domingo, 23 de diciembre de 2007

Pasando de año

A por otro año. En mi caso, literalmente.
Hasta entonces.
Salud para todos.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Imposturas

"Jake el tuerto" ni se llamaba Jake ni era tuerto. Era de Ponferrada y se llamaba Santos, pero se lo cambió porque un pirata no podía llamarse así. Y "Jake el tuerto" era el mejor capitán pirata de las Antillas. Hasta llevaba un lorito al hombro. Como padecía del estómago solamente bebía té con limón, pero todos pensaban que era ron dorado. Amaba a Lola, la cantante más solicitada de Jamaica. Una noche Lola le confesó que en realidad no cantaba. Jake se encogió de hombros y le alargó su vaso. "Toma un poco de ron". Lola bebió y sonrió.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Manolo

Hace dos días, cuando salí de casa para ir a trabajar, comprobé cuatro cosas
importantes, a saber:

1.- que caía una lluvia de esas que parece que no pero te acabas calando a
los diez minutos
2.- que a las 6.45 de la mañana, cuando se funde alguna farola la calle se
queda más negra que el culo de un grillo
3.- que los autobuseros del pueblo se pasan el horario por el forro y además
bajan la cuesta follaos perdidos
4.- que Manolo nos ha dejado.

Lo de la lluvia no merece comentario alguno (cómo me han quedado los pelos
con la humedad sí, pero lo voy a obviar), y sobre la oscuridad de la calle y
los autobuseros sin reloj se podrían decir muchas cosas y todas ellas
feísimas así que mejor no decir nada. Manolo merece comentario aparte.

No sé si he comentado alguna vez que ¡¡¡NO ME GUSTAN NADA LAS AVES!!! Pero nada de nada, vaya. Ya puede tratarse de cisnes, gaviotas, gallinas,
pollitos de colores, jilgueros, o canarios. No me gustan nada, me dan un
asco tremendo. Algunas, además, me dan un repelús no de miedo pero sí de
inquietud (fíjense en cómo nos miran las gallinas; claro, yo entiendo que
tienen un ojo a cada lado de la cabeza y así no hay manera de mirar
de frente como un ave de bien, pero tienen una forma de mirar que pone los pelillos de punta).

JB, en cambio, cuando era pequeño criaba canarios así que le gustan mucho y
está frito por poner un volador en el jardín, a lo que me he negado con
tanta vehemencia como a poner un gallinero y patos en el estanque. Aun no
gustándome, y para que vean que soy buenísima, una vez consentí en tener
canarios en casa. Dos: Currito y Piolina. Muy amarillos, muy cantarines, muy
monos hasta que Currito fue abducido por el espíritu de un velociraptor y se
lanzó al cuello de Piolina dejándola más tiesa que una pinza de la ropa.
Luego el muy asesino escapó aprovechando que JB tenía que abrir la jaula
para sacar el cadáver. Intentamos capturarlo echándole una toalla por encima
pero sólo conseguimos que los perros, en la excitación del momento, la
destrozaran a dentelladas. Después del episodio de los canarios los niños
estuvieron calladitas una temporada pero unas semanas después volvieron a la
carga pidiendo un periquito.

Y en ésas llegó Manolo a nuestras vidas, hará ya año y medio, una mañana de
verano en la que yo acababa de aterrizar de un viaje de trabajo y me
entretenía en deshacer el equipaje. "Qrrrrr, qrrrrrr" (o algo parecido)
escuché a mis espaldas, tan cerca que me di la vuelta para ver en la ventana
un bicho verde que a los dos nanosegundos estaba convenientemente guardadito en la jaula de los canarios.

Cuando volvieron los niños del colegio, salí a recibirles con aire triunfal.

-¡Mirad, enanos, os he conseguido un periquito!.
-¡Qué grande!- dijo Bruno asombrado.
-Me pido que es para mí- grito Kenya. Madagascar se limitó a acariciarle la cabeza con uno de esos deditos larguísimos que tiene.

