jueves, 29 de noviembre de 2007

El medio pollito: gore para bebés

Las políticas para incentivar la natalidad son cuanto menos peculiares. O eso, o yo definitivamente no las entiendo porque soy marciana, que también puede ser (aviso: no quiero chistes, eh). Por ejemplo, cuando nace un niño la Junta de Andalucía le regala unas cuantas inutilidades, entre ellas un CD con cuentos y canciones infantiles. Hasta ahí bien. Pues el otro día me hice con un CD, lo escuché con el pequeño y hubo un cuento que me puso los pelos de punta. Vaya, el resto no era como para dar el Nobel de literatura al autor, pero el del medio pollito me resultó espeluznante.

El cuento del medio pollito: el título ya lo dice todo. Dado que fue escucharlo y poner todas las neuronas a funcionar para intentar olvidarlo piadosamente (por aquello de que una tiene una imaginación delirante y lo último que necesita es que le den ideas malsanas como ésta), voy a ver si consigo recordarlo medianamente.

Como imaginan el protagonista del cuento era un pollo. Y hete aquí que dos vecinas se pelean por el susodicho pollo. El motivo de la pelea no lo recuerdo ni falta que me importa, pero seguro que fue por un quítame allá ese huevo. La cosa es que, espoleadas por el ejemplo de Salomón (esta vez la culpa no es de Disney sino de la Biblia, y es que ya no se puede fiar uno de nada), las granjeras van y cortan al pollo por la mitad. La vecina normal se come el pollo, como debe ser, y ahí acaba la historia de ese medio pollo, aunque nos quedamos sin saber si lo preparó con ciruelas y piñones o con arroz, que digo yo que ya podían haber puesto la receta y así estimulan a las madres a trabajarse un poco los cuentos.

La otra vecina, la anormal del todo, mete al medio pollo en el corral con los demás animales (suponemos que los demás animales estaban enteros aunque de una granjera que se queda con medio pollo y lo echa en el corral se puede esperar cualquier perversión). Y ahí tenemos ese pollo cortado por la mitad (no especificaban si transversal o longitudinalmente o sea que cada uno lo imagine como sus tripas aguanten) que va y vive tan ricamente en perfecta armonía con el resto de bichos corraleros a los que ni siquiera les asombra que su nuevo compañero vaya por ahí espurreando sangre (porque es de imaginar que si te cortan por la mitad te saldrá una mijita de sangre ¿no?).

Imagino que al llegar aquí el resto de los mortales ya estarán rechinando los dientes por aquello del repelús. Yo, que estoy curtida en los documentales del Documanía, y me tragué ojiplática y con la mandíbula totalmente descolgada la historia del pollo Michael (ya se la contaré, ya), lo ví todo poco normal pero tragable. El pequeño, por supuesto, lo veía todo normalísimo, como corresponde a su edad. Claro que a partir de aquí la cosa empezó a enrarecerse un poco.

Y es que lo que vino después fue que por culpa de media moneda de oro que no sé ni quiero imaginar de dónde la sacaba el medio pollo ni a quién se la prestaba, el medio-bicho se lanza por esos caminos de Dios. Y allí que iba el engendrillo aquel haciendo amigos que resultaban ser, además de raros, más vagos que la mar y en seguida se cansaban de andar, no como el medio-bicho que a pesar de no tener más que la mitad de todo caminaba tan fresco.

Y si esto les parece raro no se pierdan que, ante el problema del cansancio de sus nuevas amistades, al medio-bicho, que o bien con la mitad de sus órganos debía haber perdido además el entendimiento completo, o bien era un degenerado completo, no se le ocurre más solución que llevarles en.... ¡¡¡SU MEDIO CULITO!!! Que sí, que se iba metiendo de todo por el culo: que si palomas, que si piedras, que si un río... ¡pero si hasta se mete un toro y todo!

Digo yo que esto lo regalan para cortarles a las madres la depresión post parto de un ataque fulminante de asco ¿no? porque si no no le veo ningún sentido. Bueno sí, también podría estar patrocinado por alguna organización que esté en contra de fomentar el hábito de la lectura, alguna asociación vegetariana, o por los fabricantes de vaselina, que hayan pensado que es la mejor forma de ampliar mercado. La cosa es que el cuento debe tener algún final al que supongo que pocas personas llegarán sin potar antes pero que nosotros nunca conoceremos porque, viendo cómo los ojitos de Bruno se agrandaban, y temiendo la interminable tanda de preguntas surrealistas que iban a venir después, saqué el CD por las bravas, lo partí por la mitad y le pregunté si le apetecía que leyéramos los haikus del pollo Ramón o que viéramos el reportaje del pollo Michael. Total, from lost to the river. Y luego dirán que la gente no lee.

martes, 27 de noviembre de 2007

Corfú

Hay sitios que no he querido visitar nunca por miedo a que al hacerlo perdieran su magia. No son muchos, es cierto; generalmente puede más mi curiosidad que mis ganas de mantener intacta la imagen del sitio soñado. Pocas veces me he arrepentido de haber visitado algún destino-talismán (hace ya mucho tiempo que Basora no es la ciudad de Simbad, y cada vez lo va a ser menos, pero a cincuenta grados a la sombra se derrite cualquier posible encanto); por el contrario, generalmente me arrepiento de no haber ido antes.

