miércoles, 22 de diciembre de 2010

Adiós 2010, Hola 2011

Albaricoque. Cada vez que alguien me pide que piense en una palabra bonita la primera que me viene a la mente es albaricoque. Luego se me ocurren muchas más, claro, y las veo bonitas en sí mismas, independientemente de su significado. Hay gente que cuando se le pregunta por una palabra bonita se pone trascendente y empieza a soltar palabras fijándose en su significado. Eso no lo he entendido nunca. Si las palabras son bonitas por sí mismas, a veces por su sonido, por su forma, por las sensaciones que nos transmite su pronunciación... Me piden que piense en una palabra bonita y me disparo. En cambio con los números me bloqueo. No hay manera de que los vea bonitos o feos. Para mí los números son números y ya está. Todos los años cuando hay que comprar la lotería de Navidad se montan unos pollos increíbles para elegir el número; pero es que la gente discute y todo porque el número que cada uno propone siempre le parece “el más bonito”. Y todos los años, cuando me preguntan si hay algún número que me guste especialmente, me encojo de hombros. Que me da igual, que para mí sólo son números. Ya, supongo que soy de letras. Por eso tampoco he entendido nunca la gente que se emociona cuando empieza un año con determinada cifra. Para mí los años no son buenos o malos dependiendo de la cifra que lleven, sino de cómo salgan. Claro que como los años no se pueden calar como los melones hay que esperar a que acaben para hacer balance. Este que acaba, por ejemplo, 2010, no me ha gustado nada así que estoy deseando que termine, y creo que, a pesar de que tengo memoria de pez, lo recordaré siempre como un año si no negro sí gris oscuro. El año que JB descubrió que la Administración tiene razones que la razón (ni nadie) no entiende. El año que la lluvia echó un pulso al tejado de casa y lo ganó (la jodía), y decidió conquistar techos y paredes poblándolos de mohos espesísimos de un bonito color verde oscuro y un olor repugnante, con lo que tuvimos que descabezar la casa en verano y cambiar el tejado enterito, además de tirar muebles, ropas, y otras cosas de las que no pensábamos habernos desprendido en mucho tiempo. El año que el neurólogo me tuvo meses experimentando en mi propia persona todas las pruebas con las que House tortura a sus pacientes (menos la punción lumbar, y menos mal, porque me han dicho que duele tela, y alguna cosilla más de la que también me libré) en busca del amenazador y devastador tumor cerebral que me habían prediagnosticado y que afortunadamente no apareció, para gran alegría mía y desconcierto de los médicos. El año trajo más penas, pero no las voy a contar para que no se me pongan tristes. Claro, el año ha tenido cosas buenas pero como se me ocurre ninguna, mejor corremos un tupido velo y organizamos una fiesta para celebrar que por fin se termina. El año que viene veremos cómo se ha portado 2111. Pásenlo bien y disfruten las fiestas.

Premio (viva, viva)

Stultifer me ha concedido el premio "Blog del día, No sin mi cámara.com" correspondiente al día 25. O sea, yo lo voy diciendo desde ya para que lo sepan y ese día no les pille por sorpresa (que las sorpresas a ciertas edades no son muy recomendables). Lo podrán ver AQUÍ. Y encima me hacen miembro de la Orden del Stultifer de Oro.

martes, 14 de diciembre de 2010

Celo profesional

Vaya por delante que me gustan. Lo he dicho siempre hasta la saciedad, que me duelen los dedos de escribirlo, y lo repetiré las veces que haga falta: me gustan los documentales de animales. Eso sí, a base de hincarnos dos o tres a diario, hay temporadas en las que me salen los ñues por las orejas, y ésta es una de ellas, así que con las mismas lo digo: estoy hasta las pestañas del Masai Mara y de sus pobladores, que he visto tantas veces cómo el cocodrilo de la derecha se zampa al tercer ñu del segundo grupo, y el narrador me ha contado tantas veces cómo lo digiere, etc., que estoy a punto de ponerle nombre a sus intestinos. Además, es que me he descubierto utilizando de cuando en cuando la voz de locutora de documental y haciendo comparaciones que a veces resultan, cuanto menos, poco afortunadas. El otro día, por ejemplo, que estaban mis hermanas y mis sobrinos en casa pasando el puente de la inmaculada constitución, comenté que qué bonito era eso de que nuestra familia fuera como una manada de elefantas. Y torcieron el morro levemente y se quejaron. Que si las estaba llamando gordas. Y no. Yo lo decía porque en mi familia cuando estamos todos juntos la cuestión organizativa, el establecimiento de jerarquías, el reparto de roles y trabajos, es bastante fácil. Por ejemplo, tendemos a comunizar la cosa de los cachorros, lo cual resulta cómodo y práctico. Tú traes un bichito nuevo al grupo y todas lo asumimos como nuestro, de modo que nunca queda desprotegido y su progenitora puede relajarse y descansar. Se lo expliqué y se quedaron más conformes aunque sugirieron que a partir de ahora utilice otro símil como por ejemplo, una manada de leonas, que son mucho más gráciles y glamourosas. Menos mal; yo esperaba que se decantaran por las gacelas o algo así de estilizado, y no me apetecía nada porque las gacelas no me gustan y además JB nos ha puesto menos documentales sobre su vida y milagros así que desconozco cómo funcionan. Las elefantas en cambio... pero sí, vale, reconozco que somos más leonas. Rugimos divinamente, cazamos muy bien, y no dudamos en arrimar el hombro cuando se trata de defender a los nuestros de posibles agresores, sean quienes sean y vengan de donde vengan. Aunque vengan del mismo Moscú, y utilicen armamento pesado, como Irina.

