martes, 23 de junio de 2009

Comer o no comer

A la hora de estudiar hay fundamentalmente dos tipos de personas: las que necesitan echar codos y se pasan horas empollando para sacar los cursos adelante, y las que parece que lo aprenden todo sin esfuerzo. Bueno, también están los que cuidan su mente y no dejan que se contamine con ningún conocimiento pero a esos mejor los dejamos aparte, no vaya a ser que dejemos alguna marca en sus cuidados cerebritos. Yo no les voy a decir a qué categoría pertenezco para no comerles la moral, que eso está feísimo y además debe engordar una barbaridad y en esta época del año las mollas y yo andamos más bien peleadas. Lo que sí les diré es que en casa seguimos estudiando aunque ya lo hacemos por el método osmótico consistente en que JB enciende la televisión, busca en los canales del satélite algún reportaje, y todos confiamos en que los conocimientos nos entren por las orejas. Y no se crean, funciona bastante bien. Por ejemplo este año Madagascar ha triunfado en todos los exámenes de historia por el procedimiento de explicar de forma minuciosa y totalmente explícita los distintos tipos de tortura utilizados a lo largo de la historia. ¿Que tocaba exámen del antiguo Egipto? Pues Madagascar explicaba al detalle cómo se momifica un cadáver (antes de que alguno proteste les aseguro que es una tortura incluso si estás muerto). ¿Que estaban sumergidos en el estudio de las civilizaciones precolombinas? Pues la niña se recreaba en contar los rituales de mayas y aztecas, y como me ha salido morbosilla pues ríete tú de “Apocalypto”. ¿Que había que contar los empalamientos y demás barbaridades que hicieron los conquistadores en América? Pues hala hala, a ello sin evitar un solo detalle escabroso. Total, que gracias a la televisión Madagascar ha conseguido unas notas sangrientamente brillantes en historia. Y no sólo en historia, eh, que el abanico temático de los reportajes con los que nos castig... digo nos instruye JB es tan amplio que Mada dejó epatada a su profesora de inglés el día que hicieron una lectura dedicada a los adelantos del siglo y contestó sin dudar y sin inmutarse a un compañero que había preguntado intrigadísimo quién inventó el váter. Y si hablamos de animales ya ni les cuento. Creo que conocemos por su nombre a todos los núes del Serengeti, sabemos cuántos dientes ha perdido cada cocodrilo del Mara, y estamos al tanto de todas las correrías del comehombres de la India. Eso sí, que nosotros tengamos conocimientos del reino animal casi al mismo nivel que David Attenborough no quita para que suframos de cuando en cuando algunos incidentes desagradables a cuenta de los bichos.

Una de las ventajas de vivir justo frente al mar es que cuando llega el buen tiempo menudean las visitas de los amigos. Bueno, cuando llega el buen tiempo y cuando está malo de morirse, que con eso de que aquí siempre hace menos frío que en cualquier otro lado, el personal se apunta a venir cada dos por tres. A mí eso me gusta. Estas semanas tenemos en casa a Umberto. Umberto es italiano del sur, muy del sur, del sur de Sicilia; desde su casa los días buenos se vislumbra la costa tunecina. Umberto y yo nos conocemos desde hace más veinte años (ufff, cada vez que escribo cosas así me doy cuenta de la edad y duele); ha sido mi guía en Italia y yo he sido su anfitriona en Madrid y ahora aquí. A JB le encanta ver partidos de fútbol con él. Las niñas le adoran. Yo también aunque este año no me tiene muy contenta. Umberto llegó en un deportivo rojo (ay, qué le vamos a hacer, para algunas cosas tiene ese toquecito macabrilla...) y empezó a sacar regalos para todos menos para Madagascar. Cuando hubo repartido todo miró la carita de pena de Madagascar, soltó una carcajada y sacó del coche una jaula con un canario amarillo chillón. “Qui è. Canta come Pavarotti”. A mí me dio un poco de mal rollo pensar que semejante bicho pudiera cantar por ejemplo el “Nessun dorma” como el gordito de Módena pero resultó que no, que el canario abrió el pico y cantó como se esperaba que hicieran los canarios dejando a todo el mundo admirado y ganándose el nombre de Pavarotti para siempre jamás amén. Yo lancé a Umberto mi mirada más asesina (él sabe de siempre la “pequeña manía” que les tengo a las aves) y él la ignoró como lleva haciendo toda la vida. Y Pavarotti entró en nuestras vidas aunque no le dejé entrar del todo y le instalé en la parte trasera del jardín.

