viernes, 31 de agosto de 2007

Simón

Cuando el Jueves Santo la Legión procesionaba escoltando al Cristo de la Buena Muerte no sabíamos si nos gustaba más escuchar a los legionarios cantar el "Novio de la muerte", o ver a su mascota, Simón, un monito que desfilaba uniformado. El año que vino La collares cantaron demasiadas saetas desde la tribuna. Los legionarios aguantaban inmóviles. De pronto se oyó una voz: "¡Chamorro, coño...! ¡Sargento...! ¡El mono! ¡Que se la está cascando!". El sargento Chamorro guanteó a Simón, y acabaron las saetas. El año siguiente la mascota fue una cabra. Un legionario contó que Simón acabó con los titiriteros.

jueves, 30 de agosto de 2007

El inspector llevaba un buen rato exponiendo las razones por las que había que cerrar el convento.

- Es un desperdicio, un solar tan grande sólo para plantar hierbajos.

La madre Encarnación había escuchado en silencio.

- Don Aníbal, permítame ofrecerle una taza de té. Es una variedad especial que estamos empezando a cultivar y tenemos la esperanza de que su comercialización nos librará de la ruina.

El inspector bebió. Media hora después firmaba el visto bueno y el aval para que las monjas continuaran en su casa. La madre Encarnación suspiró. “Tenían razón las hermanas de Ketama; estas hierbas son milagrosas”.

miércoles, 29 de agosto de 2007

El hombre seguro

Una de las cosas que más excitan es un hombre seguro de su atractivo. Seguro, no sobrado. Ese tipo de hombre que se te acerca y despliega todas sus armas de seducción con naturalidad, sin trampas ni trucos. Y sin prisas, sabiendo que lo mejor es jugar sin apresurarse, saboreando cada momento del juego. Desde el principio el hombre seguro ha puesto sus reglas sin admitir la posibilidad de cuestionarlas. No ha perdido el tiempo con tonterías, es claro y directo, no busca hacer daño.

El hombre seguro me besa y me mira sonriendo como si fuera un lobo antes de comerse a su presa. Es cuidadoso; no necesita concentrarse en mantener una pose, puede dedicarse a observarme y sabe exactamente lo que quiero en cada momento. Lo sabe, no lo adivina. No tantea, no pregunta, no prueba; simplemente lo sabe y lo hace. Sabe lo que me gusta. O quizá no es tanto que sepa lo que me gusta, como que me gusta todo lo que me hace y cómo lo hace. Y lo disfruta tanto o más que yo. Me besa, me roza, me toca, me acaricia, me lame, me muerde, me recorre, me explora, me abre, me penetra, y consigue que desee hacer con él cosas que ni siquiera yo, que no tengo pudor para hablar de lo que sea, nombro. Logra que el deseo no se agote. El hombre seguro es por sí y en sí mismo el deseo.

martes, 28 de agosto de 2007

Polonia

Dormimos en un campo de tiro. No es una metáfora; estamos alojados en unas
cabañas de madera que parecerían un idílico campamento de verano infantil si
no fuera porque pertenecen al ejército y forman parte de las instalaciones de un campo de tiro situado a las afueras de la ciudad. La primera noche, cuando fui a entrar, dos soldados me dieron el alto desde las torretas de vigilancia mientras amartillaban sus fusiles. Desde entonces, cuando voy de recogida, empiezo a canturrear unos metros antes de llegar para que me oigan, y les llamo a voces desde la puerta. Para que no me frían a tiros.

Las cabañas no son lujosas pero son cómodas. Tenemos agua caliente las 24 horas de día pero no la disfruto. Únicamente la utilizo los cinco minutos que tardo en ducharme y lo hago con la sensación de que el agua puede taladrarme la piel. Después de lavarme me froto con la toalla para eliminar cualquier resto de humedad hasta que la piel se me pone roja. Me pongo las bragas de papel que compré en la farmacia antes de venir para no tener que lavar aquí la ropa interior. No voy a lavar nada hasta que vuelva a casa; el agua me da miedo y sólo la bebo embotellada. Nada de té ni café. También me dan miedo las verduras y la carne, pero algo tengo que comer. Procuro comer sola para no tener que dar explicaciones a nadie.