Irina es una de las guiris de JB. Ya saben ustedes (porque se lo he contado que si no de qué) que JB nos trae a casa los guiris que más le llaman la atención o los que cree que nos la van a llamar a nosotras, y tiene en cuenta nuestras preferencias. Por ejemplo, a Madagascar le trae japoneses constantemente, que así tiene la colección de kesigomus que tiene, porque todos se presentan con una bolsita y se la regalan haciendo muchas reverencias y agachando la cabeza hasta que se les dice “basta”. A Kenya le trae nórdicos, preferentemente suecos, aunque cualquiera de ellos que hable inglés vale. Y a mí me trae a casa rusas. Mira que le tengo dicho que prefiero que traiga rusos, pero entonces me mira y dice “sí, mafiosos como Yuri” y claro, me tengo que callar, que Yuri es muy majete y tal pero le sale la mafia por las orejas y tiene un peligro que no veas. Irina Romanovna Petrova. Del mismo Moscú. Rubia, ojos de color indeterminado pero claritos, bajita pero compacta, de ésas que las ves e instintivamente calibras los posibles daños que te ocasionaría si te diera una galla bien dada. Al principio todo fue bien, JB le enseñó la casa y el jardín, acarició a los animales, admiró las vistas y comparó la casa con la suya, escuetamente, que su nivel de español no es de los más altos que hemos tenido en casa. Conseguimos acomodarnos todos en el comedor (teniendo en cuenta que estábamos la familia más una amiga de Madagascar, el noviete de Kenya, y el hermano del noviete, además de Irina, tuvo mérito que hiciéramos un tetris tan apañao en la mesa) y empezaron a circular los platos y demás con el barullo y la alegría habituales. A los postres (postres, sí, en plural, que hubo variedad de dulces) a todos nos entraron remordimientos por haber sido unos anfitriones tan despegados y comenzamos a charlar con Irina, o al menos a intentarlo.

- ¿A qué te dedicas, Irina?

Irina miró fijamente a Be1.

- No puede decir profesión.

- ¿Por qué???

- Porque profesión mía no dice.

Cinco minutos antes nos había importado un pimiento saber a qué se dedicaba aquella mujer, pero con semejante declaración todos empezamos a elucubrar interesadísimos.

- Será puta.

Todos habíamos apuntado varias posibilidades pero fue Bruno el que dijo lo que de verdad estábamos pensando. Irina negaba con la cabeza. La miramos todos en silencio y contemplamos sus vanos esfuerzos por encontrar las palabras adecuadas. Al final me miró y lo soltó. Me quedé asombrada.

- ¿Qué??? ¿qué??? - Faltó que preguntara JB nada más.

- Emmm... que dice que trabaja para los servicios de inteligencia militar.

- Osti! Es espía!

Irina asentía vigorosamente con la cabeza.

- Da, da! Espía. ¿Espía?

Miró interrogativamente a su profesor buscando el visto bueno a esa palabra nueva, y como JB asintiera la repitió así como doce veces.

- Irina espía. Espía. Espía. Espía. Espía. Espía... perrrrrrro...

La miramos expectantes. A ver qué soltaba ahora, porque después de decir que era espía no parecía haber nada que lo superase. Pero lo había, lo había.

- Perrrrrrrro si tú sabes Irina es espía, Irina debe matarte.

Nos reímos así con la boquita pequeña pero no, Irina seguía tiesa como un ajo y seria a más no poder, o sea que no era una broma. Las risas bajaron de tono hasta caer muertecitas sobre el mantel, y empezamos a cuchichear unos con otros.

- Una mierda matarnos. A esta tía la podemos entre las tres. Vaya, es que no tiene ni media leche. Va a matar a su madre porque lo que es aquí no va a tocar un pelo a nadie- Be1, que es la que no tiene ni media leche, estaba indignadísima.