A Corfú llego llena de reticencias, sin querer llegar. Siempre he soñado con Corfú, por eso nunca he querido visitar la isla y hasta ahora había conseguido esquivarla pero en esta ocasión ha sido inevitable. Yannis nació en El Pireo pero conoce perfectamente cada rincón del país, de cada isla. Hemos estado dos días recorriendo sin prisa las calles de la ciudad, perdiéndonos por callejuelas y portaladas, invadiendo sin permiso patios y jardines privados, desayunando, comiendo, y cenando en las terrazas de pequeños bares, antes de tomar el camino del norte. Queremos recorrer la isla de norte a sur, ver las diferencias entre los pueblos que ven la costa albanesa y los que sólo tienen agua por horizonte.

Yo no hablo griego. Mis conocimientos de esta lengua se limitan a cuatro frases básicas, a algunas expresiones y palabras sueltas con las que no podría defenderme en ninguna circunstancia. Hasta ahora Yannis se ha encargado de hablar por mi, de negociar cada visita, cada entrevista, los permisos necesarios para hacer fotografías. En Palia Perithia le observo, le escucho discutir, y me asombran los esfuerzos que tiene que hacer para conseguir que nos dejen asomarnos a la isla; me sorprende que las trabas que le ponen a él, uno de los suyos, se convierten siempre en facilidades para mí, una extranjera. Nos sentamos en un bar a comer y un camarero con cara agria nos sirve, sin que lo pidamos, vino y aceitunas negras. Yannis me explica que no hay nada peor que ser griego en Grecia. Le miro con un cierto escepticismo y me invita a comprobarlo. Apostamos una cena.

Cuando viene el camarero le miro y con la mejor de mis sonrisas le pido la comida chapurreando torpemente la frase que me ha dicho Yannis. El camarero me mira radiante, le da a Yannis una palmada en la espalda, y nos llena el vaso de retsina. La transformación es tan espectacular que tenemos que hacer verdaderos esfuerzos por controlar las carcajadas. Durante toda la comida el camarero extrema los detalles con nosotros, nos invita a los postres y nos deja una botella de ouzo sobre la mesa. Finalmente se sienta con nosotros y conversa con nosotros en inglés macarrónico. Cuando se ofrece a conseguirnos la entrada a cualquier sitio de la ciudad que queramos, Yannis me mira divertido y susurra “langosta”.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Cena

Se desanudó la capa, sin prisa, pensando en la conferencia que acababa de escuchar. Habitualmente le resultaban poco interesantes; las mejores siempre se celebraban más temprano, a media tarde, a horas imposibles para él. Aquella noche, en cambio, había sido excepcional. Pocas veces había presenciado una exposición tan clara, tan centrada, tan amena. Se miró en un espejo que, como siempre, le ignoró. Mientras se limpiaba cuidadosamente unas gotas de sangre de los colmillos pensó sin pena en la conferenciante. Al fin y al cabo se merecía el mordisco por haber afirmado en público que los vampiros no existen.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Chicago

Metida en la cama noto cómo se mueve la habitación. No son imaginaciones mías. El hotel se mueve. Es un edificio basculante, pensado para resistir los fuertes vientos del invierno. Estamos a finales de enero y según me dice Rafael este año el frío y el viento están siendo especialmente fuertes. Los edificios altos, altísimos, se balancean de forma imperceptible; casi nadie se da cuenta pero yo lo noto. Y me da miedo. Para alguien que como yo tenga vértigo y miedo a las alturas, estar en una habitación con una pared casi entera acristalada en el piso número treinta de un edificio es una auténtica tortura. No hace falta acercarse a las ventanas para ver la ciudad desde lo alto, la veo desde la cama, la veo desde casi cualquier punto de la habitación. Durante el día no me importa, no paro y me olvido de la altura, pero las noches son difíciles así que salgo y procuro volver lo más tarde posible.

Llevo varios días sin dormir y estoy cansada pero no me importa; esta ciudad tiene suficiente energía para mantenerme no sólo en pie sino en constante movimiento. Vista desde arriba la ciudad impresiona; a pie de tierra resulta fascinante. Inicialmente, todos los tópicos que vemos en el cine son ciertos; caminar por sus calles es como moverse por una película, y me envuelve una sensación de familiaridad que si bien al final resulta falsa, al principio me ayuda a situarme y hace que ninguna situación me sorprenda. Rafael, que lleva años viviendo en Nueva York y ha venido estas semanas a trabajar conmigo, me deja hacer, explorar, asombrarme, equivocarme, con un punto de risa en la mirada; disfruta como quien lleva a un niño a su primera visita al zoo.