A JB le bastó una ojeada para chafarme el momento estelar.
-Ejem, Gin, no es un periquito, es un loro.

Vale, quedó clarísimo que entiendo menos de aves que de peces, que ya es decir, y que me dan una gallina de Guinea diciendo que es una paloma de Groenlandia y me lo creo. Menos mal que llevar un loro a casa sube muchos más puntos que llevar un periquito.
Y que me hubiera entrado un loro en casa no me extrañó mucho; en el pueblo hay bandadas de loros "escapados de tiendas" o de "barcos importadores", según dónde se escuche la leyenda urbana.

Manolo resultó ser un agapornis roseicolli acostumbradísimo a vivir en cautividad que nos saludaba por las mañanas y nos daba “conversación” cuando estábamos cerca. Era tan sociable que nos dio pena que se aburriera y decidimos llevarlo al jardín botánico del colegio de los niños. Dicho y hecho. Manolo quedó instalado en un volador para pájaros en el que ya vivían cinco periquitos, dos jilgueros, y un bicho marrón del que me dijeron el nombre así como seis veces y las seis lo olvidé en un decir “pío”. Por supuesto, Manolo fue el superstar del volador; todos los niños iban a ver al lorito, le daban pipas, le decían cosas a ver si las repetía (afortunadamente no porque son unos macarras y lo más suave que decían era marica), le acariciaban las plumas… en fin, Manolo eclipsó a los demás plumíferos y estaba encantado. Pero, ay, como nada es eterno, todo terminó cuando llegó la primavera y los pájaros entraron en celo. La verdad es que es comprensible, el pobre Manolo viendo a sus compañeros pisándose todo el día, pues claro, él también quiso pisar a todas las periquitas de la jaula. Por intentarlo, lo intentó incluso con un periquito macho y con el bicho marrón, que por cierto graznaba como si estuviera poseído. Y si hay que entender a Manolo, hay que entender también a las periquitas, que huían como locas de aquella especie de dinosaurio volador. Supongo que es como si el yeti intentara violar a una niña de diez años. La cosa es que los profesores tenían que ir persiguiendo a los niños para que asistieran a las clases porque claro, dado que los acosos de Manolo eran mucho más interesantes que las tablas de multiplicar, el volador tenía más público que el cine de barrio. Al final una llamada de la dirección del centro puso a Manolo en su sitio, es decir, en mi casa de nuevo. Y ahí siguió Manolo, tan contentito como antes a pesar de que su única superfan fija era la gata, que se pasaba los días mirándolo fijamente como si la hubiera hipnotizado. Hasta que la otra noche Manolo decidió abrir la puertecita de la jaula (ya… menos rollo, que todos han visto parque jurásico y saben que los velociraptores abrían las manivelas de las puertas, y mi Manolo era mucho más listo que esos bichos de aquí a Pekín) y volar hacia el infinito y más allá.

Ayer, a mediodía, aprovechando un clarito, vimos una bandada de loros sobrevolando el pueblo. Y juraría que el último, el más chiquito, era Manolo.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Terrorismo musical

Cuando era pequeña una de las cosas que más me gustaba hacer por estas fechas era abrir el buzón. Llegaba del colegio, abría el cajetín, y subía a casa con un montón de sobres la mayoría de los cuales contenía, por supuesto, los esperados crismas. En mi casa los crismas no se tiraban a la basura; los más bonitos se colgaban en una tira de fieltro verde coronada con una carita de Papá Noel que había hecho yo un año en el colegio (la única manualidad escolar que no resultó espantosa, porque recuerdo que un año hicimos un ángel de pasta de papel y me salió con una carita de zombi que daba tanto susto que la profesora no lo quiso poner ni en la exposición de trabajos del cole, la hijaputa, con lo que me costó pintarle la cara de verde y pegarle los cristalitos fosforescentes en las cuencas de los ojos) y los más feítos se ponían abiertos a los pies del árbol de Navidad. Como ningún año los tirábamos, el montón de debajo del árbol crecía y crecía hasta que unas Navidades nos dimos cuenta de que nos habían invadido la mitad de la sala y como acabábamos de ver una película de invasores del espacio nos entró una especie de paranoia y los metimos todos en cajas de zapatos (gorila, claro) de donde salieron un par de años después para viajar al contenedor del reciclado.