- Hombre, no sé yo, ten en cuenta que las espías están muy bien entrenadas. Yo creo que ni entre todos conseguiríamos reducirla.- Be2, que sacaba a Irina dos cuerpos de altura, se mostró mucho más realista.- Lo que sí deberíamos es intentar poner a salvo a los niños, por lo menos a los pequeños; los mayores que corran como puedan. Deberíamos buscar una maniobra de distracción...

Los niños, por su parte, la miraban encantados y empezaban a hacer apuestas sobre si nos dispararía o si preferiría rompernos el cuello, y en este último caso, si le daría tiempo a matarnos a todos o alguno conseguiría escapar. JB, impertérrito, le sirvió más café.

- Mujer, Irina, tampoco es para eso. Yo creo que con que cambiemos de conversación ya está ¿no?

- Claro! Por ejemplo... ¿a qué se dedica tu padre?

- Padre también espía.

- Qué bien, hombre, tradición familiar. ¿Y tu madre? ¿También espía?

- Madre coronel. Pero muerta.

- Claro- susurró Madagascar – Se enteró de la profesión de los otros y la apiolaron. Fijo.

- Vale, pues nada, dejamos de lado las ocupaciones laborales de la familia. Puedes hablarnos... no sé... por ejemplo...

En ese momento se abrió la puerta y, para conmoción de Irina, entró Cristo, sonriendo y con un par de botellas en las manos. Agradecida por la interrupción me levanté para acercarle una silla. Be2 se apresuró a abrir el coñac y nos sirvió una ración generosa a las tres.

- Bueno, qué, con qué estábais? ¿He interrumpido algo?- Miró a Irina –Anda, una amiga nueva. ¿Quién eres? ¿De dónde? ¿A qué te dedicas?

Irina miraba a Cristo como hipnotizada así que contestó Madagascar.

- Irina. Es rusa. Es espía y mata a los que saben que lo es. Y a los hombres que van enseñando el culo por el mundo, además, primero les tortura.- Es que Madagascar no soporta el nudismo de Cristo.

Cristo sonrió más, se levantó y llenó el vasito de Irina de vodka.

- No veas qué bien. Es interesantísimo eso. Espía. Oye, tienes que contárnoslo con detalle. Recuerdo que cuando estuve en Moscú...

Cristo no dejó de hablar durante un rato, acaparando la atención de la espía, momento que Be1 aprovechó para ir sacando a los niños del comedor con la excusa de ponerles el ordenador para jugar a Harry Potter. Be2 puso a Madagascar y a Laura a fregar en la cocina, fuera del alcance de la posible agresora, y Kenya, Juanma y Jaime se largaron alegando que tenían que estudiar. Al tercer vasito de vodka Irina estaba tan relajada que hasta conseguía hilvanar frases cortas, pero no respiramos aliviados hasta que nos cantó “Ojos negros”. Cuando finalmente JB la metió en el coche para devolverla a la ciudad nos dimos cuenta de que se había dejado una mochilita de color caqui. Be2 la cogió.

- Esto pesa un rato.

- Mira a ver, que igual lleva una pistola.

- Anda ya, so loca, a ver si te crees que ésta a va ir lanzando disparos a cascoporro.

- Claro, tú como la tenías hipnotizada enseñándole el culo, pues tan tranquilo, que no te iba a matar.

JB abrió la puerta de golpe.

- Que Irina se ha dejado la mochila.

Irina miró su mochila, colgando de la mano de Be2, y nos echó una mirada asesina.

- Si tú abres mochila de Irina...

-...Irina mata- voceamos todos. Y nos dio tanta risa que hasta Irina sonrió.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Las cosas de la churra