Ya he dejado de mirar al cielo constantemente, pero la semana pasada, en Lublin, no pude dejar de hacerlo, como si esperase que la nube radiactiva se materializara de alguna manera visible, como si la lluvia ácida fuera a caer sobre nosotros en forma de lluvia de meteoritos en llamas. No puedo creer que nadie sepa nada. Hace ya diez días que explotó el reactor de la central, y ninguna emisora, ninguna cadena de televisión de Europa ha dejado de informar sobre Chernobyl, y sin embargo aquí nadie lo sabe. Ni siquiera los compañeros de prensa con los que he hablado conocían la noticia y he visto en sus caras el espanto al contárselo. La nube radiactiva avanza rápidamente pero todos continúan haciendo su vida normal ignorando que la comida, la tierra, el agua, el aire, están contaminados.

A veces me siento culpable, como si conocer la situación me revistiera de algún tipo de escudo que me protegiera de la radiactividad, pero estoy tan vendida como ellos, tengo el mismo riesgo de contaminarme y a ratos no sé por qué he aceptado venir y por qué sigo aquí cuando la normalidad es la de siempre, los restaurantes siguen ofreciéndome únicamente dos platos de carne para elegir, tengo que hacer las mismas colas de siempre para comprar cualquier cosa, y el aire tiene el mismo olor a manteca rancia que parece envolver a todos los países de la “Europa del Este”.

No hay nada anormal que fotografiar, no ocurre nada extraño que reseñar, y sin embargo miro alrededor expectante, como si el desastre fuera a caer en cualquier momento. Tengo la sensación de que estamos marcados y sé que a partir de ahora viviré con el temor de que algún día la marca cobre vida y se haga visible manifestándose con un horror que me gustaría dejar de imaginar.

Mi desasosiego contrasta con el entusiasmo de Henryck. Henryck es arquitecto. Es rubio, luminoso. Polaco, nacido en Varsovia, estudia español en la universidad. Le conocí nada más llegar a la ciudad; se me acercó cuando vio que estaba ojeando un diccionario fraseológico ruso-español, y desde que se enteró de que era española no se ha despegado de mi lado. Me ha llevado a comprar caviar de contrabando, hemos cambiado dinero en el mercado negro, me llevó a un local a ver el espectáculo de strip-tease más triste que jamás hubiera imaginado, y me ha mostrado las tiendas con más sabor de la ciudad, comercios diminutos donde parece que el tiempo se hubiera detenido antes de la invasión alemana.

Ayer entramos en Le Royal Meridien, y le pregunté si quería tomar un helado. “¿Uno entero para mí solo?” preguntó, y los ojos le brillaron. Nos tomamos varias copas gigantes rebosantes de colores; yo tenía ya la lengua insensible, y Henryck no podía dejar de hablar y sonreir. Me dijo que, pasara lo que pasara, siempre recordaría esa tarde de lujo y helados y se sentiría afortunado. Y fui incapaz de decirle nada. Mañana temprano me marcho y esta noche, después de cenar, mientras me acompañaba al campo de tiro caminando, le he explicado la incidencia en el reactor de la central nuclear, le he hablado de la nube radiactiva y del peligro que supone para él, para sus futuros hijos, para todos. Henryck ha mirado el cielo con miedo, sin decir nada.

martes, 21 de agosto de 2007

¿Animales?

Estos días hay un circo en el pueblo. No es que se haya montado jaleo por algo, no, hablo en sentido literal. Estos días hay un circo en el pueblo; han llenado las farolas de banderines con cabecitas de fieras pintadas y unas letras rojas enormes en las que pone "Gran Circo Noséqué" (no pone noséqué, claro, es que todavía no sé el nombre del circo porque entre que el calor me nubla la vista y que no tengo interés en ir, no leo más allá de Circo). Además, de cuando en cuando pasa una camioneta descubierta con unos megáfonos chillando que vayamos que vayamos que vayamos a ver "el graaaaaaan espectaaaaaaaaaáculo..." Menos mal que pasan por la carretera y por las calles del pueblo (o sea, las calles-calles, asfaltadas, con casas a los lados y tal, no por las que estamos en el campo campero) y lo oímos poco, porque es como para practicar el tiro con honda con ellos.