En los crismas había de todo, desde reproducciones de cuadros de pintores clásicos, que eran las que mandaban los bancos y organismos con poderío, y que como a los pequeños nos parecían horribles del todo no dudábamos en pintarrajear en cuanto caían en nuestras manos (háganlo y verán cómo hay vírgenes que sorprendentemente están muchísimo más guapas con un buen bigote; y los niñosjesuses ganan mucho con chaquetitas y vaqueros), hasta dibujitos de Ferrandiz, que eran las que nos mandaban los amigos del cole y del barrio en justo intercambio con las que mandábamos nosotros. Luego estaban las de organizaciones benéficas, que eran las que mandaban mis tíos y los amigos cultos y progres de mis padres. Benéficas solamente había las de UNICEF, que ayudarían a muchos niños pero eran más feas que Pilarita, una niña de mi clase a la que todo el mundo preguntaba siempre si era varón o hembra, y eso que llevaba el uniforme del cole, o sea, su faldita tableada y esas cosas. Ahora, que hay un surtido de organizaciones benéficas que ni las galletas cuétara, y cada una tiene sus propios crismas que compiten en a ver cuál hace el más bonito, pues resulta que no se mandan crismas.

Con la historia ésta del correo electrónico todos los días me encuentro así como veinte felicitaciones virtuales a cuál más historiada. Entre esto y los pogüerpoin de las narices, empalagosos como ellos solos y que me llenan la carpeta del correo de gatitos, perritos, pollitos, y demás bichos tiernos que la gente considera que pueden moverme a la ternura y que sólo consiguen despertar mis instintos asesinos, cualquier día me va a reventar el ordenador; en cambio el buzón del correo postal criaría telarañas si no fuera por los bancos y otras entidades caritativas que se encargan de limpiarlas.

Y andaba yo quejándome hace unos diez días de que “ya no recibimos crismas, qué barbaridad, esto va de mal en peor, ya ni son Navidades ni nada” cuando una mañana escuché al buzón cantar navidadnavidaddulcenavidad. Lo destripé y tenía un sobre dentro una tarjeta cantarina remitida por mi hermana B1. En principio la tarjeta solamente tenía que sonar al abrirla pero por alguna extraña tara del chip sonaba abierta, cerrada, metida en un sobre, debajo de un libro e incluso ahogada en un barreño lleno de agua sucia de fregar. Lo sé porque a las cuatro horas de estar escuchando sin parar navidadnavidaddulcenavidad la gracia que nos hacía al principio dio paso a una sensación de fastidio que se fue tornando en mala leche, con lo que intentamos todo tipo de tretas para que se callara. Incluso Bruno, que al comenzar la tarde se había pasado así como una hora coreando la canción con vocecita de falsete, terminó hartándose de ella y se unió al grupo de los destructores inútiles.

La mañana siguiente el asunto había adquirido tintes dramáticos porque en el silencio de la noche la canción se escuchaba por toda la casa y como cada vez que alguno intentaba alejarla de su dormitorio la colocaba cerca de otro, al poco el afectado se levantaba y la volvía a trasladar. Así como a las cuatro de la madrugada intenté dejarla en el punto más alejado del jardín consiguiendo que a los cinco minutos los perros aullaran como posesos así que tuve que volver a meterla en la casa, momento que la gata aprovechó para salir por patas, cosa que en condiciones normales no habría hecho ni borracha porque es llegar las once de la noche y parece que la grapan a los cojines del sofá. Total, que la tarjeta se pasó toda la noche encima de la chimenea, cantando más contenta que la mar.