Esta mañana una compañera del trabajo me ha contado que su prima ha tenido un bebé negro. Nada de negrito, color ligeramente oscurito, café con leche, ni chocolateadito. No, el bebé por lo visto es negro como el culo de un grillo. Muy mono, eso sí. El escándalo, lo que tiene a su prima y al marido lloriqueando todo el día, viene del hecho de que ambos sean de raza blanca. “Pura raza blanca” decía mi compañera. “Fijo que tan pura no era”, he dicho yo, y entonces ella me ha mirado suspicazmente y ha respondido como si fuera gallega. “¿Cómo lo sabes? ¿Te lo he contado ya, o conoces a mi prima?” Le he dicho la verdad: que no tenía ni idea pero que, descartada una posible infidelidad de su prima (si no, no sé a qué tanto lloriqueo en amor y compaña, si hubiera habido desliz en lugar de lágrimas me habría hablado lo menos de gritos, rayos, y centellas), la única posibilidad estaba en algún antepasado de origen oscuro, literalmente. Mi compañera me ha mirado como si yo fuera House, ha hecho un ruidito parecido a “ummm” y se ha puesto a hablarme de los antepasados cubanos del marido de su prima, momento que yo he aprovechado para desconectar de una historia previsible y pensar en guisantes. Mira que me gustan los guisantes. En todos los sentidos. En ese momento me di cuenta de que en el huerto tenemos plantadas dos variaciones de guisantes pero ambos de color verde. Um... creo que hasta ahora no les he hablado del huerto. Bueno, relájense, que no voy a hacerlo (de momento) aunque todo se andará. Yo que siempre había querido sembrar guisantes de colores y ponerme a hacer experimentos con ellos, y a la hora de la verdad solamente hemos puesto de color verde. Vale, ya sé que no iba a ocurrir, pero me hacía ilusión la idea de cruzar guisantes amarillos y verdes y esperar el nacimiento de nuevos individuos a cuadritos, así tipo burberrys. Molaría, anda que sí! Quedarían unos platos la mar de curiosos. Claro que para eso lo menos hay que ser monje agustino y vivir en un sitio frío e inhóspito, por no decir mortalmente aburrido, en el que la mayor distracción posible sea jugar a las mamás y a los papás con plantas. Yo, que encima tengo serios problemas de atención, me he dado cuenta de que a lo más que llego es a mirar fijamente las matas un rato como si así fueran a crecer más, y a intentar calcular si tendremos suficientes guisantes para todas las comidas que quiero hacer con ellos. Lo de los experimentos genéticos con leguminosas, por muy tentador que me resulte, de momento lo tengo aparcado. Además, no tengo más que mirar en casa a mis “guisantes” particulares para ver que, efectivamente, las características se transmiten genéticamente. Pero todas, eh, todas, desde el color de los ojos hasta la forma de coger el tenedor, la risa, la forma de caminar, las manías en la mesa, etc. Y es verdad que heredan todo, lo bueno y lo malo, aquellas cosas nuestras de las que nos sentimos íntimamente orgullosos, aquéllas (NOTA: aquí quiero hacer patente mi descontento con las nuevas normas de acentuación pronominal de la RAE; eso y lo de la ye no me gusta ni medio pelo, así que yo seguiré utilizando las tildes donde siempre ha habido que ponerlas igual que, cuando me pongo a ello, el que me sale es el padrenuestro antiguo, el de mi infancia, que por otro lado es el único que me sé) que nos hacen levantar la ceja en un gesto recriminatorio, y aquéllas que si en el progenitor nos resultan sorprendentes, en el vástago no podemos ni creernos. Mis “guisantes” tienen herencias para poner en todos los apartados, sobre todo en este último. Para no aburrirles, simplemente mencionaré la capacidad de JB para atraer a los frikis que sus hijas han heredado. Y para demostrar que la raza mejora, ellas tienen un radar mucho más amplio. Pongamos que si JB atrae a los frikis a diez kilómetros a la redonda, ellas lo hacen como a cien o doscientos kilómetros. O incluso más.
Y JB no, pero ellas me los traen a casa.

Anteayer, por ejemplo, volví a casa de un seminario en IKEA (sin comentarios ni risitas, eh, que les conozco) y me encontré la casa llena de adolescentes. Por un lado, Madagascar estaba haciendo un trabajo de no-recuerdo-qué asignatura con Kevin, Lidia, y Uli (bueno, en realidad el trabajo lo hacían Mada, Lidia, y Kevin, que Uli está escolarizado en casa, él es así de chulo); por otro lado Kenya se había traído a unos amigos de la facultad para hacer un trabajo de lingüística comparada, o algo así.

Cuando llegué ví que entre los cuatro se estaban zampando unas cuantas tabletas de chocolate, con la inestimable ayuda de Bruno. Kevin tenía la cara como descompuesta y me alarmé un poco.

-Anda que... os estáis poniendo ciegos a chocolate. ¿Cómo no has sacado otra cosa para merendar?

-Es que como Uli es vegetariano... no iba a ponerle un bocadillo de jamón o así.

El vegetarianismo de Uli les sirve como excusa para todo, me temo.

-Ya... de jamón no, pero de queso sí que podías, que habría sido mejor que el chocolate.

-Bah! Qué más da?

-Si Kevin no fuera diabético pues sí daría igual, Mada, daría igual, pero mírale, si yo creo que le está dando algo.

Kevin tenía la carita ligeramente desencajada. Le quité un trozo de chocolate que tenía en la mano y se lo metí a Bruno en la boca. Ulises se echó a reir.

-Qué va, Gin, si ahora está bien. Tenías que haberle visto antes, juá.

-El chocolate se lo hemos dado para reanimarle- se defendió Madagascar –Y la culpa la ha tenido Lidia.

Ahí me eché a temblar, que Lidia es tremenda. Lidia en cambio se encogió de hombros y siguió zampando chocolate tan pimpante.

-Venga, Lidia, pregúntale a Gin- dijo Uli con la boca llena de chocolate.