Me divierte entrar en un burguer y compartir mostrador con una o varias parejas de policías que devoran hamburguesas mientras no paran de recibir mensajes por radio. Me paso media hora bajo el tren elevado solamente por sentirlo pasar. Un camarero me pregunta de dónde soy y luego intenta situar España junto a Argentina. Le explico que está en Europa y se queda un rato pensando para escandalizarme después preguntando si Europa hace frontera con Israel. Encuentro un almacén donde venden levy’s 501 a 10 dólares y vuelvo al hotel con cinco pares.

A los pocos días después de llegar, cuando se me pasa la borrachera de paisajes urbanos, es cuando realmente comienzo a ver la ciudad como es, cuando comienzo a disfrutarla y a sufrirla. Sé que no han cambiado las situaciones sino mi forma de percibirlas. Se lo digo a Rafael y se queda pensativo. La mañana siguiente caminamos por la ciudad; hablamos y hacemos planes de trabajo. Cuando Rafael se detiene no sé dónde estamos. Me dice que ahora es el momento de dominar toda la ciudad. Miro hacia arriba y me quedo clavada en el sitio. Sabe que soy incapaz de subir a lo alto de la Torre Sears pero me coge la mano y entramos en el edificio. Mientras el ascensor sube pienso que, aunque para muchos será una tontería, nunca he hecho nada parecido.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Vuelven los chukis

Ya es Navidad. A ver, ya sé que todavía no, pero los organismos oficiales y
las empresas comerciales han empezado ya con la campaña de señales que la
anuncian. Digo yo que esto debe estar financiado por las empresas de dulces y empiezan tan pronto para que hasta los torpes se enteren y se inflen a comprar mazapanes y esas cosas porque si no no veo razón a este acoso.

Ayer fue un día lleno de señales. Por la mañana, mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde para cruzar, me fijé en que a los árboles de la Alameda les había salido algo así como una plaga de gusanos amarillentos y semiepilépticos que les trepaban por el tronco. Que luego resultara que no eran gusanillos sino las luces que el Ayuntamiento ha elegido para decorar la ciudad este año no disminuyó la pena que me dieron los árboles. La segunda señal me llegó a través de la pituitaria cuando entré en la panadería y me llegó tal olor de los mantecados, los roscos de vino, y los borrachuelos que me tuve que pasar discretamente la manga por la barbilla porque estaba babeando como un gran danés. Pero la tercera señal, la definitiva, aquella que es capaz de iluminar un pueblo entero, me estaba esperando en la sección de juguetes del hiper, que normalmente ocupa un pasillo roñoso y en esta época se extiende como las plantas de calabaza invadiendo el espacio de las demás secciones hasta que termina por ocupar casi todo el hipermercado.

Me gusta mirar los juguetes, lo reconozco. Unos pocos, poquísimos, me parecen preciosos; el resto me parecen absolutamente espeluznantes. Por supuesto los que me gusta mirar son esos, los tremebundos, esos juguetes espantosos que todos hemos recibido en alguna ocasión y que todos hemos regalado alguna vez, más por mala leche que por ganas de agradar, todo hay que decirlo, y nos han costado la ruptura de relaciones con algún amigo o familiar de la modalidad picajoso-hasta-decir-basta.

El año pasado, por ejemplo, yo regalé a la niña de una amiga una muñeca que los Reyes trajeron a mis hijas cuando eran pequeñas. La cosa es que en principo la muñeca era una monada: una madre negra africana con su bebé. No le faltaba nada, tenía su huesito en la cabeza (ya…) una túnica color hueso atravesada por una especie de mantoncillo de piel de leopardo en el que se sujetaba el bebé (ya… ya…) y un turbante de la misma tela aleopardada (ya…ya… vale… a ver si se creen que la culpa es mía). A primera vista era una muñeca abrazable, mojable, pintorrejeable, lavable, tirable… en fin, ideal. Lo malo era que en la barriga escondía un mecanismo que la hacía carcajearse como si estuviera poseida y nos ponía los pelos de punta. Además no tenía botón de parada, o sea que aquel espanto duraba hasta que se agotara la pila. La muñeca fue muda durante unos meses porque, afortunados de nosotros, desconocíamos sus poderes, pero cuando mi hija mayor nos sacó de nuestra feliz ignorancia por el simple procedimiento de encontrar el compartimento de la pila y meter una, estuvimos a punto de perder la cabeza. Y más cuando vimos que aquello era imparable.