Ayer por la tarde, a eso de las cuatro y media (casi plena siesta, que estamos en agosto y hace un calor descomunal, se lo recuerdo a todos para que se sitúen en lo que puedan) estaba cortando el pelo a los perros cuando escucho el megáfono del circo anormalmente cerca. "Vaya, por Dios" pensé "a que pasan por aquí, y todo". Efectivamente la camioneta venía traqueteando por mi calle. Y cuando más cerca parecían estar se oye "espectaaaaaaaa, ¡ostia!", y un frenazo que me pareció justo en la puerta de mi casa. Minutos de silencio y el timbre amenazando con echar la casa abajo. Pasé de ir a ver, que estaba sudando como un gorrinillo y llena de pelos de los perros, y para eso tengo hijas. Al momento viene mi hija pequeña y dice: "que en la puerta hay un señor en taparrabos que dice que el oso se ha desmayado y que si podemos darle agua". Mi hija tiene nueve años y todavía vive en los mundos de Yupi, así que pasé por alto lo del oso y le dije que sí, claro, que abriera la verja. Y efectivamente, entran dos señores mas bien gorditos vestidos con taparrabos de leopardo y botas negras (o sea, una mezcla entre los domadores y los forzudos de las ilustraciones de los circos antiguos) llevando entre los dos a un oso. No era un oso de verdad, claro, se veía a la legua (y se olía el alcanfor a la legua también), sino otro gordito disfrazado, y mis perros se quedaron tan campantes, pero al perro del vecino (se me olvidó decir que mis vecinos están de vacaciones y me han dejado a sus perros, o sea que esto parece el arca de Noé) le entró un exceso de celo y le pegó un bocado en una pata. Menos mal que es un cocker pequeñajo, y que el oso como estaba desmayado no se enteró mucho.

En fin, que los gorditos en taparrabos dejaron al oso sobre la mesa grande del jardín para quitarle el disfraz. Claro, a quién se le ocurre plantar un disfraz de piel sintética a un señor y pasearlo por la calle a las cuatro y media de la tarde en pleno mes de agosto andaluz. En ésas se abre la cancela de la puerta, entra JB, que venía del vivero cargado con un arbolito, nos mira sin inmutarse (imaginen la escena: dos señores gorditos en taparrabos de leopardo quitando la piel a un oso sintético sobre la mesa del jardín ayudados por mí que estaba cubierta de pelos de los perros, mientras mi hija sujetaba al perro del vecino, que gruñía como si nos quisiera comer a todos) y dice muy serio: "que cuando terminéis de despellejar al oso vayáis a por el tigre muerto que hay en la camioneta". "¡El tigre!" dicen a voces los gorditos del taparrabos aleopardado, y se van corriendo para volver a los dos minutos con otro desmayado. Hala, misma operación de despellejamiento y cuando ya estaban los dos pobres señores libres de las pieles, en gayumbos sobre la mesa, a darles agua por dentro y por fuera. Menos mal que se reanimaron, los pobres. Y cuando ya eran de nuevo personas, sale mi hija pequeña que estaba ayudando a su padre a preparar un té verde para ponernos a todos a tono, y dice con toda candidez: "señor oso, señor oso, a usted le pongo miel en el té, ¿verdad?" Y me dio la risa, claro.

Esta mañana nos ha llegado un cestito con flores, un paquetito de té, un frasquito de miel, y entradas para el circo. Tengo curiosidad por ver si los animales son de verdad.

domingo, 12 de agosto de 2007

El Juan Francisco y la maría

Está claro que se han propuesto volverme loca perdida. Mira que a mi eso que hicieron ayer de arrancar las plantas (incluidas las de maría, ¡ay!), y tirarlas por el monte hechas un atadillo no me pareció ni medio bien. Yo era partidaria de hacer un abandono de plantas selectivo, siempre y cuando seleccionara yo, porque a ver, me parece de perlas que el señor Paco decidiera perdonar a las lechugas y me las separase para el consumo (amos anda, 22 lechugas en un par de días no me las como yo ni por penitencia), pero los rosales y la maría... son otro cantar.