El sábado por la tarde habían venido a comer Cristo y Rosamari, y estábamos todos tirados por diversos rincones del jardín charlando sobre frutos, árboles, y flores, y JB se fue a buscar una de las almendras gigantes que tenemos este año para enseñarle a Rosamari cómo son en realidad antes de salir de la cáscara. Volvió de la parte trasera del jardín así como un tanto apresuradamente y con la carita algo demudada, masculló algo de la necesidad de salir a comprar cervezas, cogió la llave del coche y se fue, aunque antes de cerrar la portezuela alcancé a entender algo así como “Gin, echa un vistazo a la jaula de Pavarotti” así que intrigadísima me fui a ver. Antes de llegar ya me extrañó bastante no escuchar los trinos agudísimos del canario pero pensé que igual estaba echándose una siestecilla o algo. Pero no, Pavarotti había desaparecido. No estaba sobre el columpio ni sobre las múltiples barritas que se atraviesan en la jaula para que pueda elegir desde dónde cantar. Mosqueada me acerqué y vi en el fondo de la jaula una serpiente enroscada con pinta de estar echándose, ella sí, una siestecita después de comer. Después de comer... se a Pavarotti, claro, que se veía perfectamente el bulto del pollo dentro del cuerpo del ofidio.

El grito fue de campeonato, y eso que no soy nada propensa a los chillidos. Claro, acudieron todos corriendo y al ver a la serpiente empezaron a gritar también. Había que hacer algo pero no sabíamos qué. Umberto sugirió traer la pistola que lleva siempre en la guantera del coche y ejecutarla de un tiro. Yo ya sabía lo de la pistola pero los demás no y aquello despertó muchísimo su interés (sobre todo el de Bruno) con lo que la conversación amenazó con perderse y olvidar el objetivo principal: eliminar a la serpiente. Kenya sacó el machete de JB y sugirió que lo utilizáramos pero para matar la serpiente a machetazos había que sacarla de la jaula y ninguno estábamos por la labor de meter la mano. Descartadas las ideas de la pistola y el machete cada uno se puso a dar su opinión a excepción de Rosamari, que miraba la jaula como hipnotizada sin dejar de agarrar firmemente su gin-tonic. Es curioso porque Rosamari, cuando está en Londres dedicada a su trabajo, no bebe ni una gota pero es llegar aquí, de vacaciones, y no soltar el gin-tonic ni para ducharse. Mientras los demás discutíamos ella se perdió por la casa y apareció de nuevo enseñando los dientes con una semisonrisa triunfal. Como es tan negra y los dientes son tan blancos cuando sonríe da un poco de yuyu.

“Tengo la solución” dijo solemnemente en inglés, que en español todavía no sabe decir ni buenos días, y antes de que pudiéramos impedirlo se puso a pulverizar la serpiente a dos manos con insecticida y laca.

- Pero si está echándole laca! ¿Para qué?
- Yo qué sé, igual quiere dejarla tiesa.
- ¿Pero está loca o qué?
- Qué loca! Lo que debe estar es borracha perdida. ¡Kenya! Tírale el gin-tonic por el fregadero, hombre!

Claro, como Rosamari no vive en casa y no se ha tragado docenas de miles de reportajes sobre animales no sabe que no se debe provocar a una serpiente, y menos cuando está en plena siesta. La serpiente, que debía estar ya un tanto molesta por los gritos, abrió los ojos, siseó amenazadoramente y se lanzó en pleno ataque contra Rosamari, quien ni por ésas dejó de espurrear laca e insecticida como una auténtica posesa.

Menos mal que Pavarotti era un canario gordito y cuando la serpiente se lanzó contra Rosamari el cuerpo del canario, atravesado dentro de ella, chocó contra los barrotes de la jaula y allí quedó la serpiente, siseando desesperadamente, y en ese momento ¡zas! la mano ejecutora de Cristo descargó el machete cortándole la cabeza y dejando la camisa de seda de Umberto perdida de sangre, que no sé qué tipo de sangre será porque llevamos ya siete frascos de agua oxigenada y eso no sale ni patrás. Después Bruno insistió mucho rato en que rajáramos a la serpiente por si Pavarotti todavía vivía.

