martes, 25 de marzo de 2008

La noche del cometa

Rafael viene a recogerme. No hace mucho frío pero llevo unas mantas de viaje porque es temprano y de madrugada refrescará. Al ponerlas en el asiento de atrás del coche veo saco de dormir: Rafael ha pensado lo mismo. Yo traigo, además, una mochila pequeña con un termo de té dulce y galletas. Enciendo el equipo de música y suena Serrat. Sonreímos. “¿Pero es que tus hermanos sólo escuchan a Serrat?” El coche es de los hermanos de Rafael, los pequeños, los gemelos. Tienen sólo dos años menos que yo, y estudian en mi facultad; ellos casi empiezan y yo ya termino. A veces me los cruzo por las escaleras. Entonces nos miramos y nos saludamos con una inclinación de cabeza. Nunca hemos hablado pero sabemos quiénes somos porque nos hemos visto en fotografías en casa de Rafael. Los fines de semana salen de bares, a beber, y le prestan el coche a su hermano mayor, el artista, el bohemio. Y nosotros salimos por los pueblos, vemos montes, comemos en sitios desconocidos y tomamos café viendo a los viejos jugar al dominó y al mus en bares en los que no entran turistas. Por las noches, en invierno, recorremos las calles de Madrid hasta que nos hartamos, aparcamos el coche y buscamos algún sitio acogedor en el que seguir conversando o escuchando buena música.

Esta noche es diferente. Salimos de Madrid en dirección a Navacerrada. Subimos el puerto. A Rafael, que no suele venir por aquí, le sorprende la cantidad de tráfico que hay a estas horas. Conduce despacio dejándose adelantar por todos. Nosotros no vamos a ningún sitio en concreto, nadie nos espera, no tenemos que estar en ningún lado a ninguna hora así que podemos permitirnos el lujo de ir despacio, disfrutando el camino. El puerto está lleno de coches. Hay de todo: parejas que quieren pasar una noche especialmente romántica, grupos de amigos que han venido a ver el prodigio, familias con niños excitados por la novedad es estar fuera de casa a estas horas. Aparcamos y durante un rato miramos el cielo, como todos, hasta que decidimos buscar otro observatorio con menos gente.

Bajamos el puerto y nos perdemos por una carretera local hasta llegar a una pequeña explanada. Conozco el sitio. Estamos en Cercedilla. Le cuento a Rafael que aquí es donde se organizan por San Juan las Enramadas del pueblo. Hoy no hay nadie. Aparcamos, cogemos las mantas, el saco de dormir y la mochila, y avanzamos a pie unos metros por un caminillo. Nos sentamos sobre una manta y nos abrigamos con la otra y con el saco. Bebemos té caliente y nos comemos las galletas mirando al cielo. Conversamos, nos gusta hacerlo, pero durante el momento mágico, sin ponernos de acuerdo, nos callamos los dos y nos perdemos mirando las estrellas, las señales del Halley que pasa. Dicen que el de este año no es el avistamiento más espectacular. A mí me parece una maravilla.

martes, 18 de marzo de 2008

Cuidado con lo que deseas...

Quería una tarta perfecta para una boda perfecta así que buscó por todo el país hasta que encontró a los pasteleros capaces de convertir sus fantasías en chocolate, y les explicó qué quería. El día de la boda todo fue perfecto, como había soñado. El vestido causó sensación, la ceremonia hizo llorar a madres y amigas, y la comida satisfizo a todos. Cuando apareció la tarta se quedaron sin habla. Se trataba de una perfecta reproducción en miniatura del Taj Mahal realizada en mazapán y chocolate. Era tan perfecta que no quisieron ni cortarla. De postre comieron frutas de temporada.

