domingo, 2 de diciembre de 2007

Damasco

Salimos de Aleppo temprano, para evitar el calor. En silencio, Taisir coloca las cosas en el todoterreno sin dejar de mirarme de reojo. Me siento a su lado sin decir nada y despliego un mapa de la región. Como siempre, con rotulador rojo señalo los pueblos y las ciudades que hemos visitado; rodeo con un círculo aquellas a las que quiero volver y las demás simplemente las tacho con una cruz. Taisir me ve tachar con decisión los alrededores de Aleppo y no puede evitar una sonrisa. Sé que es inevitable encontrar turistas en todos los lugares que visitamos (yo misma no dejo de ser una turista aunque me guste más pensar que soy una viajera) pero coincidir en la Basílica de San Simeón con diez excursiones al mismo tiempo me pone de mal humor. Miro la ruta. Taisir me ha dicho que pararemos en una aldea cercana a Crack de los Caballeros a visitar a parte de su familia y nos hospedaremos allí, en casa de su hermana Zein. Doblo el mapa y me concentro en el paisaje. De cuando en cuando Taisir me señala algo que cree que me puede interesar o que, simplemente, a él le parece interesante. Cuando ve que estoy más relajada me pregunta qué es lo que de verdad me ha molestado tanto de Aleppo y le explico que en realidad Aleppo me ha gustado mucho. ¡Cómo no va a gustarme Aleppo! Ha respondido perfectamente a mis expectativas, quizá porque no tenía demasiadas; quizá porque nunca me había interesado tanto como para imaginarla. Hablo sin parar y Taisir me escucha sin interrumpirme. Le digo lo que espero de Palmira y asiente con la cabeza musitando “así es, así es Palmira”. Y entonces le hablo de Damasco, del Damasco que siempre he imaginado, del Damasco de los omeyas, del Damasco de Lawrence de Arabia, de la ciudad a la que el profeta llamó el paraíso. Taisir me escucha, y cuando me callo sonríe con un punto de tristeza y me dice que a veces el paraíso se esconde para no estar a la vista de todo el mundo.

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