JB lleva dos días durmiendo en el sofá, castigado por cobarde.

martes, 16 de junio de 2009

San Petersburgo (2)

Siempre he querido ver el Hermitage y después de seis días en San Petersburgo solamente lo he visto de refilón, de lejos, mientras vamos corriendo a ver otros sitios. No puedo quejarme, Serguei ha cumplido su palabra y no me ha dejado sola. He disfrutado la visita a la Iglesia de la Sangre Derramada, el Almirantazgo, la Catedral de San Isaac… Por ahora todo lo que vemos me ha resultado increíble, claro que es normal porque aquí todas las construcciones tienen un tamaño apabullante.
Hoy habíamos planeado ver por fin el Hermitage pero la madre de Serguei ha llamado a primera hora y no podrá venir conmigo. Al principio me planteo esperar a ir con él mañana pero luego pienso que por qué no me acerco yo sola, seguro que varios días serán pocos para ver el museo completo.
Desde lejos me había parecido impresionante pero según me acerco al Palacio de Invierno me parece la construcción más impresionante que he visto nunca. Rodeo el edificio, me alejo para mirarlo con una perspectiva mejor, me acerco de nuevo, doy otra vuelta y al final termino entrando aunque no empiezo la visita muy animada. Poco a poco me voy dejando llevar y termino entusiasmándome con la colección de joyas orientales. Mi humor mejora y pienso que no importa que Serguei no haya venido, que estar aquí es un privilegio y que será todo un placer volver mañana con él. Entonces oigo una voz que me dice que estaría guapísima con todo eso, me doy la vuelta y veo a Serguei. Qué bien! El placer será doble: hoy y mañana.

martes, 9 de junio de 2009

Accesorios y complementarios

Se conocieron en una moraga nocturna y no tardaron en quitarse los bañadores para follar tras unas rocas. Después empezaron a verse en un hotel. Cuando ella llegaba él la esperaba desnudo y ella se desvestía rápidamente. Luego él se quedaba dormido y ella se vestía sin despertarle. Una noche quedaron para cenar y al llegar ella miró extrañada la chupa de cuero, los zapatos de punta, los vaqueros ajustados... A él le sorprendieron el chanel rojo, los zapatos de ante, el bolso Gucci, las joyas... Desnudos se complementaban, vestidos se repelían. Pasaron de cenar y se fueron al hotel.

martes, 2 de junio de 2009

Gnomos trepadores

Sobre la familia se han escrito ya tantas sesudeces que todo lo que yo pueda decir sonará a corta-pega sacado de alguna página de sociología pretendidamente seria, o a paja mental buenrollista digna de aparecer en algún libro de autoayuda barata (no voy a nombrar a ningún autor y menos al brasileño ése que me pone enferma para no hacerle ningún tipo de propaganda, que eso me faltaba), o sea que no voy a soltar ningún rollo pseudofilosófico sobre las relaciones familiares y tal, pueden respirar tranquilos. En la genética tampoco voy a entrar, básicamente porque aunque me parezca algo apasionante y me pueda quedar hipnotizada con los guisantes de Mendel, no entiendo ni un pimiento del tema. Pero vaya, entre o no entre, las familias son el caldo de cultivo de costumbres, o ritos, o llámenlo como corresponda, la mar de curiosas. Afortunadamente la mayoría son únicas y solamente se producen en la familia. Con suerte cuando el individuo se independiza esas costumbres de mantienen en estado latente y solamente se desarrollan cuando el individuo se encuentra sumido en el entorno familiar. En la mía hay varias pero no se las voy a contar todas porque no me da la gana, me limitaré a una que me parece totalmente inofensiva a la par que entretenida: ver casas. Sí, lo confieso, nos gusta ver casas, independientemente de que vayamos a comprar o alquilar alguna. Es ver un cartelito de “se vende” o “se alquila” en algún edificio que nos guste y como que nos pica la curiosidad y no paramos hasta que entramos en el inmueble y lo cotilleamos enterito. Como sé que JB no se asoma nunca por aquí voy a confesar que de cuando en cuando llamo a algún número y me acerco a ver alguna casa, por aquello de quitarme el mono. Eso estando en casa, imagínense lo que es ir de vacaciones; si me dejaran me compraría una casa en cada pueblo, en cada ciudad de las que he estado. Vamos, que Tita Cervera a mi lado se iba a quedar chica; tendría más casas que zapatos, que ya es (sí, vale, comprar zapatos es otra manía que cualquier día me hará destronar a Imelda Marcos y entrar en el libro de los records). Claro que, como ya dije antes, ésta es una manía inofensiva que incluso reporta ventajas. Por ejemplo, gracias a esta necesidad casi patológica de ver casas encontramos la que nos gustaba; vale que tardé tres años, pero mereció la pena. Y mientras, lo pasé estupendamente viendo casas en los sitios más raros de la ciudad, que cada vez que le decía a JB que viniera a ver algo se echaba a temblar y ponía los ojos en blanco aunque luego terminaba reconociendo que le gustaban todas y que habríamos podido comprar cualquiera de ellas si no hubieran estado en lo alto de un monte lejano únicamente comunicadas por un camino de tierra que atravesaba varios arroyos con tendencia a desbordarse con cada jornada de lluvia. Sí, lo reconozco, no soy nada sociable, el gen de la convivencia vecinal se me debió espachurrar en alguno de los estadios de mi formación porque no se me activa ni p’atrás. Como en mi familia todos son más sociables que una manada de delfines a veces he dudado de mis orígenes pero vaya no tengo más que mirarme al espejo y mirarles después a ellos para darme cuenta de que soy de la familia (todos tenemos la misma carita) pero en eso he salido rematadamente tarada. Y la cosa es que cuanto más convivo con los vecinos más me arrepiento de no haber comprado cualquiera de aquellas casas lejanas, aisladas y felizmente solitarias.