Una tarde feliz la hija de mi amiga entró en casa, miró la muñeca y se le dilataron las pupilas. Nos dimos cuenta de que le encantaba porque (además de lo de las pupilas ésas que ya he mencionado) se paró delante de ella mirándola fijamente y con el dedito índice extendido, tipo Colón. Me faltó tiempo para encasquetársela. Por supuesto en cuanto llegaron a su casa mi amiga me llamó y se pasó al menos diez minutos insultándome. Cuando se calmó un poco me explicó que escucharla (a la muñeca, claro) durante lo poco que dura el trayecto hasta su casa la había alterado tanto que había estado a punto de tirarla al mar por la ventanilla del coche. A la muñeca, no a la niña. Lo que son las cosas, a la que quiso tirar al mar pocos días después era a su hija, que se había repuesto de la misteriosa mudez de la muñeca (como imaginarán a mi amiga le faltó tiempo para hurgarle entre las tripas, encontrar la pila y arrancársela de cuajo) y se pasaba el día riéndose como ella. Yo la escuché un par de veces y daba miedo. Mucho miedo. Palabra.

Otro juguete que emigró, aunque esta vez más pronto, fue un payaso de juguete. Los payasos de juguete dan miedo, casi tanto como la niña de mi amiga. Anda que no lo pasé yo poco mal cuando una abuela apareció en casa con un payaso clarinetista y se lo regaló a mi hija mayor por su primer cumpleaños. El payaso hacía de todo: tocaba el clarinete, cantaba, movía los ojos que parecía Marujita Díaz en pleno chou, y cuando le apretabas un brazo te disparaba un chorretón de agua desde una flor que tenía en el chaleco. La flor estaba estratégicamente colocada para atinar con el chorro en pleno ojo al incauto que estuviera cerca. Kenya no terminó siquiera de sacar el payaso de su caja y ya estaba chillando de miedo. La pobre criatura se pasó dos noches sin dormir y yo me metía en su camita para consolarla pero lo único que hacía era mirar fijamente al payaso que nos observaba desde una esquina con su sonrisa siniestra. Lo recuerdo y se me erizan los vellos que parezco un chumbo. La verdad es que siempre he pensado que el payaso fue una especie de venganza cósmica por haberme reído cuando mi hermana B2 me llamó a gritos asustadísima porque había confundido a Kenya con el gusilú con el que dormía y al verla iluminada como una bombilla pensó que estaba radiactiva o así.

Menos mal que el juguete más temible de todos nunca ha entrado en mi casa. Lo cierto es que ni siquiera era un juguete, pero primo hermano, vaya. Lo sufrió mi hija pequeña hace unos años, cuando se quedó a dormir en casa de una amiguita y al día siguiente me contó que lo había pasado un poco mal. Resulta que la niña tenía en el dormitorio una lamparita de ésas que se ponen para que los críos no tengan miedo (¡¡¡ja!!!) con la forma de Campanilla, el hada de Peter Pan. Hasta ahí todo era normal; lo anormal era que cada diez minutos la lamparita decía "Tilín, soy Campanilla, tilín" con esa vocecita insufrible y repipi que Disney pone a todas sus princesas, incluso a Campanilla, que en la película era muda. Bueno anormal no, pero pesado un rato sí. La noche en que Madi (se llama Madagascar pero está en esa fase adolescente de odiar hasta su nombre y nos obliga a llamarla Madi; ya, es espantoso pero se le pasará) se quedó a dormir allí a la lamparita se le estaba estropeando el mecanismo (Dios existe) y así como a las tres de la madrugada la niña se despierta y en lugar de la vocecita dispuesta y dicharachera del hada escucha "tiliiiiiiiiiinnnnnnnnn, soy Caaaaaaaampaaaaaaaniiiiiiillaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa,
tiliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnnnnnnnn" con la misma voz que tendría Freddy Kruger después de haberse calzado una pila de machaquitos en plena noche de farra en la Feria. Menos mal que es una niña de recursos y a la segunda amenaza de Campanilla-Kruger la desenchufó directamente. Lo que a Madagascar se le olvidó contarnos (nos enteramos porque la madre de la otra niña no se cortó un pelo en explicárselo a todo el pueblo con todo lujo de detalles) es que después de desenchufarla la pisoteó con saña y la tiró por la ventana ante los ojos asombrados y llorosos de su amiga. Gracias al cielo desde aquello no han vuelto a ser amigas.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Inercia

Todas las mañanas, antes de salir, se daba un último vistazo en el espejo que había junto a la puerta. El accidente había cambiado muchas cosas en su vida pero ella había conservado aquella costumbre de mirarse y seguía sonriendo aunque su cara fuese ahora un muestrario de cicatrices y quemaduras. Un día, mientras esperaba a que la madre firmara un certificado, el cartero la vio contemplarse en el espejo. “¿Por qué no le pone un espejo nuevo a la chiquilla, que ése está roto y ni se ve?” La madre sonrió con tristeza. “¿Qué más da? Si es ciega”.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Se acabó la historia

