lunes, 18 de mayo de 2009

El hombre de la frontera

Quería ser T.E. Lawrence y me pidió que le llevara al desierto pero le aterrorizó enfrentarse a su inmensidad. El látigo de Indiana Jones se le enredaba en los pies y el sombrero le provocaba sarpullidos. Intentó ser Amundsen pero el frío le paralizaba, y descartó imitar a Van Helsing porque los vampiros se colaban en sus pesadillas y le causaban taquicardias. Quiso que le enseñara a abrir puertas y coger trenes en marcha pero no consiguió pasar de la frontera y se quedó allí, tristemente apoyado sobre la barrera, mirándome ir y venir, escuchando con avidez mis historias y haciéndolas suyas para contarlas a otros viajeros que nunca sospecharon la impostura. Poco a poco le cambió el carácter y empezó a mirarme con la rabia de saber que no podía engañarse y que yo era el único testigo de ese fracaso. Le evité durante mucho tiempo, el mismo que tardó él en aceptarse, en adaptar la frontera a él y convertirla en un refugio. Ahora voy y vengo sabiendo que el hombre de la frontera me espera y, mientras me recupero, disfruta dejándome contarle mis historias sin preguntarme nunca (es el único que no lo hace) si todo es cierto.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Gurriato

Cada vez que se habla del tema yo suelo decir que no tengo manías. Y es cierto. Bueno, no del todo. Es verdad que no tengo grandes manías, de ésas reseñables que marcan de por vida y se convierten en jocoso tema de conversación en las reuniones de amigos. De ésas no tengo ninguna. Mis manías son, digamos, chiquimanías, tan pequeñas que a veces no las nota nadie a no ser que yo lo diga. Por ejemplo, no soporto los diminutivos, soy incapaz de utilizarlos, antes evito pronunciar el nombre de alguien que llamarle por un diminutivo. Lo siento, es que no puedo, voy a decir, por ejemplo, Paquita o Patri, y es como si la lengua se negara a moverse. Y es sorprendente cómo cuando nace un niño los padres se esfuerzan en elegir un nombre para luego transformarlo en cualquier otra cosa. Hombre, vale, hay nombres que más vale tenerlos escondidos en lo más profundo del carnet de identidad (como Selva del Carmen, o Iloveny, y antes de que lo pregunten: sí, existen, pueden comprobarlo acudiendo al registro civil), pero en la mayoría de las ocasiones la gente es condenada a soportar una humillación ilógica de por vida. Por ejemplo, ¿qué extraño suceso hizo que a Manuela le transformaran el nombre durante la infancia y pasara a ser “Nuli” para siempre jamás? ¿a nadie se le ocurrió quitarle la custodia o lo que sea a la familia que riéndole la gracia a un niño chico que no sabía pronunciar Francisco convirtió a una pobre criatura en “Pantisco”? Verán ustedes, por mí que cada uno se llame como más le guste pero cuando me presentan a alguien que dice llamarse “Pitu” no puedo evitar mirarle con los ojillos así plegaditos como los chinos y pensar que tiene la misma credibilidad que un repollo.

(Nota: si alguno de ustedes utiliza una versión ridíc… digo abreviada de su nombre que haga como si lo anterior no se refiriese a él, o a ella, o a lo que prefiera ser. Mejor: que se lo plantee como una más de mis innumerables taras.)

Ayer tarde tuve que ir al hipermercado a hacer compra. No me gustan los hipermercados. Bueno, sí. Bueno, lo cierto es que mantengo con ellos una relación de relación-odio. Por un lado los mercados me gustan más que a un tonto un lápiz. Por otro lado me parece comodísimo eso de poder comprarlo todo en el mismo sitio y además cogerlo yo misma, evitándome el tener que ir cambiando de puestecito y darle conversación a todo el mercado, que acabo sin saber si la que tiene cuatro hijos y dos juanetes es la pescadera, o si en realidad es la panadera, y el frutero es el que cría perros de aguas. Lo que sí tengo claro es que la de los congelados es la que tiene lunares cancerosos porque cada vez que puede se los enseña a las clientas incautas que le preguntan cómo está. Y son lunares horribles, de esos enormes y negros, como los de las brujas de los cuentos. Cuando construyeron el centro comercial en el pueblo me sentó fatal, ya veía yo esto convertido en una especie de jungla urbana, pero la verdad es que tengo que reconocer que está bien, que tener 20 salas de cine al lado de casa es cómodo, y que no yendo al centro comercial los fines de semana, arreglado.