domingo, 16 de marzo de 2008

... al que no estrena se le caen las manos

Cuando era pequeña me daba bastante miedo el Domingo de Ramos (me daba miedo casi todo, la verdad, pero me reconocerán que lo de temer el Domingo de Ramos como si fuera un viernes trece o el día del cumpleaños de Chucky se sale de lo común). Por un lado me encantaba porque solíamos pasarlo en Alicante y nos compraban unas palmas trenzadas tan bonitas que las conservábamos el resto del año hasta que terminaban, negras y churretosas perdidas, en el cubo de la basura. Las palmas no me daban miedo más allá de que acabáramos ensartándonos un ojo con alguno de los remates o que acabara tragándome las borlas trenzadas que les colgaban por todos lados. Lo que me daba miedo era el dicho que durante la semana anterior escuchábamos a todas las abuelas: Domingo de Ramos, al que no estrena se le caen las manos. Las abuelas soltaban semejante barbaridad y sonreían, las jodías, como si hubieran dicho sojosnegrostienesmorena. Ya, ya. Ya sé que eso es como las cadenas que recibimos por mail amenazándonos con no volver a comer jamón en la vida si no reenviamos una carta tristísima en la que una niñita que se pilló un dedito con un cascanueces agoniza gangrenosa perdida en un hospital de la alta Mongolia esperando que el reenvío masivo de la carta obre el milagro de devolverle los siete dedos que le llevan ya amputados. Pues lo mismo, con la diferencia de que a estas alturas de vida los mails no los reenvío ni borracha (hombre, borracha es que ni atino con la tecla para conectarme a la intesné) pero con ocho y nueve años yo no me creía lo de las manos pero por si acaso procuraba estrenar algo ese día, así que procuraba reservar algunos calcetines nuevos o alguna braga. Las bragas eran mucho más efectivas porque siempre cabía la posibilidad de que el Domingo de Ramos amaneciera un día soleado de morirse, de esos en los que o te pones sandalias o terminas con los datilillos cocidos, y luego me tirase el día entero temiéndome que con cualquier gesto me saliera una mano volando como si fuera una leprosa de Molokai. Con las bragas no había problema porque hiciera el tiempo que hiciera siempre las llevaba del mismo estilo.

Esta mañana, después de desayunar, he preparado la ropa que me iba a poner hoy cuidándome muy mucho de sacar unas braguitas negras recién compradas (por si acaso) y libre de todo peligro me dedicaba a sacar del cubo la bosa destinada a la basura orgánica (hago más apartadijos con la basura que con la ropa que voy a meter en la lavadora, y no sé para qué si luego lo echamos todo en el único contenedor de basura que hay al final de la torrentera) cuando he notado un "cruijj" así por la cartuchera izquierda y me he quedado doblada por la mitad. Kenya, ocupada en sacar del cubo correspondiente otra de las bolsas de basura, me ha mirado, ha soltado una carcajada y ha dicho algo así como "estás vieja". Le he lanzado mi mirada más asesina aprovechando que a veces rivalizo en mirada periférica con el camaleón Currito, y se le ha helado la carcajada antes de terminarla. "Em... que va a ser verdad y todo".

Y era verdad, claro que era verdad, que me había quedado doblada por la mitad de mala manera sin poder enderezarme mientras no dejaba de visualizar las braguitas negras esperándome sobre la cama y sin parar de pensar: "tenía que haberme duchado y vestido nada más levantarme; esto ha sido por no haber estrenado nada".

En resumiendas cuentas (como decía un becario que tuve, más brutillo que un arado el pobre pero que en cumplimiento del principio de píter llegará lejos), que aquí estoy, después de varios ibuprofenos, dos masajes con flogoprofén, y un calmante cuyo nombre no sé ni pronunciar, aburrida perdida y con la cartuchera izquierda doliéndome sin parar me ponga como me ponga. Así que no sé si estos días me verán aparecer por aquí pero si aparezco y el resultado es una mezcla de surrealismo y mala leche, a mí no me echen la culpa, pío pío que yo no he sido, que la culpa es de la cartuchera, que ha decidido tener sensibilidad propia y hacerse valer. Y háganme caso: el año que viene estrenen algo, aunque sea una gomilla del pelo.