Cuando vinimos a vivir aquí la calle estaba desierta, éramos los únicos habitantes. A mí, qué quieren, eso me gustaba mucho. No había ruidos, no había coches. Vale, tampoco había rasgos de civilización como que viniera el cartero a menudo (ahora tampoco es que se prodigue mucho, que pasa una vez a la semana), los basureros pasaban día sí día no, la calle estaba sin asfaltar… pero no estaba mal. Poco a poco fueron viniendo parejas jóvenes que se lanzaron sin red ni consciencia ninguna a la aventura de la paternidad y acabaron llenando la calle de niños de todos los tamaños y colores. Los tienen convenientemente encerrados en sus respectivos jardines, sí, pero excepto uno que no habla (porque es pequeñísimo, que ya hablará, ya, como todos) los demás no paran, se pasan el día dando voces. Dando voces y jugando a la pelota, que dicen que juegan al baloncesto pero yo creo que en realidad juegan a contar cuántas veces pueden llegar a colar la pelota en mi jardín y cuánto tardamos en devolvérsela. Porque siempre se la devolvemos, claro, menos una vez que nos cayó justo en la paella y me sentó tan mal que la acuchillé y la rajé entera. Tiene mérito porque lo hice con el cuchillo del pan, que es de sierra. Claro, luego escondimos el cadáver en la bolsa de la basura y les juramos que esa pelota nunca había entrado en nuestro jardín. Desde entonces tienen algo más de cuidado pero siguen practicando la pérdida de pelota en jardín ajeno con un éxito aplastante.

El sábado por la tarde estábamos tranquilamente tirados en el jardín, JB y Cristo debatiendo la conveniencia de sulfatar o no los tomates, cuando capté algo sospechoso en el ambiente. Era el silencio. Todos ustedes saben que en la selva lo más alarmante es la ausencia de ruido. Mientras escuchan los tambores de los negros, los pájaros, los monos, etc., todo va bien, pero cuando no se escucha nada es cuando hay que estar en guardia porque es señal de peligro inminente. Pues aquí igual: el jardín de al lado estaba sospechosamente silencioso. JB y Cristo no se dieron cuenta y siguieron analizando las ventajas de la fumigación. Yo alargué la antena y me pareció captar un ruidillo así como de follaje removido, como si un felino trepara por un árbol, sólo que en vez de un árbol aquello sonaba justamente en las columnas de la pérgola del jardín delantero, entre la glicinia y la madreselva. El ruido fue subiendo, acompañado por un jadeo casi inaudible, un “ayayay” imperceptible, y unos susurros apagados en el jardín de al lado. Pocos minutos después empezaron a caer hojas sobre la mesa del jardín y el movimiento en el follaje fue tan evidente que JB y Cristo interrumpieron el debate y miramos todos hacia arriba.