Querida Bella Durmiente:
Cuando despiertes y leas esta carta mi vida será diferente. Ya era hora. Estaba cansada de pasarme el día limpiando, cocinando, barriendo, cosiendo, y fregando. Harta de comer manzanas y de aguantar a los enanos y al necrófilo, que ya me dirás tú, mucho príncipe y mucha historia pero hay que ser muy pervertido para ir por ahí besando muertas. A partir de ahora se acabó. He convencido a Simbad, y mañana por la mañana robaré los diamantes a los enanos y me iré para siempre de este cuento.
Besos de Blancanieves.
PD.- Cenicienta también se viene

lunes, 12 de noviembre de 2007

Nessebar

He viajado toda la noche, primero de Madrid a Sofia, y después desde Sofia
hasta Burgas en un bimotor de hélices pequeño como un autobús que ha
aterrizado cuando amanecía. Todor me está esperando en el aeropuerto para
llevarme a su casa, en la ciudad antigua de Nessebar. Al llegar allí dejo
las cosas, desayuno un poco y me echo un rato pero la luz es tan brillante que soy incapaz de coger el sueño así que tomamos otro café y salimos a la calle. La ciudad es preciosa, toda de madera. Todor me cuenta que ha heredado la casa de sus abuelos y que se siente muy afortunado por poder vivir aquí; dice que las antiguas casas de madera se están revalorizando y se venden por pequeñas fortunas pero que no tiene intención de vender el alma de su familia. Recorremos las calles mientras Todor me explica la historia de la ciudad, y después de comer en el puerto decidimos pasar la tarde en Bourgas.

Hace mucho calor, necesito beber. Todor me señala un termómetro: sólo 33
grados. Me explica que es normal que la sensación térmica sea mucho más alta
porque la humedad es del 100%. Paramos en un puestecillo y compramos un
helado de pera; todos los puestos ofrecen helados artesanos de fruta fresca.
No hay helados de chocolate ni de vainilla pero se puede elegir entre todas
las frutas de temporada de la zona, desde melocotones hasta albaricoques,
manzanas, peras... El té también es bueno y se encuentra en todos sitios.
Fuerte, azucarado y muy caliente quita inmediatamente la sed.

Mañana tengo una cita en la Universidad así que nos acercamos para ver la
mejor combinación de autobús y conocer el sitio. Uno de los amigos de Todor,
Stefan, da clase allí, así que le llama y se ofrece a enseñarnos las
distintas dependencias del recinto. Luego le acompañamos a su casa para
dejar unos libros. Es pequeña pero muy agradable. Se lo comento y me dice
que a pesar de que es realmente diminuta es una de las casas mejor equipadas que conoce y que tiene muchas comodidades. "Tengo hasta una nevera, ¿has visto?" Efectivamente, la nevera está en medio del salón, junto al televisor, y encima hay un velero de madera y dos fotografías. Sobre la televisión hay media docena más de fotos. Alabo la nevera y cuando no me ven la abro, y veo que está vacía. Me doy cuenta de que ambos electrodomésticos, la televisión y la nevera, están desenchufados. No pregunto.

Les invito a cenar y entramos en un restaurante pero solamente tienen uno de
los platos que ofrece la carta. Me explican que depende del día de
abastecimiento. Cuando llegan los distintos productos puedes encontrar todos
los platos de la carta, y a medida que se van agotando las opciones
disminuyen hasta que vuelven a reponer los víveres. Entramos en otro
restaurante y nos pasa lo mismo así que optamos por comprar comida en los
puestos de la calle: algo que ellos llaman pizza y parecen cocas recién
hechas, y bocadillos de pan ácimo. La comida está caliente y Stefan me asegura que sabrá al menos tan bien como huele, lo cual me parece difícil. Todor sugiere que vayamos a comerlos al parque.

El parque está lleno de gente. Hay quien solamente pasea y quien, como
nosotros, se sienta en la hierba a cenar. Poco a poco se va poniendo el sol
pero las farolas continúan apagadas. Empiezan a encenderse diminutos puntos
de luz y me doy cuenta de que son linternas. Todor y Stefan sacan del
bolsillo dos linternitas y las encienden. Me explican que para
ahorrar energía todas las tardes cortan la luz en la ciudad. Entonces
entiendo la nevera vacía de Stefan.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Marea de enanos

Ya sé que cada uno en su casa, y sobre todo de puertas para dentro, hace y pone lo que quiere y lo que puede, a excepción de los que tienen la mala suerte de vivir en esos estados en los que no permiten el sexo oral aunque se practique en una cabaña aislada del mundo en las montañas y bajo siete llaves y siete mantas que impidan enterarse a nadie más que a los que lo disfrutan. A mí me parece de perlas (lo de hacer lo que se quiera, no lo de prohibir el sexo oral) sobre todo porque hay gente que no se contenta con disfrutar de los peores horrores estéticos dentro de su casa y, plenos de orgullo, los colocan también en los jardines para que todos los veamos y podamos descojonarnos a gusto. Bueno, ellos no lo hacen por eso, claro, lo hacen para darnos dos tipos de envidia: por un lado envidia de su poderío económico, y por otro lado envidia por no poder tener semejantes engendros en nuestras casas.