Miré a Lidia con cara de interés.

-Gin, ¿tú sabes si a los chicos se les puede dormir la churra? Digo, igual que se nos duermen las piernas, que luego se te ponen así como si te corrieran hormigas por dentro.

Madagascar y Uli estallaron en carcajadas. Bruno sonrió ampliamente enseñando los dientes llenos de chocolate. Yo me reí también.

-Gensanta, Lidia...!

Desde luego, esta chica es sorprendente. Kevin tenía la carita como si le fuera a explotar el cerebro. La verdad es que le entiendo perfectamente. Yo estaba todavía, ahí, intentando recolocar las neuronas, cuando Lidia me miró interesadísima.

-Ay, mira, ya que estamos, otra cosa, Gin... emmm... a ver... ¿los rubios y los pelirrojos tienen los pelos de la churra rubios y pelirrojos, o los tienen negros como los tenemos todas?

Madagascar y Uli volvieron a carcajearse, que a Uli le saltaban lágrimas y todo. Kevin bajó la cabeza moviéndola ligeramente. Lidia nos miró a todos asombradísima.

-¿Qué pasa??? ¿Qué? ¿Eh? ¿Qué pasa? ¿No me va a contestar nadie, o qué? Que no lo sabéis, ¿no? ¿no?

Yo salí del salón riéndome seguida por Bruno.

-Pst... mamá... ¿qué es la churra?

Suspiré. Bruno tiene la cualidad de incorporar a su vocabulario las palabras más raras, las más incorrectas; ésas que los demás utilizamos a modo de divertimento él las utiliza con toda normalidad, convencido además de que son las que corresponde. Así, llama faluendas a los faros del coche, y dice fotohigiénico y altercalar. Me resigné a la idea de que a partir de ahora no tendría pene si no churra, hasta que apareciera otro término peor.

-El pene, Bruno, el pene, es que Lidia no es muy fina hablando, ya lo sabes.

-Aaaaaaaaaah!

Bruno cerró la boca, se estiró el elástico de la cinturilla del chándal con las manos, con lo que se le cayó un trozo de chocolate por dentro del pantalón, y se lo miró pensativo.

-Pst... mamá... ¿y se me puede dormir???

Ante su carita de preocupación contuve la risa, pero odié profundamente a Lidia.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Café y compañía

Rrrrrrrun... rrrrrrrrun... ññññññññññññññ... pof! (el camión de los congelados acaba de aparcar delante de mi puerta)

Prrrrrr...Prrrrr... (telefonillo)

- ¿Quién es?

- Pilaaaaaaaar...??? (voz de barítono muy cascado por la vida, rara, muy rara para Pilar pero quién soy yo para calibrar los estragos de los resfriados en las gargantas ajenas, si la semana pasada yo misma parecía Darth Vader)

- Hola Pilar, dime.

- No soy Pilar! (el barítono parece ofendidísimo)

- Ah! Yo pregunté quién era y contestó Pilar.

- No, que estoy buscando a Pilar.

- Vive en el número doce.

- Pues eso.

- Sí, pues eso. Éste es el catorce.

- El doce... (voz así como sumamente pensativa, como si acabara de comprender el misterio de los agujeros negros) ¿Y el doce?

- Justo al lado de éste.

- ¿O sea que éste no es el doce?

- No, mire, el doce es otro número distinto, es el que lleva un uno y un dos.

- Ah! Y éste ¿cuál es, que no lo veo?

- (Suspiro) Éste es el catorce, el uno con el cuatro es el catorce.

- Vale, vale, pues llamo al otro, porque será el otro botón ¿no?

- (Suspiro más hondo motivado por el hecho de que SOLAMENTE hay dos botones, en uno de los cuales pone 12 y en el otro 14) Sí, efectivamente, caballero, es el otro botón.

- Anda! Sí que es el catorce. Jejejejeje. Es que no lo veía porque tenía el dedo encima. Jejejejeje. Entonces “apreto” el otro ¿no?

Prrrrrrr... Prrrrr..... (y así hasta diez veces en el telefonillo del vecino)
Prrrrrr...Prrrrr... (de nuevo mi telefonillo)

- ¿Sí???

- Que Pilar no está.

- ...

- ...

- ¿Y...???

- Que qué hago.

- ¿Me lo está preguntando a mí????

- Claro, a ver a quién se lo voy a preguntar, si su vecina no está.

- Y yo qué sé, haga lo que le parezca.

- Es que me habíamos quedado a las seis y a ver qué hago yo ahora.

- Hombre... teniendo en cuenta que son las cuatro tiene usted dos horas para irse, hacer lo que sea, y volver.

- No, no, que el resto de las entregas está en otra ruta; si me voy no vuelvo hasta otro día.

- Pues espérela, qué quiere que le diga.

