martes, 23 de septiembre de 2008

Lisboa

"Nos quejamos mucho pero a todos nos gusta la saudade, todos nos dejamos
envolver por ella. Y nos gusta". Teresa habla despacio, tan pausadamente que
casi no se nota que hace continuas paradas para dar pequeños sorbos a
su vaso de refresco. Marcelo la escucha atentamente, preparado para
intervenir cuando haga falta. Por un lado le agrada conversar, por otro lado no le gusta nada escucharse porque tiene frenillo así que se queda en un segundo plano, mirándonos a todos. Entorna los ojos para evitar el humo del tabaco, que invade hasta el último rincón del local, y bebe vino blanco. Serguei fuma sin parar, escucha atentamente, y de cuando en cuando aprovecha las pausas de Teresa, no para completar sus frases sino para complementarlas. Serguei no es para nada un espíritu triste pero la saudade despierta en la melancolía rusa de su alma, ésa que pocas veces muestra. Yo escucho en silencio. En un local con tanto ruido de fondo tengo que elevar la voz más de lo normal (suelo hablar en voz bastante baja) y hoy me duele la garganta así que permanezco callada.

"La saudade se acerca sin estridencias, se desliza a tu alrededor, te
acaricia, y poco a poco te dejas envolver por ella hasta que se convierte en
parte de ti". Teresa es cantante de fados. Nació en Lisboa y ha vivido
siempre aquí. Aprendió a cantar en su casa, en su familia ("un poco como
aprenden flamenco los gitanos, supongo", explica sonriendo), y canta por las
noches en algunos locales del Chiado acompañada a la guitarra por Marcelo,
un vecino "de toda la vida". Por las mañanas trabaja como dependienta en una
papelería. En su vida diurna, Marcelo es funcionario.

Hemos recalado en el bar después de haber recorrido el Chiado, sin prisas, sin rumbo, dejándonos llevar por el aspecto de cada local, eligiendo en cada ocasión uno opuesto al anterior. Antes de venir a éste hemos estado en un bar de música disco y cuando hemos cambiado de local lo primero que nos ha sorprendido ha sido el silencio, dominado por la voz de Teresa. La actuación de Teresa y Marcelo ha cambiado el rumbo de la noche. De la pura risa hemos pasado, casi sin transición, a la conversación de caminos infinitos. De cuando en cuando Teresa y Serguei callan. Les miro: la gentil saudade portuguesa, la torturante nostalgia rusa. No puedo evitar verme como una simple espectadora, una aprovechada que oscila entre una y otra según lo pida mi ánimo pero sin adoptar ninguna de ellas. Y, a pesar del enorme atractivo de ambas actitudes vitales, pienso que me gusta no estar atada a ninguna, poder elegir en cada momento, cambiar, darme permiso para ser imprevisible. Sonrío ampliamente y los tres me miran sorprendidos.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Golondrinas taradas

La verdad es que cuando las cosas salen bien, salen bien de verdad. Claro, también es cierto que si algo puede salir mal saldrá como el culo, pero ése es otro tema. La tele. No pasa un día sin que me felicite por haber sido de las primeras personas del país en abonarse a una cadena de pago. Por ejemplo, cuando eran pequeñas mis hijas eran las únicas niñas del colegio que, como no veían anuncios en la televisión, pedían los juguetes de Reyes mirando catálogos del híper o dándose una vuelta por el Toys. Era estupendo para todos. Para mí porque me evitaba el bombardeo constante del “¡me lo pido!” (al principio es tierno y gracioso pero cuando lo has oído así como cincuenta veces en una tarde aplicándolo cada vez a un juguete distinto se te acaban por poner los nervios de punta y echas espumajaros por la boca como si te hubieran poseído) y para ellas porque se ahorraban la decepción de ver que el juguete no se movía solo como en la televisión (una amiguita de Kenya se pasó horas llorando porque cuando cogía la muñeca en brazos no sonaba la música de fondo que se escuchaba en el anuncio ni a ella se le volvía el pelo rubio como a la niña de la tele).