jueves, 13 de marzo de 2008

Noordwijk

Cuentan las crónicas que hace dos mil años los hombres más altos procedían
de los Países Bajos y eran reclutados por el imperio romano como guardias
especiales al servicio del emperador. Hoy, los holandeses siguen siendo
altos, tanto que según me explica Aafke la KLM ha modificado las medidas de
los asientos en los aviones para adecuarlos a las necesidades de su
población. Aafke me lo cuenta con una media sonrisa mientras yo miro con
algo de asombro a Silvio y a Fernando, quienes se van haciendo más grandes a medida que se aproximan a nosotras. Cuando llegan hasta nuestra mesa les doy la mano y me quedo sentada para evitar el contraste. Sé que es inevitable y que dentro de un rato tendré que caminar, no "codo con codo" sino casi "hombro con cadera", junto a estos dos hombres que superan los dos metros, pero prefiero que ese momento llegue más tarde. Miro alrededor y me doy cuenta de que soy la única que les ha mirado con sorpresa porque soy la única extranjera del bar. Silvio y Fernando trabajan en la universidad; su departamento se dedica a hacer estudios para continuar ganando tierras al mar, y mejorar el afianzamiento del terreno y su aprovechamiento agrícola. Nos hablan de los distintos tipos de cultivo, de las semillas y su tratamiento, de las mareas, y de la constante amenaza que supone el mar. Estamos sentados en una mesa en la calle, y aunque estamos en julio sopla un viento frío que amenaza con tirar las sombrillas incluso cerradas como están. Escucho a Fernando hablar del terrible mar, de este Mar del Norte que nos ofrece sus aguas grises y opacas como si fuera en realidad mercurio, y por un momento puedo imaginar las batallas que ha acogido, los monstruos con que los hombres lo han poblado, y las duras luchas que han mantenido contra él. Mirándolo entiendo también la fascinación que despierta incluso así, o sobre todo así, desafiante, bravío, magnético. Y comprendo entonces que sólo unos gigantes son capaces de medirse con él, ganarle, y mantenerlo a raya.

martes, 11 de marzo de 2008

Civilización

El fin del mundo llegó anunciándose mediante un amenazante rumor lejano que se fue acercando hasta convertirse en un rugido ensordecedor que anulaba cualquier sonido excepto unos gritos despiadados mediante los cuales los demonios determinaban la posición de sus víctimas y celebraban su inmolación mientras extendían a su alrededor el hedor de la podredumbre humana. Las paredes y el suelo vibraron. De pronto todo cesó; los demonios se alejaron llevándose aquel infierno. Sin abrir los ojos, comprendió que su denuncia no había prosperado y que el camión de la basura seguía pasando, como siempre, a las cinco de la mañana.

jueves, 6 de marzo de 2008

Burgas

Viajamos bordeando montes por una carretera que hace poco más de una hora
dejó de serlo para convertirse en un carril de tierra. Vamos despacio y
tenemos las ventanillas cerradas para evitar la polvareda que levanta la
camioneta que llevamos delante, así que el calor empieza a ser agobiante.
Cuando Todor ve coches aparcados a ambos lados del camino se detiene y
estaciona él también. Sacamos un par de mochilas; desde allí hasta la
explanada de la romería nos toca ir andando pero la caminata merece la pena
aunque solamente sea para disfrutar del ambiente. Por todos lados hay
familias enteras vestidas con trajes tradicionales y cargadas con bolsas
enormes llenas de comida y mantas para sentarse en la hierba. Algunos montan caballos cubiertos con cintas de colores de la cabeza a la cola pero la
mayoría vienen en camioncitos y furgonetas destartaladas, e incluso en carros, también adornados con cintas y flores, y tirados por bueyes de
cuernos enormes.

Según nos vamos acercando a la explanada aumentan los puestecillos de dulces, fruta y limonada fría. De uno de ellos sale un olorcillo familiar a churros. Me acerco y veo que venden una especie de masas fritas que luego recubren de azúcar. Compramos unas cuantas, que nos entregan en un papel de periódico, y las comemos mientras observamos. Pacientemente, Todor responde a todas mis preguntas, riendo ruidosamente con alguna de ellas. Me cuenta el origen de la romería y la razón de que se celebre aquí, en un sitio aparentemente alejado de todo excepto de la frontera turca, que está a poco menos de cien metros y me explica que la mayoría de los asistentes a la fiesta viven en aldeas vecinas pero que son todos búlgaros; no hay ningún turco. Sonrío. Sé que en eso búlgaros y griegos son iguales: detestan a los turcos.