Por ejemplo, la casa de un vecino de mi hermana B1 no tiene desperdicio. En principio era un casoplón normal (todo lo normal que puede ser un casoplón) pero cuando el ruso Vladimir la compró, él y su esposa Galina decidieron que aquello era demasiado sobrio y poco estridente para ellos, y que era menester reformarla, así que cubrieron el perímetro del jardín con unas vallas altísimas que impedían todo tipo de visión. Durante meses la obra fue un misterio porque entre que no se veía nada, que Vladimir y Galina no soltaban prenda (y aunque la soltaran, casi no hablaban español), y que los obreros decían unas cosas más raras que la mar, nadie pudo hacerse una idea de lo que estaban tramando. En descargo de los obreros hay que decir que ni ellos ni nadie podría haber descrito apropiadamente aquello. Baste decir que a ambos lados de la puerta (enorme puerta, por cierto) habían plantado un par de sirenas de tamaño proporcional al de la susodicha puerta, o sea, enormes. Seguro que todos han visto esas figuras así como de cerámica blanca con apliques de colores vidriados. Pues así, así eran las sirenas: cabeza y torso blancos como la nieve, a excepción de ojos y labios, y la cola y el pelo de diversos y vivos colorines con muchos toques dorados por doquier. Espeluznantes, vaya.

El día que nos invitaron a ver las reformas B1 y yo nos quedamos sin habla; yo todavía soy incapaz de articular sonido alguno cada vez que Vladimir me ve y dice “Ginnnnn, gustaaaa” porque entre que no sé muy bien si pregunta o afirma, y que es un mafioso como la copa de un pino casi prefiero que las cuerdas vocales se me hagan no un nudo sino una red entera. Del interior de la casa no daré detalles porque pertenece al mundo de la intimidad de sus dueños y porque me da la risa y cuando me río no puedo escribir bien. Del exterior diré que el jardín está trufaíto entero de enanos, ciervos, y conejos de escayola. Todo con mucho color, claro, no vaya a ser que pases y no lo veas o que después de pasar conserves la vista en condiciones, nunca me ha quedado claro qué opción barajaron al ponerlos.

Mis vecinos son o mucho más pobres o mucho más discretos. Bueno, también tenemos la opción de que sean todos del país, que ya saben ustedes que aquí tendemos a otras horteradas diferentes en las que no voy a entrar no vaya a ser que alguno las practique y la liemos. Claro que está visto que los enanos de jardín no dentro de los límites que imponen la pobreza y la discreción porque han invadido los jardines de la calle. Incluso hay uno que tiene una Blancanieves de escayola (bizca, por cierto) aunque afortunadamente sólo blanca, sin colorines ni ná, y a tamaño proporcional al de los enanos.

La semana pasada desaparecieron todos. Yo no me había dado cuenta pero la presencia de un par de coches patrulla y varios policías que rodeaban a una vecina llorosa y desgreñada que gritaba los detalles de la fechoría llamaron mi atención y me acerqué a ver qué había pasado. Al parecer le habían “limpiado” el jardín y se habían llevado cuanto personaje y figurita lo poblaba, incluyendo la Blancanieves y una tortuga de cerámica vidriada que tenía a un lado del estanque. La policía indagó un poco y nos enteramos de que no sólo habían desaparecido las figuritas de ese jardín sino los de todos los jardines de la zona. Cristo, quien con la sola presencia de su calcetín peneano había conseguido enmudecer a las vecinas, apuntó la posibilidad de que se hubiera producido una migración masiva de enanos hacia climas más cálidos pero los agentes de policía lo desestimaron al momento. Menos mal que no lo planteé yo porque me habrían tachado de loca; pero como a Cristo le consideran un majarón irredento no pasó nada.

Ayer cuando caía la tarde vino Cristo a buscarme muy misterioso. “Coge a los perros y ven” ordenó en susurros, así que lo hice: cogí a los perros (por las correas, en brazos no que pesan un Congo) y salí con él en dirección al torrente la mar de intrigada. El malvado de él no quiso soltar prenda de a dónde me llevaba ni por qué así que yo tenía cada vez más curiosidad.

Después de caminar unos cuatro kilómetros torrentera arriba los vimos. Yo había leído alguna vez sobre ellos y conocía su existencia aunque pensaba que se trataba de una actitud interna más que real, pero no, los grupos de liberación de enanos de jardín son reales, muy reales, y había decidido liberar un montón de figuras en el cauce del torrente. Cristo me miraba divertido, los perros ladraban como posesos a los gnomos con carretilla (a los otros no, es como cuando ladran a la gente, que sólo lo hacen a los carteros y a las señoras con carro de la compra, debe ser una tara que tienen y a estas alturas ni falta que me importa por qué lo hacen así), y yo notaba cómo se me iba descolgando poco a poco la mandíbula por el asombro. Cientos de enanos de jardín, y otros animalitos y Blancanieves, se espurreaban dentro del cauce del torrente; el cambio de luz del atardecer hacía que la imagen resultara un tanto irreal, y entre eso y que el color blanco de los dientes y los ojos de los enanos era un poco fosforecentes y brillaba la cosa ponía la piel de pollo Ramón.