En fin, que lo tiraron todo y allí que se quedaron los cadáveres de las plantas abandonados y solos. Bueno, solos, lo que se dice solos, la verdad es que no. Esta mañana, así como al medio día, hemos escuchado una bronca descomunal en la calle, nos hemos lanzado uno de los señores trabajadores y yo a ver qué pasaba, y hemos visto un camioncito parado en medio de la calle. He dicho en medio por decirlo de manera fina, porque la verdad es que la calle debería haberse quedado con rango de carril porque es lo más estrecho que dan por calle, y el medio es lo mismo que la derecha y la izquierda. Pues allí, en el total de la calle (que es pelín empinada) había un camioncito cargado con jaulitas de pavos (en mi vida había visto tanto pavo junto, vaya, ni en el instituto) despotricando contra algo que no le dejaba pasar. Ese algo ha resultado ser el burro de mi vecino, Juan Francisco. A ver, explico, mi vecino se llama Fede; Juan Francisco es su burro. Pues allí estaba Juan Francisco, el cual buscando la sombra del algarrobo había dado en despatarrarse en la calle.

En descargo de Juan Francisco hay que aclarar que la del algarrobo era la única sombra a la que arrimarse. También hay que declarar que el pobre no parecía el mismo borriquillo alegre y pataleón de todos los días. Como que cuando me he acercado me ha mirado con ojillos telarañeros. Entre eso, el hilillo de baba que le caía por un lado del hocico, y que el pobre hacía esfuerzos tremendos por ponerse en pie pero tenía las patas como de algodón (como Platero sólo que oliendo a burro de verdad), me ha asustado un poco. De pronto se me ha encendido una luz: "a ver, ¿dónde tirásteis ayer las plantas?" Me han señalado y, efectivamente, lo que me temía: Juan Francisco tenía un colocón de maría como he visto pocos. Hemos intentado levantarlo y quitarlo de la calle pero habría resultado más fácil hacer renunciar a Fraga, así que para mi sorpresa el conductor del camioncito se ha remangado, se ha cargado el burro a hombros (de verdad, de verdad) y, entre los aplausos de los vecinos y los señores trabajadores, que estaban ya todos mirando, lo ha dejado tumbado bajo un olivo. Y todavía dicen que Juan Francisco es el burro.

jueves, 9 de agosto de 2007

De naranja y de limón

"¡¡¡Al membrillo, al membrillo!!!" Por un momento me he sentido como si hubiera hecho un flasbá y estuviera de nuevo en medio de una pelea del recreo en el colegio. Qué susto. Pero no. Es que los señores trabajadores han comenzado a excavar y lo primero que han hecho ha sido desarraigar los árboles del jardín. Como Iván, que es el que conduce la excavadora no ve ni un pimiento metido en la cabina, el señor Paco, su padre, le indica. Y ahí ha estado el señor Paco gritando "al membrillo, al membrillo" cada vez que quería que Iván desenterrara un árbol. Os lo creáis o no, han sacado un lilo, un magnolio, una jacarandá, una palmera (tela... pero tela), un laurel, una higuera, un limonero, un almendrito y un cerezo de Japón, pero membrillos ni uno. Como que no teníamos. A mi me ha resultado curioso que siendo de campo (apuesto algo a que llevan el arado tatuado en el bíceps) todos los árboles les parecieran membrillos. A saber. Igual es que son así como daltónicos pero para los árboles.

Lo divertido es que hacían distingos según el fruto. Me explico: cuando le ha tocado el turno al limonero, el señor Paco ha gritado "al membrillo de limón", como si fuera una Fanta. Total, que hemos separado las plantas por nivel de damnificación y hemos puesto los membrillos en el lado sano del jardín. El resto de las plantas ("que ahí le he sacao toas las lechugas pa que las aprovechen y se las coman", como si me fuera a comer de golpe 22 lechugas... anda que...) las ha tirado un sobrino del señor Paco al campo después de hacer un burruño con ellas.

A mi me ha dado cosa decirles que las plantas de maría no había que tirarlas, no fuera a ser que se pensaran que una es una viciosa, pero joé, que tenía unas pocas y todas más altas que yo (escaso mérito pasar del metro y medio, claro). Creo que esta noche me armaré de linterna y las buscaré en el monte, que no están las cosas para desperdiciar.