Yo no sé qué pasaba ayer, que el hipermercado estaba lleno de niños. No iban solos, claro, cada grupo de dos o tres niños llevaba un adulto cerca. Y aquí el concepto “cerca” depende de la edad y tamaño de cada niño. Algunos niños susceptibles de caber en un carrito de la compra iban convenientemente enjaulados. Lástima que a ninguno le funcionara el mando del volumen y estuvieran lanzando alaridos todo el tiempo, que había que ver la carita de culpabilidad de las madres cada vez que los angelitos abrían la boca y soltaban decibelios a cascoporro. A mí lo que más me sorprende es la capacidad de gritar y soltar a la vez mocos y babas. Yo lo he intentado y es dificilísimo, tienes que estar muy atento para no tragarte los mocos y morir del asco, y además hay que dominar la técnica de expulsar las babas con soltura porque si no te ahogas con ellas. También había madres que, en vista de que es más fácil conducir una bandada de gallinas por la carretera que mantener quieto a un niño de siete años, habían optado por dejarlos al libre albedrío, que es una cosa que en teología suena fenomenal pero que en un hipermercado se traduce en pequeños gnomos corriendo por los pasillos, abriendo paquetes de donut, y descolocando estantes de mala manera, ganándose el odio eterno de los reponedores. En la sección de conservas de pescado, por ejemplo, pillé a un reponedor dándole un capón a un niño que había tirado todas las latas de sardinillas en escabeche por el suelo. Claro, cuando me vio se quedó un poco cortado y con carita de “ay, pordiosbenditonodiganada”, pero se relajó cuando vio que yo le sonreía y que incluso me acercaba a darle otro capón al chaval, para que viera que no me pensaba chivar. Y luego está la modalidad de “padres enrollados” (lo siento, señores, pero esto siempre siempre lo hacen los padres) que suben a los niños en una especie de cochecitos de plástico y los pasean por todos lados con cara orgullosa mientras sus señoras aprovechan para llenar el carro. Esos padres no me gustan nada. Y creí que nada podría superarlos pero estaba equivocada. Vaya que estaba equivocada! Ayer salía del pasillo de los lácteos cuando estuve a punto de ser atropellada por dos minimotos de plástico pilotadas por dos chiquitillos de unos cuatro años. Me cagué mentalmente en sus progenitores y no les eché más cuenta pero cuando en la sección de las pizzas Madagascar se quejó de que una bandada de motoristas le había atropellado un pie me di cuenta de que estaban por todas partes. Resulta que alguna lumbrera ha montado un negocio de alquiler de motos de plástico para niños chicos, y las criaturas aprovechan que sus padres hacen la compra para echar carreras por los pasillos. No llevaba más de cuatro frases despotricantes cuando vi a Bruno agachadito debajo de los flanes jugando con un niño de unos dos años.

- ¿Me puedo quedar a jugar con Gurriato?
- ¿Se llama Gurriato???

He oído nombres raros, pero raros raros de verdad, pero lo de Gurriato me pareció extrañísimo. Madagascar asintió con la cabeza.

- Sí, sí, yo también he oído a su abuela llamarle así.

Miré al niño. Luego miré a Bruno.

- Vale, puedes jugar con él, pero ya sabes que no puedes coger nada de ningún estante ni molestar a nadie.

Y allí dejé a los pequeños jugando con unos plásticos de colores que no quise ni imaginar de dónde habían salido. Mientras, Madagascar y yo hacíamos la compra. Cuando terminamos, volvimos a la sección de lácteos y allí seguían los dos niños, superobedientes y tranquilitos, colocando los plastiquitos por colores. Bruno se levantó y todos miramos a Gurriato, que seguía sentadito en el suelo. Me alarmé un poco. Eso de dejar a un niño de dos años abandonado en el hiper, aunque sea junto a los flanes, no me parecía ni medio bien, así que le dije a Madagascar que le diera la mano, que íbamos a llevarle a Información. Madagascar se negó, porque el pequeñazo tenía las manos negras y pringosas, y fue Bruno el que le agarró, que él nunca ha sido remilgado. Cuando hablé con la chica de información me miró extrañada.

- ¿Ha dicho que se llama Gurriato?
- Eh… sí, Gurriato.
- ¿Están seguros?

Madagascar, Bruno, y el mismo Gurriato asintieron con la cabeza. La chica suspiró y conectó el micro.

“Por favor, los padres del niño Gurriato… Gurriato, acudan a recogerlo en Información. Graciaaaaas”.

Cinco minutos después nadie había ido a reclamar al susodicho.

“Por favor, tenemos en Información un niño de dos años. Está perdido. Responde al nombre de Gurriato. Que vengan sus padres a recogerlo. Graciaaaaaas”.

Nada. Yo sugerí que teníamos que irnos y la chica de Información me miró alarmada. Abrió de nuevo el micro.

“A ver, los padres de un niño de dos años vestido con una camiseta del MálagaCF y mocos por todos lados, que se llama Gurriato, que vengan a por él, que está perdido, se ha meado, y no deja de llorar. Gracias!”

Después de semejante mensaje Madagascar y yo nos miramos intentando no reírnos aunque era difícil de narices. Además lo que había dicho la chica era mentira, Gurriato estaba tan pimpante y ni lloraba ni nada. A los pocos minutos aparecieron dos mujeres, madre e hija, haciendo aspavientos y gritando desde el final del pasillo. Cuando llegaron se pusieron las dos a hablar a voces al mismo tiempo. La más joven, la madre del niño, regañaba indignada a la chica de Información por haber llamado Gurriato a su Javierito. La chica no sabía qué decir, y se deshacía en disculpas, hasta que todos nos callamos: la abuela del niño se lo estaba comiendo a besos escandalosamente mientras le llamaba “gurriatillo”, “mi cerdito”, “bombón”, y no sé cuántas cosas más.

- ¿Ves?- dijo Bruno con voz alta y clara – Se llama Gurriato, que la agüela lo ha dicho. También se llama Cerdito y Bombón.

Madagascar no pudo controlar la ironía.

- Pero esos deben ser los apellidos.

Fue la chica de Información la que se dio cuenta de que tenía el micro abierto.

martes, 5 de mayo de 2009

Dulce compañía

Se levantó, cuidando no hacer ruido para no despertarle, y abrió la ventana para ventilar el dormitorio. Tras ducharse y vestirse, desayunó en la cocina escuchando la radio bajito. Se agachó y tiró a la basura una pluma blanca. Recogió los platos y terminó de arreglarse, siempre en silencio. Antes de irse estiró las sábanas con cuidado, y cerró la ventana. Vio más plumas blancas por el suelo, le miró, y pensó que al fin y al cabo los maridos de sus amigas perdían el pelo, que era peor. Claro que ella habría preferido un ángel de la guarda normal.