La sonrisa de Cristo crecía cada vez más. De pronto caí en la cuenta.

- ¡Pero están todos dentro del cauce! ¡Cuando llueva y el río lleve agua los enanos van a acabar en la playa!

La imagen de aquellos cientos de enanos esparcidos por la arena de playa y flotando en el agua fue muy fuerte. Yo creo que las carcajadas las oyeron desde mi casa. Tengo unas ganas de que llueva...

jueves, 8 de noviembre de 2007

El cielo sobre Berlín

La ciudad se divide en dos pero en una se pueden encontrar trozos de la otra y el contraste resalta su carácter. El hotel es impresionante. Tengo orquídeas frescas (las cambian a diario) en el cuarto de baño y cada día encuentro bombones sobre la almohada y una bandeja con fruta y dulces en la habitación. Al final de cada pasillo hay un ascensor desde el cual podemos acceder directamente al gimnasio y a la piscina cubierta, los cuales se encuentran junto al comedor del desayuno, lleno de palmeras y plantas tropicales que agradecen el lucernario abierto al cielo. Hay un cuarteto de cuerda que toca en el bar todas las tardes.

Los bombones del hotel son belgas. Los que compro en la confitería de la esquina son como tierra, no saben a nada, ni siquiera son dulces. Tampoco el vino, cuando lo encuentro, es igual. Ni el café. Nada es igual. Para continuar en el mundo del hotel hay que cruzar al otro lado de la ciudad, hay que recorrer un par de cientos de metros y saltar el muro, pasar al otro lado del espejo. Lo hago y me encuentro en un mundo que reconozco, con amplias avenidas llenas de gente de distintas tribus urbanas y comercios que ofrecen todo tipo de tentaciones. Los restaurantes, carísimos, invitan a entrar, hay cines y cafés. Y gente. Y colores.

Voy a cruzar de nuevo sabiendo que al otro lado del espejo la vida transcurre en blanco y negro y solamente permite el paso a algunos grises. Hay pocas tiendas y no son atractivas a excepción de los museos y las librerías, que son el paraíso de los lectores. En este mundo limitado el único consuelo es el acceso abierto a la cultura, a los libros; es lo único que salva a muchos de la tristeza. Las librerías están llenas, los museos no. Acostumbrada a los museos del otro mundo (ayer había más de treinta personas rodeando el busto de Nefertiti, imposible acercarse), me impresiona tener la puerta de Ishtar y el altar de Pérgamo sólo para mí.

Antes de pasar por el control echo un vistazo al cielo. Tiene todos los tonos de gris. Rainer me dice que es lo normal en esta época del año, y que quizá en primavera la ciudad me parecería más bonita pero yo sé que no es eso. Entrego mi pasaporte en la cabina y el policía nos mira alternativamente, al pasaporte y a mi, hasta que se encoge de hombros con desgana, me lo entrega y me deja pasar. Lo abro intrigada y veo que le he dado el de Rainer.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Jalogüín: el ataque de los clones

Cuando nació mi hija pequeña, y mientras estábamos en el hospital, todas las mañanas se la llevaban pegajosa de fluidos repugnantes y me la devolvían bañadita y oliendo a colonia. Cuando nació la mayor lo hacían también pero ésa es otra historia. Volviendo a la pequeña: la primera mañana la enfermera entra en la habitación con un carrito lleno de una especie de rollitos blancos que resultaron ser bebés recién salidos del baño. “Hala, elegid” nos dijo. Mi compañera de habitación se lanzó sin dudar hacia uno de ellos. Yo los miré todos y cogí uno que me pareció muy mono, gordito y con rizos negros. La enfermera me lo quitó hecha una furia y me entregó una criatura calva como una bombilla, o sea, mi hija. “Mira” me dijo señalando a mi compañera de habitación “Ella no se ha equivocado; ella tiene instinto maternal de verdad”. A mí me dio un poco la risa. “Joé, pero si es negra; cómo se va a equivocar si no has traído más que un negrito. Así también acertaba yo a la primera.” La enfermera se fue así como muy ofendida (no sé por qué) y se le secó la boca venga a contárselo a todo el mundo como si yo fuera una marciana cuando a más de una le pasó (sólo que equivocándose de verdad que yo lo hice de broma) y lo sé de buena tinta porque me lo contaron después fumándonos un cigarrito clandestino en la sala de enfermeras (para que le echaran la culpa a la enfermera picajosa, que estaba de guardia esa noche). Esto no lo había contado antes por aquello de que iba a quedar fatal pero desde lo del otro día qué más da.