Por todos lados escuchamos música hecha con instrumentos tradicionales: acordeones, gaitas, flautas, y tambores. Sorprendentemente escuchamos también una trompeta. Nos acercamos y creo retroceder en el tiempo. Es como estar viendo de nuevo al Circo Rubí, a los gitanos que acampaban en el descampado frente a mi casa y se pasaban el día ensayando sus números, sólo que esta vez la estrella del circo no es una cabra que sube y baja escaleras sino varios perrillos y un oso pardo que baila al son de la trompeta. El oso está sujeto por una cadenita que le cuelga de una argolla que lleva en la nariz. Su cuidador me ofrece la cadena para que haga bailar al oso y lo hago con un cierto temor. El oso se deja llevar dócilmente. Cuando el número termina su cuidador le acerca un cubo de plástico lleno de cerveza. La gente se dispersa y Todor y yo nos quedamos a conversar. En el circo trabajan cuatro generaciones de la misma familia. Mientras ellos hablan miro al oso, que ha terminado la cerveza y está tumbado a nuestros pies, y le acaricio. “Es un oso precioso; se nota que es búlgaro” le digo provocándole. Él sonríe. “Es un oso especial. Hace dos días era turco. La semana que viene será griego. Es especial. Como yo.”

miércoles, 5 de marzo de 2008

Buscavidas

Durante un tiempo, mientras estudiaba en la facultad, tuve una especie de “complejo de cigarra”, que no sé si existe o no pero que si no existe debería y por si acaso no existía no importa que ya lo he inventado yo. La culpa de mi complejo no era mía sino de mis compañeros, que se dividían en tres grupos: los que querían ser Miguel de la Quadra Salcedo (uno lo consiguió), los que querían ser Pérez Reverte, y los que querían ser José María García. También estaban los que no sabían lo que querían ser pero pensaban que al salir de allí conseguirían ser algo, pero esos andaban siempre muy perdidos y ni hostilizaban ni nada.

A mí me acomplejaban los que sabían a quién querían parecerse porque estaban todos poseídos por un extraño frenesí profesional y parecían rivalizar en a ver cuál de ellos hacía más prácticas laborales. Claro, como no había mercado para todos al final terminaban pasándose los veranos escribiendo sucesos en el periódico comarcal de su zona o pinchando discos de madrugada en las radios más perdidas de la España rural. Yo no le ví nunca mucho color a aquello y preferí dedicar mis ratos libres a cosas mucho más lúdicas (bueno, también di rienda suelta a la esquizofrenia lingüística y correteaba del Instituto Británico a la Asociación España URSS a ver qué aprendía) como la música y el baile, con lo que me gané unas cuantas miradas descalificadoras por parte de mis compañeros, miradas que recogí y convertí en el “complejo de cigarra” del que hablaba antes.

Menos mal que lo de ir de sufridora y de víctima me aburre casi tanto como llorar y tardé menos de dos días y medio en recordar a Freud (“todo complejo es una mentira”) y quitarme el problema de encima. Total, si luego salimos de la facultad todos igual de cruditos y al final resultó que mis horas y noches de faranduleo me fueron más útiles que todas las prácticas en redacción del mundo, porque uno de los primeros sitios en los que trabajé fue una revista de arte donde se juntaba la fauna más rara del mundo mundial (y mira que entonces había gente rara en Madrid), como Luis “el engrasador”.

“El engrasador” venía a ser algo así como el chico para todo, o sea, que lo mismo te recogía un paquete en un museo que descargaba cajas de folios, o nos servía de conductor cuando teníamos que ir fuera de la ciudad. Yo reconozco que me divertía muchísimo ir con él, sobre todo porque al ser una revista de arte “el engrasador” estaba normalmente fuera de lugar y dejaba al personal de museos y galerías de arte ojipláticos perdidos. Lo de “el engrasador” venía de sus otros trabajos. Y es que Luis era el mejor buscavidas que me he topado jamás, y una de sus ocupaciones era recorrerse los comercios ofreciéndose para engrasar los cierres de los escaparates. Y colaba. Que se sacaba un dinerito, vaya. Luego, cuando había terminado de engrasar lo que se pusiera por delante, se recorría los bares y restaurantes vendiendo rosas. Ahora todo pichigato vende rosas pero entonces aquello no lo hacía casi nadie, y menos tipos de metro ochenta con la nariz rota y pinta de gladiadores. Era un peligro porque cuando me lo encontraba en algún local por la noche se ponía contentísimo y se sentaba en mi mesa a tomarse algo ante el pasmo de quien estuviera conmigo. A mí me encanta la gente que se las ingenia así de bien.