- (Voz abatidísima) Eso tendré que hacer, esperar.

Prrrrrr...Prrrrr... (telefonillo, escasamente dos minutos más tarde)

- Sí! (este hombre no sabe que yo de paciencia voy fatal, el pobre)

- Que... ¿me va a dejar aquí?

- ¿Cómo???

- Que si me va a dejar aquí en la calle esperando dos horas. Encima que su vecina no está.

- A ver, mire, que no es mi problema que usted haya llegado dos horas antes y mi vecina no esté. A mí me deja y se busca la vida. A ver si ahora va a querer que le invite a un café y todo.

- Hombre... pues a esta hora es lo que pegaría. Y charlamos.

- (El asombro me deja sin habla, así que pausa larguísima)

- ¿Sigue usted ahí?

- (La pausa continúa)

- Señora... señoraaaaa... vuelva!!!

Todavía estoy intentando volver, palabra, pero el asombro no me deja.

viernes, 16 de julio de 2010

Pero mala remala

Érase hace muchos, muchos años (muchos pero no tantos, arpías) que existía una época del año maravillosa llamada “vacaciones de verano” que comenzaba un día que tu madre empezaba a sacar de un cajón bañadores y ropa del año anterior para que te la probaras. Como todos los años habíamos estirado (en mi caso a lo alto y a lo ancho, snif) tocaba salir de tiendas para reponer urgentemente el bañador de espuma (de la lycra nadie sospechaba siquiera que existiera), los pantalones cortos, media docena de camisetas, y las bambas, que siempre eran marca “La tórtola” en lugar de las “Victoria” que llevaban las pijas, y que a mediados de septiembre lucían unos boquetes tremendos por los que nos asomaban los deditos. Al principio mi madre sacaba también los flotadores, que eran de una goma gordísima de color azul (azul los nuestros, que los había también amarillos y naranja, pero esos eran horrorosos) que te dejaba el cuerpo desollado vivo con lo que sólo por no ponértelo aprendías a nadar en cuatro días. Eso sí, no había narices de pinchar aquellos flotadores de ninguna manera así que me sorprende que no estén todavía por mi casa.

Las vacaciones comenzaban, pues, con gran despliegue de compreteo y seguían su cauce habitual en el cual cada uno interpretaba fielmente su papel, que en nuestro caso se limitaba a pasarnos las doscientas cinco horas del viaje preguntando “¿cuánto falta?” y “¿falta mucho?” de forma alternativa. Aquéllos eran viajes de alto riesgo. De entrada invertíamos cerca de ocho horas en hacer un viaje que ahora nos ventilamos en menos de cuatro horitas, así que salíamos de casa sobre las 6.30 de la mañana por aquello de no coger calor, una tontería porque tardando ocho horas cogías calor salieras a la hora que salieras y te empeñaras o no en tapizar todas las ventanas del coche con toallas, que era peor el remedio que la enfermedad porque para que se sujetaran había que llevar las ventanillas cerradas y como el aire acondicionadosólo existía a-condición de que soplase pues hala, todos sudando la gota gorda horas y horas. Claro, sí, había que tener muchas ganas de vacaciones para chuparse 500 kms. conduciendo a un máximo de 80 por hora y teniendo que vigilar todo el rato los posibles calentones del motor, sobre todo cada vez que subíamos un puerto de montaña, y nosotros teníamos que pasar así como cuatro. Pero si los conductores y copilotos merecían una medalla imagínense lo que era ser niño en aquellas circunstancias, que lo que te tocaba era ir dando la tabarra todo el camino con el considerable riesgo de que te abandonaran en un arcén, te tirasen por la ventana o, lo que era peor, te cayera un guantazo o varios, que una vez que se calienta la mano es difícil parar.

Echo de menos aquellas vacaciones. En realidad lo que echo de menos es mi papel en ellas, o sea, yo no tenía que preparar nada. Porque se lo crean o no, preparar las vacaciones es un estrés que te mueres. Yo no sé si es que la misma energía pre-vacacional que despedimos provoca una especie de conjunción cósmica que hace que si algo puede estropearse justo antes de las vacaciones, se estropee. Y si pueden ser varias cosas, mejor. En mi caso los desastres llevan unas semanas avisando de a poquito. Por ejemplo, hace unos diez días el microondas se puso chulito y no tuvo más ocurrencia que echarme un pulso a ver quien ganaba sin saber que no iba a poder conmigo, con lo que se consiguió un fantástico pase al basurero (o al menos al punto limpio que es donde se dejan los cadáveres de los cacharros estos) y fue sustituido por un micro nuevo, más grande, más potente, más bonito, y más dócil. Después fue el coche el que empezó a hacer ruiditos extraños y a enseñarme por todos lados luces de varios colores que yo no sabía ni que tenía. Y cuando volvía de dejar el coche en el taller, la lavadora me escupió dos cubos de agua extrañamente pestilente por el boquete del filtro, después de haber reventado convenientemente dicho filtro, claro. Yo todavía no me explico dónde narices estaba guardada esa cantidad de agua, y qué tenía para oler así, que al principio yo estaba segura de que iban a empezar a salir trocitos de algún animal en pleno proceso de descomposición. Tampoco me explico qué eran los extraños pegotes negros que salían mezclados con el agua, y eso mejor no saberlo nunca, que se me dispara la imaginación, y luego vomito y me pongo malísima. Todo esto, recordemos, a dos días de irme de vacaciones a tierra de lobos con la pandilla de adolescentes en pleno, que no sé por qué me dejo yo engañar.