Desayunamos en silencio (navidadnavidaddulcenavidad sonaba desde la chimenea) mirándonos con ojos vidriosos y conscientes de que cualquier comentario podía romper el frágil equilibrio de nuestros nervios y convertirnos en unas cuantas cajas de bombas. “Habrá que tirarla a la basura así se contamine la tierra de aquí a Pekín” dijo JB. Y lo intenté, pero cuando bajé a tirar la tarjeta me encontré a los basureros y estos, en un arranque de ecología me dijeron que los chips no se podían tirar a la basura. Y hala, de vuelta a casa. Navidadnavidaddulcenavidad. Y entonces vi la luz. Bueno, en realidad a quien vi fue a Cristo, que volvía de comprar frutos secos en el mercadillo, y que después de descojonarse sin reparos de nuestras penalidades me dijo: “hija, Gin, pues endósasela a alguien que te caiga mal y listo”. Fue decirlo y mirarnos los dos levantando una ceja: ajá, ya sabíamos a quién le iba a calzar la postalita.

En cuanto llegué a casa reuní a los niños y les di las instrucciones precisas para que se acercaran en plan comando y, sin que nadie les viera, dejaran la tarjeta en el jardín del concejal de urbanismo del pueblo. Creo que nunca les he visto obedecer con más rapidez.

Ayer me encontré con Salvador, el farmacéutico, y me comentó que el concejal echaba chispas. Parece que llevaba dos días con dolor de cabeza y escuchando un pitido constante hasta el punto de que incluso había llamado al médico.

-¿Y? pregunté con toda la despreocupación que pude, porque la verdad es que al oir lo del pitido se me habían disparado las alarmas.
-Nada, el hombre ha estado atiborrándose de medicamentos y al final resulta que era una tarjeta de Navidad de esas que suenan, que pitaba porque debía tener el chip algo estropeado.
-¿Y dónde estaba?- Ahí tragué saliva y me acordé de las caritas de satisfacción de los miembros de mi comando después de cumplir la misión.
-Detrás del sofá del salón.
No dije nada. Es que ni siquiera moví un músculo.
-La cosa es que está con la teoría de la conspiración en lo alto porque dice que eso no es suyo, que alguien lo ha puesto ahí y que...
Salvador se interrumpió y me miró fijamente.
-Tú no sabrás nada ¿verdad, Gin?
Las carcajadas de los dos debieron oirse hasta en Moscú.

jueves, 13 de diciembre de 2007

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Irlanda

Conduzco despacio, disfrutando del constante cambio de colores del cielo:
tan pronto luce el sol como el horizonte se torna de color gris plomo o se
ven corretear nubes blancas y algodonosas como las ovejas que de cuando en
cuando se nos cruzan por la carretera. Voy tan despacio y la carretera está
tan solitaria que no me hacen falta los "slow" pintados en la calzada que
anuncian curvas cerradas. Desde que salimos de Ardara no nos hemos cruzado con ningún otro coche. Se lo hago notar a Declan y se ríe preguntándome por qué creía que me había dejado llevar el coche. Declan y yo hemos trabajado juntos (fue mi guía en el Ulster el año pasado) y este otoño compartimos vacaciones.

Al mediodía paramos a comer junto a un arroyo y es como estar dentro de un cuento. Lo único que nos devuelve a la realidad es la posibilidad constante de que nos llueva. Al terminar de comer Declan me unta un poco de pomada en el tatuaje para ayudar a que cicatrice antes sin que me queden más marcas que el propio dibujo. Me dice que ya ha bajado la inflamación y se ve perfectamente cómo quedarán los colores. "Nunca he visto un verde tan brillante". Lo tapa con una gasa de algodón siguiendo las instrucciones de Kira, la tatuadora: "tápalo; no dejes que le dé el sol o te quedará una cicatriz como si fuera una quemadura".