La otra tarde H. y yo decidimos aprovechar esta especie de pre-primavera que se nos ha venido encima y nos fuimos a comer a la playa, al griego. Estábamos digiriendo al solecito una de las mejores moussakas que he comido los últimos cinco años cuando se acercaron dos potos gigantes y una schefflera. A mí lo que me extrañó no fue que las plantas caminaran porque a pesar del ouzo ya me había imaginado que llevaban detrás dos señores sujetándolas; a mí me extrañó que las hubieran sacado a la calle en un día tan soleadito, porque aquí lo que se estila es sacar las plantas a la calle en cuanto caen cuatro gotas, que fue una de las cosas que más me chocaron cuando llegué aquí (tengan en cuenta que yo venía de un sitio sin problemas de agua y me hacía mucha gracia eso de que las macetas aparecieran con la lluvia, como los caracoles; bueno, me hizo gracia hasta que un día casi me caigo de morros porque me habían puesto un macetón de pilistras en la puerta).

Las macetas, y sus correspondientes porteadores, entraron en el local y salieron a los pocos minutos. Y no les eché mayor cuenta hasta que decidimos irnos a tomar una copa a otro sitio y volvimos a ver el jardín andante, esta vez de un lado para otro. Aquello era como un sketch de Benny Hill, plantas p’arriba, plantas p’abajo, plantas entrando en un local, plantas entrando en otro. Es que sólo faltaba la musiquilla. Además, como eran macetones enormes los porteadores veían poco y mal así que entre eso y que debían pesar como dos burros muertos, iban los pobres resoplando, tropezando con todo lo que se les ponía por delante, y sudando la gota gorda. Ya estaba intrigadísima.

- Jo, qué trabajo más cansado, repartir macetones.

H., que estaba cómodamente recostadito en su sillón, y tomando el sol con los ojitos entrecerrados, los abrió y echó una miradita rápida.

- Como me digas que quieres una la vas a llevar tú, aviso.

Se me conectaron todas las neuronas y no se me hizo la luz: fue como si cortilandia entero se me hubiera encendido en el cerebro.

- No me irás a decir que las venden.

H. movió la cabeza divertido.

- ¿Que las venden por los locales? ¿Como las chinas que van vendiendo rosas por los restaurantes? - (es que últimamente todas las que venden rosas por las noches son chinas, con lo que ni entiendes el precio ni ellas te entienden lo que preguntas ni ná) – Venga ya, hombre, si son macetones enormes, eso cómo va a ser, quién va a comprarse un macetón por la calle, con lo que pesan, con lo que abultan, menuda barbaridad, a quién se le ocurre pensar que va a sacar pasta así.

H. se había incorporado y asentía muerto de risa. En la acera de enfrente los potos y la schefflera se cruzaban con una familia. En menos de dos minutos, y tras un regateo rapidísimo, los potos habían cambiado de porteadores y se alejaban paseo abajo. Durante un rato nos estuvimos riendo del tema. Cuando volví a casa me encontré a JB la mar de contento.

- He bajado al pueblo a por tabaco y mira lo que he comprado en la calle. Baratísima, oye, y no he tenido ni que ir al vivero ni nada.

La schefflera, más alta que yo, ocupaba una de las esquinas del comedor.

lunes, 3 de marzo de 2008

Extraña Europa

Querida Min, no te he escrito antes para no entristecerte. Hasta ahora lo he pasado mal. Aquí todo es diferente y extraño: las casas, los vestidos, las costumbres y, ¡ay!, la comida. No consigo acostumbrarme a beber leche. Tampoco encuentro sabor a los guisos. Estos occidentales comen cosas rarísimas. ¿Te puedes creer que los Polo tienen cinco perros pero no piensan comérselos? Anoche, cuando iba a decirle que quería regresar, Marco me sorprendió con un tazón de olor familiar, reconfortante. Es increíble pero estos bárbaros preparan buen té, así que haré otro intento por aclimatarme antes de volver a China.