Porque el otro día llegué a casa más contenta que la mar con un paquetito de dulces y los niños se emocionaron mucho hasta que al abrirlo descubrieron que eran buñuelos y huesos en lugar de pasteles de calabaza. Que era jalogüín, dijeron, y que el jalogüín se celebra con calabazas. Hombre, a eso ya llegaba yo de sobra y antes que ellos; por algo les había dejado hacer el harakiri una a una a todas las calabazas del jardín y fracasar intentando hacerles ojitos y boca con un cuchillo, que por cierto ante el riesgo de la amputación digital opté por dibujar las caritas y pegárselas a las calabazas y quedaron monísimas. Pues el jalogüín se celebra con calabazas, y con películas de miedo y fiestas de disfraces. Y cada uno tenía una fiesta a la que acudir. Con las niñas no hay problema, como las dos son EMO (a mí que me registren, dicen que se llaman así y que pertenecen al grupo de los darketos, yo sólo sé que van vestidas de negro, que se pintan los ojos que parecen un cruce entre un mapache y el panda, el osito que aún no anda, y que se cuelgan todo tipo de calaveritas por todos lados) ya parece que van disfrazadas de miembro de la familia Monster. Con el pequeño tampoco me comí mucho la cabeza: entré en el chino del pueblo y salí de allí con un disfraz estupendo. De muerte, con su capa, su esqueletito pintado en unas mallas negras, una careta con capucha fantástica y hasta una guadaña de plástico. Lo de la guadaña nos hizo a todos mucha gracia y le tomamos el pelo diciendo que así poca leche de muertos iba a recoger hasta que, harto de risas, le sacudió a mi vecino con la guadaña en los huevos. "Hala, muerto" dijo tan serio. Total, que le llené un par de bolsas con fantasmas y murciélagos de chocolate y arreando, a casa de su amigo.

Allí se quedó tan contento hasta las ocho, que fui a recogerle. Llamé y me abrió la puerta un grupo de brujas de cuatro años también salidas del chino, todas igualitas; solamente variaban el color de la peluca y de los calcetines, que iban a juego. Aquello era una locura de pequeños monstruos.
Eché un vistazo y divisé a mi pequemuerte en un grupo de bichos raros, así que sin pensármelo mucho le cogí en brazos y me lo llevé sin más. Vale que estuvo muy calladito todo el trayecto en coche (raro); vale que siguió calladito cuando llegamos a casa (raaaaaarooo) y que se negó a quitarse la careta incluso para bañarse, pero pensé que mira qué bien que de cuando en cuando no hagan ruido. Y cuando iba a sacarle de la bañera sonó el teléfono.

- Gin, que dice Bruno que se queda a dormir en casa.
- Anda, pues hija, menudo rollo tener que llevarle después de haberle recogido.
- Ya, por eso te llamo ahora, para que no vengas a por él, que se queda aquí.

Yo iba a decirle que ya había tenía al niño en casa cuando escuché a través del teléfono su vocecita alta y clara que me taladraba el tímpano gritando algo así como que se había comido veinte fantasmas de chocolate. Efectivamente, ése era mi lorito. Me volví y miré la bañera. Dentro había un niño en pelota picada con una capucha de muerte encasquetada hasta el cuello que me miraba fijamente sin hablar ni hacer ruido ninguno. Hombre, miedo no me dio porque una muerte de medio metro en bolas no es para ponerse histérica pero el enano silencioso aquel tenía algo inquietante. Claro que no me dio mucho tiempo a pensar porque en seguida escuché, también a través del teléfono, a una histérica reclamando a gritos un hijo perdido. De un tirón le quité la capucha a la muerte de la bañera y apareció un niño sonriente.

- ¿Cuántas muertes tenías en la fiesta?
- Um... pues unos siete; si esto era como el ataque de los clones. Pero mira, es que no te oigo bien porque hay muchos gritos.
- Vale, pues dile a la madre de Ramiro que no siga voceando, que tengo a su hijo en la bañera.
- Uf, pues a ver cómo la calmo porque no veas cómo está de histérica, venga a berrear.
- Ya, pues mira, que le eche el puro a los chinos, que nos han vendido el mismo disfraz a todas.

sábado, 3 de noviembre de 2007

Moral

Desde pequeña, Nati se había esforzado por mantener y aplicar sus principios morales con más rigidez que firmeza. Por eso sentía crecer su indignación la tarde en que su prima Elisita mostraba su ajuar de novia. Faltaba un día para la boda y Elisita, radiante, extendió sobre el diván el vestido inmaculado. La muy desfachatada iba a vestirse de blanco cuando todos sabían que llevaba meses acostándose con su novio. Nati se inclinó levemente y derramó disimuladamente su taza de té sobre el satén reluciente que rápidamente se volvió color hueso oscuro. Elisita la pecadora no fue una novia blanca.