Cuando lo dijo yo asentí con la cabeza muy seria pero me dio un poco de risa
pensar qué sol me podía dar aquí. Kira es una amiga de la infancia de
Declan, la única de ellos que se desentendió de la lucha armada y se largó en cuanto tuvo oportunidad. Después de viajar por toda Europa terminó instalándose en Ámsterdam. Cuando la nostalgia pudo con ella volvió a Irlanda con su pareja, Doreen, una pintora alta, rubia, y sonriente que se dedica a diseñar los tatuajes que hacen. Kira tiene las manos y los dedos largos, como de hada, y antes de trabajar las mueve suavemente sobre la piel para estudiar su calidad y decidir qué pigmentos utilizar para que los colores duren más.
Cuando le dije lo que quería miró a Declan y sonrió. "Si hubieras elegido
otro dibujo te diría que no te dejaras embaucar por este liante, por muy guapo que sea, pero a esto no me puedo negar; lo tenemos todos". Se inclinó y me enseñó el suyo, en el pecho, sobre el corazón. Sonriendo, sin decir nada, Doreen me mostró el suyo, en el antebrazo. Sé que Declan lo tiene en el brazo derecho. Desde entonces llevo tatuado en el hombro derecho un trébol de cuatro hojas de color esmeralda.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Amor

La amó desde que la pusieron a su cargo, esto es, desde el mismo instante de su nacimiento. Durante más de veinte años había cuidado su cuerpo y defendido su alma de todo mal con el mayor celo. Protegerla era el motivo y la finalidad de su existencia. Pero en él había, además, un grado de amor y de deseo impropios de su naturaleza así que decidió renunciar a su esencia y se dejó caer con dolor desde el infinito para adquirir la mortalidad. Cuando ella abrió los ojos vio, tendido a su lado, un ángel con las alas rotas.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Damasco

Salimos de Aleppo temprano, para evitar el calor. En silencio, Taisir coloca las cosas en el todoterreno sin dejar de mirarme de reojo. Me siento a su lado sin decir nada y despliego un mapa de la región. Como siempre, con rotulador rojo señalo los pueblos y las ciudades que hemos visitado; rodeo con un círculo aquellas a las que quiero volver y las demás simplemente las tacho con una cruz. Taisir me ve tachar con decisión los alrededores de Aleppo y no puede evitar una sonrisa. Sé que es inevitable encontrar turistas en todos los lugares que visitamos (yo misma no dejo de ser una turista aunque me guste más pensar que soy una viajera) pero coincidir en la Basílica de San Simeón con diez excursiones al mismo tiempo me pone de mal humor. Miro la ruta. Taisir me ha dicho que pararemos en una aldea cercana a Crack de los Caballeros a visitar a parte de su familia y nos hospedaremos allí, en casa de su hermana Zein. Doblo el mapa y me concentro en el paisaje. De cuando en cuando Taisir me señala algo que cree que me puede interesar o que, simplemente, a él le parece interesante. Cuando ve que estoy más relajada me pregunta qué es lo que de verdad me ha molestado tanto de Aleppo y le explico que en realidad Aleppo me ha gustado mucho. ¡Cómo no va a gustarme Aleppo! Ha respondido perfectamente a mis expectativas, quizá porque no tenía demasiadas; quizá porque nunca me había interesado tanto como para imaginarla. Hablo sin parar y Taisir me escucha sin interrumpirme. Le digo lo que espero de Palmira y asiente con la cabeza musitando “así es, así es Palmira”. Y entonces le hablo de Damasco, del Damasco que siempre he imaginado, del Damasco de los omeyas, del Damasco de Lawrence de Arabia, de la ciudad a la que el profeta llamó el paraíso. Taisir me escucha, y cuando me callo sonríe con un punto de tristeza y me dice que a veces el paraíso se esconde para no estar a la vista de todo el mundo.