Y... creo que ya no quiero ser gruísta. Como divertido me lo sigue pareciendo. Es más, cada vez me parece más impresionante eso de subir por una cuesta vertical aguantando la máquina sobre dos ruedas nada más y derrapando al caer entre los "oleeee" entusiasmados de la cuadrilla de Dragan, el bosnio que le hace la obra a un vecino (aquí el que más el que menos todos somos damnificados por la naturaleza natural) y que entre seguir alicatando y disfrutar del espectáculo de Ivan a lomos de la excavadora de la Srta. Pepis han optado por lo segundo. Y también me parece muy divertido subir por una rampa de chapas de hierro que a la tercera pasada ha empezado a soltarse. El problema es que tanta diversión me parece excesiva, yo soy más comedida que todo eso. Vamos a ver, si a mi coger el autobús del pueblo ya me parece un deporte de riesgo. Casi que mejor me busco otra profesión para el futuro.

miércoles, 1 de agosto de 2007

El Golam

Al oasis se llega cogiendo primero el autobús de línea hasta el último pueblo de la frontera y caminando después como una hora por las montañas de El Golam. La parte del autobús es fácil, no hay más que ir a la estación de Tiberias, por ejemplo, sacar un billete y resignarse a compartir el trayecto con los campesinos y sus animales de granja. Los pasajeros son principalmente judíos.

Montamos en el autobús y el trayecto es relativamente tranquilo. No hay ninguna parada por sospecha de mina ni bomba; hay tantos viajeros que algunos tenemos que ir de pie y el conductor, viendo que cada vez que coge una curva gritamos como si nos cayéramos, decide acelerar y cerrarse en las curvas riendo entre dientes mientras nos mira por el retrovisor. Finalmente una mujer mayor cae al suelo y reduce la velocidad. La parte de la caminata tampoco es difícil, entre otras cosas porque nada más comenzar a andar pasa un camión con soldados de las Naciones Unidas que nos interrogan y nos piden documentación. Creo que cuando les decimos que vamos de excursión a darnos un baño en el oasis se quedan algo pasmados, sobre todo cuando abrimos las mochilas y les enseñamos los bocadillos y las toallas que llevamos en unas bolsitas de El Corte Inglés. Los pobres nos explican que estamos en zona de conflicto, a ver si así damos la vuelta y cuando ven que no estamos dispuestos a regresar se ofrecen a llevarnos porque les pilla de paso, así que nos subimos al camión y nos acomodamos entre los soldados y sus armas. Estoy acostumbrada. Si alguien me hubiera dicho que alguna vez un soldado me iba a pedir que le sujetara el fusil mientras se ajustaba la bota no lo habría creído. Ahora me espero todo.

Los soldados conversan con nosotros como si estuviéramos tranquilamente en un bar. Paavo les habla de las taigas finlandesas y de las virtudes de la sauna sin dejar de sonreir ampliamente. Erik y yo le escuchamos al borde de la carcajada. Paavo es un fotógrafo excelente. A él y a Erik; nunca les he visto separados, son uno de los mejores equipos que conozco aunque es cierto que yo coincido pocas veces con ellos por motivos laborales. Afortunadamente.

El oasis es a la vez sobrio y espectacular: una fina cascada que cae desde rocas altísimas y forma una poza del tamaño de una alberca tan rodeada de árboles y arbustos que no se ve. Me recuerda a los oasis de montaña del sur de Túnez. A pesar del calor el agua es fría, tan fría que corta la respiración y cuando me tiro no puedo evitar un grito ante las risas de Paavo y Erik, que como buenos vikingos nadan sin notar el frío.

Después del baño, mientras nos secamos al sol y nos comemos los bocadillos, escuchamos a lo lejos las explosiones. No sé qué piensan ellos, qué recuerdos les traen. Yo pienso en el primer desayuno en el hotel, al otro lado del Mar de Tiberiades. “¿Bombas?” preguntamos al camarero después de varias explosiones. “Maniobras; aquí no hay conflicto”. Y se quedó tan pancho. Volvemos caminando en silencio y cuando llego al hotel Serguei me está esperando en la habitación. Bebe vodka muy frío mientras mira las fotografías de hoy. Él también ha pasado el día en El Golam. Veo la imagen de un soldado de los cascos azules destrozado y me cuenta brevemente, con frases cortas, como queriendo acabar antes, que un camión ha sido bombardeado a tres kilómetros del oasis. Sé que es “nuestro” camión, y que ocurrió mientras nosotros nadábamos y jugábamos en el agua, y me bebo de un trago el resto del vaso de Serguei. Entran Paavo y Erik, que se han enterado, y comentan las fotografías con Serguei de forma crítica, profesional. Yo me siento mareada, salgo a la terraza a tomar el aire, y vomito el vodka, las explosiones que no cesan, y las caras de los soldados del camión.