Ayer por la mañana recogí el coche del taller después de escuchar estoicamente las explicaciones del mecánico que se empeñaba en contarme que al principio pensaba que los ruidos eran culpa de la sinembló pero luego resultó que no. Yo, como ya conozco a la sinembló, le miré sin pestañear y le fastidié el juego porque no le pregunté qué era, que es lo que él estaba esperando. Es que les gusta eso, eh, soltar una explicación incomprensible y que tú preguntes “pero ¿eso qué es?” para mirarte con cara de infinita conmiseración y contarte que hay un tornillo suelto como si te estuviera explicando la fisión nuclear. Con todo, igual que los albañiles y fontaneros me inspiran un recelo de proporciones casi cósmicas, los mecánicos me caen bien. Sobre todo desde que un domingo, justo antes de volver a casa después de un congreso, la tapa del delco (¡sí, existe!) estalló en mil trocitos y me vi tirada en medio de la plaza de Cáceres, y entonces apareció el señor Antonio, que me hizo un apaño con unos trapos y me llevó a su casa donde su señora me preparó un bocadillo para el camino y le obligó a llamarme cada media hora para comprobar que todo iba bien. Y no sólo eso sino que tuve que jurar que le llamaría en cuanto llegara a casa, que había que ver la cara de JB cuando me escuchó hablar por teléfono y me preguntó con quién hablaba. Bueno, pues ayer el mecánico se quedó sin contarme lo que era la sinembló (que a mí me caerán bien pero una vez que sé de qué va una pieza no me gusta que me lo repitan, quiero historias nuevas) y yo cogí el coche y me planté en el pueblo tan contenta.

El contento me duró lo que tardamos JB y yo en intentar llegar a Fuengirola, porque fue salir del pueblo y volver a encenderse la bonita luz amarilla que anuncia siempre lo peor. Y entonces al coche le dio por ponerse en plan dama de las camelias y a ralentizar la velocidad de forma lánguida, así como si se estuviera desmayando. Y se desmayó. Y nos dejó tirados de mala manera, que me estuve acordando de la madre que parió a la sinembló mil pares de veces.

Volvimos caminando a casa, cuesta arriba y a pleno sol y cuando llegamos me dispuse a tomar una ducha fresquita. “¿Están todavía los obreros por aquí?” pregunté entrando en el cuarto de baño. “Estamos aquíí” contestaron los susodichos a coro “pero no miramos, puedes mear tranquila”. Esto último lo dijo una voz que salía de una cabeza que asomaba levemente por el boquete del cuarto de baño pero me importó un pepino si miraban o no, yo solamente quería ducharme. Como desde que los obreros pegaron el pepinazo en la pared del baño tenemos un boquete permanente, no hacen más que entrar bichos, así que no me había extrañado nada encontrar dos días antes una salamanquesa medianita de color blanquecino en medio del cuarto de baño. Paquita la he llamado. Me da una pena tremenda porque cada vez que me ve se asusta muchísimo y se pone a temblar pero me da que debe ser un poco torpe porque no encuentra un escondite apropiado y siempre me la encuentro: sobre el papel higiénico, junto al cepillo de dientes, acurrucada en mi toalla de baño… Descartada la sugerencia de Cacique de machacarla a golpes y tirarla a la basura (¿cómo voy a matarla si me encantan, son medio primas de las salamandras, y llevo una tatuada en una pierna?) he optado por dialogar con ella. En realidad monologo porque hasta la fecha no me ha contestado ni mú. Ayer Kenya me pilló dándole varias razones por las cuales mi toalla no es el mejor sitio para vivir y me llamó friki. Menos mal que Bruno estuvo al quite y le dijo que más friki es ella, que charla con el pescado cuando lo pongo a descongelar en el fregadero. “Al menos ella habla con seres vivos” dijo Bruno. “Bah, para lo que le contestan…” Total, que allí estaba yo en el baño, siendo discretamente no-observada por los obreros, y peleando con una salamanquesa por la posesión de la toalla, cuando algo hizo “paf” y se apagaron todos los aparatos eléctricos de la casa. Paquita se dio un susto tan grande que se cayó en el bidé y se ha tirado allí toda la noche, que como se le resbalan las patitas no puede salir. Y yo a punto estuve de ponerme a llorar sólo de pensar en la cantidad de cosas que podían haberse escacharrado pero me fijé en que el apagón había sido general en el pueblo. Que cansada estoy de preparar las vacaciones. Menos mal que mañana me marcho porque si no creo que no llegaría al final.