- No pasa nada, sólo es un gnomo que se ha subido a las plantas.

La información que nos dio Bruno (a pesar del bienintencionado “no pasa nada”) nos alarmó levemente: “los gnomos” es el nombre que dan mis hijas a los cinco (sí, cinco) vecinillos de al lado por aquello de que son muchos y todos diminutos. Que hubiera uno de ellos retrepado en la pérgola del jardín resultaba inquietante. Pregunté directamente:

- A ver ¿hay alguien ahí arriba?

Escuchamos varios síes simultáneos: cuatro procedentes del otro lado del muro y uno de una carita que se abrió paso entre las hojas de la glicinia, sobre nuestras cabezas. Efectivamente era el mayor de los gnomos.

- ¿Pero qué haces ahí???

- He subido a coger la pelota pero no puedo bajar; me da miedo caerme.

Sobre el muro del jardín aparecieron cuatro caritas asustadas. Bruno miraba al gnomo de la pérgola sin disimular su admiración.

- ¿Cómo te has subido? ¿Es fácil?

-Subir es bastante fácil. Entre todos hemos arrimado una mesa al muro y luego he trepado. No hay más que agarrarse a las ramas y las hojas, es muy fácil. Lo que pasa es que no hay suelo y no sé cómo bajar. Me da miedo moverme.

- Pues nada, alguno tendrá que subirse a la escalera y rescatar al chiquillo.

JB meneó la cabeza y se señaló la rodilla.

- A mí no me miréis, os recuerdo que tengo el menisco roto y no puedo hacer muchas alegrías a no ser que queráis llevarme de nuevo a urgencias.

Cristo se levantó. Es que es superdispuesto el hombre.

- Venga, ya me subo yo, que Gin mide metro y medio y no va a llegar a coger al niño. Además es una cobarde que tiene pavor a las alturas. Subo yo; con que me sujetéis la escalera ya me vale.

Así que puse a Kenya a vigilar que el resto de los gnomos no se cayera de la mesa de su jardín, a la que se habían subido para poder asomarse por encima del muro, porque son sus superfans. Es pasar ella y elevarse un coro de vocecitas que gritan “¡Kenya, eres guapísima!” y cosas así. Le tienen adoración total y hacen lo que ella les diga, de modo que estando ella allí ninguno iba a moverse del sitio: cuatro gnomos neutralizados.

Arrimamos la escalera a la pérgola y Cristo se subió en lo alto. En ese momento salió Madagascar y le pedí que me ayudara a sujetar la escalera. Se acercó, miró hacia arriba y empezó a despotricar. A Madagascar le parece fatal que Cristo sea nudista y no se corta un pelo a la hora de dar su opinión. En su descargo diré que la visión de los bajos de Cristo penduleando al aire vista desde el suelo no era el mejor espectáculo del mundo.

Cristo se tumbó sobre las ramas de la glicinia para poder coger al gnomo, que estaba paralizado por el miedo pero no paraba de charlotear con Bruno, y cuando ya le tenía escuchamos un grito que nos habría helado la sangre en las venas si (a) eso pudiera hacerse de verdad y (b) no hubiéramos estado acostumbrados a los chillidos sobrehumanos que lanzan los otros vecinos, los que no son los gnomos. La autora del grito, Seila, una chica colombiana que cuida a los gnomos, se acercó corriendo a la mesa del jardín para bajar a los gnomos antes de que alguno se cayera y se escalabrara.

- Falta uno, Seila, pero no te preocupes que Cristo lo está bajando de la pérgola.

Seila miró hacia donde Kenya señalaba y estuvo a punto de caerse ella misma porque desde donde estaba veía una panorámica perfecta de Cristo, bueno de su culo, sus testículos, y su pene envuelto amorosamente en un calcetín de color butano. La chica lo contempló hipnotizada. Y como es cierto que algunas personas tienen boca de cabra, fue decir “menos mal que la abuela de los niños está durmiendo una siestita” y salir la venerable anciana al jardín para contemplar la masculinidad de Cristo subir y bajar de la escalera sin hacer ni medio gesto.

Luego la abuela se empeñó en invitarnos a todos a helado a modo de agradecimiento. Y antes de irse a su casa Cristo me comentó, muerto de risa, que la abuela le había tocado el culo disimuladamente.