mirada más fulminante:

- ¿Y ustedes qué son: loros, o cacatúas?

Todos dejamos de masticar e incluso creo que durante unos minutos volvimos a contener la respiración. Cristo se puso blanco como el papel. Las Edus se quedaron petrificadas y, antes de que nadie reaccionara, Bruno, sin dejar de mirar el trozo de pastel que se estaba hincando, gritó de nuevo con su vocecita clara:

- ¡También me la sé! ¡Son cacatúas!
- ¡Bruno!
- Si es verdad, mamá, ¿no recuerdas que los loros eran grandes y muy simpáticos? ¡Son cacatúas, fijo!

Yo sé que teníamos que haber regañado a Madagascar pero qué quieren, al día siguiente la invitamos al cine. Y Cristo se acercó ayer de estranjis y le trajo de regalo un libro.

lunes, 9 de febrero de 2009

Injusticia

Nunca había tenido nada nuevo. De pequeña heredaba la ropa de sus hermanas y primas; ahora la compraba en mercadillos. Siempre compraba coches usados. Su marido había estado casado antes dos veces. A la hora de comprar casa compraron una de segunda mano. Trabajaba haciendo suplencias. Hacía un año le habían transplantado un riñon. Incluso sus hijos eran adoptados. Cuando el ayuntamiento la multó por no separar la basura y no hacer montoncitos para el reciclaje no dijo nada. Simplemente rió, rompió la multa, tiró toda su ropa al contenedor, y fundió la tarjeta de crédito en El Corte Inglés.