Otro ejemplo: si no fuera por la cadena digital nunca me habría enterado de la apasionante vida del pollo Michael (y me habría perdido el espectáculo de ver cómo a JB se le ponía la cara de un delicado color turquesa al ver comer al pollo decapitado), ni sabría cómo se hacen las pilas (quién habría pensado que a Kenya le interesaba el tema hasta el punto de tragarse tres reportajes seguidos sobre lo mismo), ni habría tenido la oportunidad de escuchar a Madagascar disertando sobre los diferentes tipos de urna funeraria que se pueden encontrar hoy día (ella se decantaba por una que está hecha de una materia orgánica que se disuelve poco a poco en el agua de forma que tú tiras las cenizas de tu difunto al mar, por ejemplo, y aquí paz y después gloria). Claro, también tiene algún que otro inconveniente, como terminar conociendo casi por su nombre absolutamente a todos y cada uno de los bichos que pueblan el Masai Mara, Terranova, Mongolia, y lo más profundo de los mares del mundo mundial, hasta el punto de no impresionarte ni conmoverte ninguna imagen referida al reino animal. Hace un par de meses, por ejemplo, estaban Kenya, Madagascar y Bruno sentados en el sofá viendo un reportaje sobre las crecidas del río Mara y “cantaban” a coro el guión del reportaje: “ahora entra un león por la derecha”; “ahora el león se come al ñu despistado”; “ahora el elefante pisa al cocodrilo”; “ahora al cocodrilo se le esparraman los sesos por el río”... y así. Ellos estaban descojonados perdidos, claro, pero a mí me pareció ya un poco excesivo. Cuando llegamos a ese punto JB decide pasar olímpicamente de ese tipo de documentales, los “prohíbe”, y nos culturiza con cosas tan entretenidas como la vida en las cárceles americanas (es el último enganche que tienen, el otro día había que verles sollozar viendo cómo Jay, un recluso que había entrado en la cárcel sin estudios ni ná se graduaba en derecho por una universidad y toda su familia iba a ver cómo le daban el diploma).

Yo reconozco que no veo la tele y me dedico a otros menesteres propios de mi sexo y condición así que eso que me pierdo y estoy condenada a ser la más inculta de la familia, pero no todo está perdido porque digo yo que, aunque sea de pasar cerca de cuando en cuando, algo se me irá quedando almacenado en el cerebro. Por ejemplo, tanto documental de focas, elefantes, garzas y demás me ha dejado claro que menos el hombre, que somos lo más zoquete del reino animal, todos los demás bichos del orbe tienen un sentido de la orientación bárbaro y que los que se pierden es porque no se merecen ni respirar, de torpes y tarados que son. Como Armando, un despiste con alas que se estrelló este verano contra la cristalera de la casa en tierra de lobos. Fue una tarde plácida. Estaba yo intentando acomodar toda la ropa sucia dentro de la lavadora cuando escuché un “PLAFFFF” estruendoso seguido de correteos y muchos gritos. Como pasa que de cuando en cuando se nos estampan contra los cristales voladores más torpes que la mar y se espanzurran de mala manera yo dejé lo que estaba haciendo y salí con el recogedor en la mano dispuesta a hacerme cargo del cadáver y rezando para que no hubiera mucha sangre, que eso da un mal rollo tremendo. La buena noticia fue que el presunto suicida con alas estaba vivo, atontadillo pero vivo. La mala noticia fue que los niños, con la connivencia del propio pollo, decidieron adoptarlo y quedárselo en casa después de bautizarlo como Armando.



En fin. Las andanzas de Armando el cagarrutero se las contaré otro día, si quieren.

Menos mal que los seres humanos tenemos otros recursos para paliar estas taras con las que nos ha obsequiado la naturaleza y estamos dotados de boca para preguntar el camino si no sabes cómo ir a algún sitio. Bueno, eso si eres hembra, que no nos duelen prendas a la hora de preguntar. Si eres macho lo tienes más difícil porque a pesar de que las generalizaciones suelen ser erróneas es cierto que ELLOS parecen estar genéticamente incapacitados para preguntar. Y si van solos, anda y que les zurzan. El problema es cuando se erigen en cabeza de la manada. Les cuento.

