martes, 22 de mayo de 2007

Turquía

El camarero está rabioso porque no consigue saber de dónde vengo. Es evidente que soy extranjera: llevo la cabeza y los brazos descubiertos y estoy en la terraza de un restaurante charlando abiertamente con dos hombres, los dos del país, los dos turcos. Además estoy bebiendo alcohol, estoy bebiendo cerveza. Ellos no. Erdhal bebe té caliente y su amigo Cuneyt apura los hielos de una cocacola. Acabo de conocer a Cuneyt así que no sé si lo hará habitualmente pero sé que Erdhal bebe alcohol en la intimidad. Cuando estamos solos y nadie puede verlo bebe conmigo. Con los demás del grupo no se atreve. Erdhal es nuestro guía, lleva veinte días con nosotros, nos recogió en el aeropuerto de Ankara cuando llegamos y nos ha acompañado por toda la Capadocia. Ahora se ocupa de nosotros en Estambul. No habla mucho, y cuando lo hace es en inglés. Casi ninguno del grupo habla idiomas. Entre eso y que me debe ver tan fuera de lugar como él, solemos terminar juntos. Estoy segura de que los demás piensan que tenemos un lío. Me da igual, ya he viajado varias veces con ellos y me he acostumbrado a que me miren como si fuera una marciana y presupongan que tengo líos con todos los hombres que se nos cruzan. No son mala gente pero estamos en ondas diferentes. Su trabajo no tiene nada que ver con el mío: ellos bailan y yo les hago fotografías. Erdhal y yo no tenemos ningún rollo. Me explica cosas del país, me describe las costumbres, me habla de escritores y artistas, me pregunta sobre España, o simplemente caminamos o bebemos en silencio. Me agrada porque con él estoy cómoda, disfrutamos mutuamente de nuestra compañía sin que haya ningún tipo de tensión sexual. No es que Erdhal no me guste. Es un hombre guapo, moreno y con bigote, un turcazo clásico. Tiene los ojos claros y no ríe nunca pero sonríe mucho. Tiene tres tipos de sonrisa: una sonrisa leve, socarrona, que le asoma por las comisuras de los labios, y la sonrisa amplia que deja ver sus dientes. Esas dos le salen por la boca y los ojos. La tercera sonrisa es de compromiso y cuando la exhibe los ojos se le vuelven duros. Erdhal es guapo, es atractivo, y además es un hombre inteligente, sabe estar aunque eso le suponga mantener un estado de alerta constante que solamente abandona cuando estamos solos y a cubierto de miradas ajenas.

Erdhal bebe su té despacito. Hemos quedado con un amigo suyo de la universidad, Cuneyt, que no ha dejado de hacerme preguntas sobre Madrid. Erdhal se ha mantenido en silencio, sonriendo levemente. Cuneyt se despide cortésmente y nos quedamos los dos solos. El camarero se ha dado cuenta de que los clientes de la mesa de al lado son españoles y ha puesto de fondo a Julio Iglesias. Erdhal me ve arrugar un poco la nariz y me sonríe abiertamente. Los españoles de la mesa vecina nos miran con curiosidad y hacen suposiciones sobre nosotros sin saber que puedo entenderles. Uno de ellos hace un comentario francamente ordinario referido a la estatura de Erdhal y al posible tamaño de su pene. No muevo un solo músculo de la cara, como si no hubiera entendido, y por la turbación que veo fugazmente en sus ojos sé que no hace falta que le traduzca nada a Erdhal.

Es cierto que es alto. Cuando caminamos por la calle me siento como si llevara un guardaespaldas. Es la primera vez en mi vida que me siento segura, protegida. Y a veces eso, protegerme, es lo que hace. Anoche, al salir de un bar junto a la Torre Gálata, hubo un tiroteo en la calle y Erdhal, automáticamente, me tiró al suelo y se puso sobre mí. Yo protesto y le digo que no necesito un ángel de la guarda pero en el fondo me gusta ver en sus ojos la inquietud seguida del alivio cuando por ejemplo quedamos y no me encuentra y me ve después bebiendo airam con un grupo de tenderos. Sé que se comporta así porque soy extranjera; conmigo no utiliza la mezcla de descuido y superioridad con la que le he visto tratar a las turcas. No es el único, claro, todos lo hacen. Ocurre en todos sitios pero en Turquía la atención de los hombres con un nivel cultural medio o alto es especial.

Muevo la cabeza y tintinean los pendientes de plata de Mustafá. Hace una semana, la noche antes de dejar la Capadocia y venir a Estambul, Mustafá, el representante del Ministerio Turco de Exteriores, ante el regocijo de todo el grupo, me regaló unos pendientes de plata y me propuso matrimonio. Rechacé ambas cosas pero no me permitió devolverle los pendientes. Cuando le pregunté a Sonia, la representante española de exteriores por qué lo habría hecho, se encogió de hombros y me dijo “porque eres europea”. “…Y tienes el culo que les gusta a los turcos” dijo una de las bailarinas entre carcajadas. No le he preguntado a Erdhal si sabe el motivo de la propuesta de Mustafá; no hemos hablado del tema. Sé que también diría que porque soy europea.

Pasa el camarero con un plato de calamares y los dos exclamamos a un tiempo “¡calamar!”
“Calamar in spanish” digo yo.
“Calamar in Turkish” dice él.
Yo río abiertamente, él sonríe, y los de la mesa vecina nos miran con envidia. En ese momento soy consciente de que le voy a añorar, y él dice “eres la primera mujer con la que estoy.”
Sé que no habla de sexo, ha tenido varias amantes. Pongo cara de extrañeza.
“Nunca he estado así con una mujer” aclara con voz ronca “riendo, hablando, mirándola, bebiendo, comiendo en la calle… Y cuando te vayas no podré volver a estar con ninguna.”
Y le cojo la mano delante de todo el mundo, y él se deja. Y la sensación de intimidad es tan grande que aunque yo nunca lloro se me saltan las lágrimas.