Esta mañana estaba nublado. La verdad es que digo mañana porque técnicamente ya era el día de hoy pero todavía no había amanecido y, a pesar de que la luna está gordita estos días, como estaba nublado estaba todo oscurito. Al salir de casa ¡zas! Apagón general en el pueblo. Pasa a menudo. Al principio me ponía de los nervios pero ya no me extraña nada y me pilla siempre preparada: velas y linternas en casi todas las habitaciones de la casa y la ropa y accesorios del día preparados la noche antes para que no me pase como algunas veces que como no veía nada he salido de casa vestida con más colores que Agatha Ruiz de la Prada y, horror de los horrores, maquillada como ella. Eso sí, entre que todavía era de noche, que había nubes, y el apagón, no se veía un pimiento y caminar por el cauce del arroyo, en pleno campo campero, a oscuras no es algo que me seduzca mucho (ya sé que lo más que me puede salir al paso es una cabra, o algún borriquillo, o un perro perdido, que por aquí no campan leones ni rinocerontes, pero qué quieren, en esos momentos me siento como Caperucita a punto de ser devorada por el lobo) así que he mascullado unas cuantas imprecaciones (más que nada para evitar el silencio que hace que los crujidos de las ramas parezcan pisadas de hombre lobo acechante) hasta que he llegado a la parada.

La llegada del autobús ha sido un poco fantasmal, parecía aquello una película de miedo de ésas en las que la protagonista está esperando el bus y cuando llega está conducido por zombies o algo así. Éste no llevaba zombies (casi hubiera sido mejor), llevaba cuatro gatos (los cuatro pringaos que cogen el autobús antes de las siete de la mañana) y un conductor nuevo que lo primero que ha hecho ha sido perderse al salir del pueblo. Hombre, hay que reconocer que no se veía ni chimpún y que los que diseñaron los distintos ramales de la carretera debieron planificarlos cocidos en anís Del Mono porque sólo así se explica que al final del pueblo a la carretera le salgan tres venas una a continuación de la otra, divididas a su vez en multitud de capilares que surcan alegremente los montes en dirección a distintos pueblos y cortijadas. Y los diseñadores de los carteles señalizadores debieron estar invitados en la misma juerga que los otros porque han colocado todos los letreros en el mismo sitio, uno encima del otro, y con las flechas en la misma dirección y sentido. Así que es un lío, vale, y entre eso y que la oscuridad era total pues no habría estado de más que el conductor hubiera aminorado la velocidad y se hubiese concedido unos minutillos para elegir la carretera correcta, sobre todo teniendo en cuenta que era el primer día que hacía esa línea. Pero no; el muchacho dejándose llevar por el aturullamiento de la situación tiró por el primer ramal que le pareció bonito y, claro, terminamos en la autovía en sentido contrario al nuestro.

Yo no me había dado cuenta porque iba leyendo; he levantado la cabeza del libro cuando los murmullos que se cruzaban los cuatro gatos se han convertido en gritos. Hala, a dar la vuelta. Ahí ya iba el personal un poco alterado así que cuando hemos llegado a otro ramillete de ramales los cuatro gatos han empezado a vocear para advertir al novato de cuál era la salida correcta. Por supuesto, el novato no ha hecho ni caso y ha vuelto a coger la primera salida que le ha parecido buena con lo cual los gritos han arreciado porque todos sabíamos que por allí íbamos a terminar en la playa. Y, efectivamente, hemos embarrancado en el acceso a la playa. Por cierto, qué bonita la playa a esas horas, justo antes de amanecer, tan vacía, tan solitaria, y tan oscura que ni veíamos por dónde habíamos entrado a la playa. El chófer se ha puesto tan pálido que se le veía la carita en la oscuridad (sólo habría faltado que brillara en verde fosforescente como las virgencitas de Lourdes que tenía mi abuela encima de su cómoda). Y entonces ha vuelto la luz y a mí me ha dado la risa porque por un momento me ha dado la sensación de que parecíamos una bandada de golondrinas taradas. P’a rematarnos, vaya.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Vacaciones

Creo que no lo había dicho. Tengo vacaciones de nuevo.