viernes, 9 de julio de 2010

He debido ser muy mala en otra vida

Llegaron anteayer y ayer ya quería matarles a todos con la muerte más dolorosa que se pueda imaginar. Y todavía les quedan al menos tres semanas. No sé, creo que esto terminará en tragedia.

Todo empezó hace ya nueve meses. Un día el cielo se cubrió, empezó a llover salvajemente, y no paró de llover en seis meses. Unos días llovía más fuerte y otros de una manera todavía más brutal, pero durante seis meses estuvo cayendo agua en ésta que llaman “Costa del Sol”. Al principio todo iba más o menos bien. Yo había desenterrado del vestidor las botas de agua y asumí sin complejos un look un poco Isabel II de Inglaterra de vacaciones en Balmoral. Sólo omití los horribles perrillos esos ratoneros que lleva siempre alrededor y el bolsito colgado del antebrazo. Ambas omisiones fueron por motivos obvios, a saber: los perrillos porque no los tengo y no los tendría ni loca, y el bolsito porque hay que ver que cosa más incómoda y más fea, por Dios. Dado que entre las botas de agua, la gabardina, y un paraguas de golf que compré el año pasado no me mojaba ni medio, que lloviera no me importaba mucho. Es más, me gusta la lluvia, me encantan las tardes lluviosas, ésas de chimenea, librito, tele, té, madalenas, bizcochitos, galletas digestive... Claro, eso me gusta pero moderadamente, o sea, cuando llevas ya dos meses así empiezas a aborrecer hasta los bizcochos y comienzas a sustituir el té verde por lingotazos de coñac para sobrellevar tanta agua. Hasta que un día entré en el vestidor a buscar la ropa para el día siguiente y vi unas extrañas manchas en el techo. Eran como las caras de Belmez pero en versión marciana, o sea, de color verde así como en un tono entre pistacho y melón temprano. Ahí me alarmé y me dediqué a controlar su expansión y la posible aparición de nuevos manchurrones. Y efectivamente, al poco todos los techos del piso de arriba se volvieron de color verde que te quiero verde, y empezaron a brotar unas colonias de mohos capaces de producir penicilina para controlar las epidemias del tercer mundo durante diez años. Yo entiendo que igual es verdad que soy una histérica (que no lo soy ni de coña) y que puesta a ser alarmista yo lo soy a lo grande, pero también hay que entender que NO soy Bob Esponja ni Miss Marihache y NO quiero vivir en Hogar Dulce Piña bajo el mar como la Sirenita, y eso de encontrarme con que mi casa está siendo poseída por el espíritu del agua pues como que no me moló nada. Pero lo que se dice nada; como que me entraron ataques de ansiedad hasta el punto de inspeccionar periódicamente a los niños buscándoles brotes de escamas y branquias, y una vez incluso creí verle a Bruno membranas interdigitales en los piececillos. Con todo, todavía estaba por venir lo peor. Y lo peor fue el diagnóstico del técnico que vino a ver cómo arreglar aquello. La solución: quitar las tejas, impermeabilizar de nuevo el tejado, poner tela asfáltica y no sé qué más historias, y retejar con unas tejas nuevas de hormigón más feas que la mar pero que son tan resistentes que se puede caminar tranquilamente por el tejado sin miedo a que se rompan (“mmm... perfecto... porque eso lo hacemos todas las noches, subir la familia entera al tejado a ver la puesta de sol”, lástima que la ironía de Kenya resbalara por el cerebro del técnico como si le hubieran echado aceite johnsons). Eso, y luego pintar la fachada con una pintura que parece goma, arreglar las paredes interiores y pintarlas, y volver a bañar con resina el cemento impreso del jardín. El técnico hablaba y yo iba por un lado sumando dinero y lo más peligroso de todo, sumando tiempo de convivencia doméstica con obreros, pintores, y demás hierbas. Cuando terminó no sabía si lanzarme por la balaustrada del jardín (el jardín está como tres metros por encima del nivel de la calle), liarme a lanzar alaridos y arrancarme los pelos de la cabeza como si estuviera poseída, o dejar la mente en blanco. Al final opté por lo último mientras JB, con toda la tranquilidad del mundo, y los ojos brillantes por la perspectiva de una obra (cómo le gusta a este hombre tener albañiles en casa, es casi una perversión) procedía a contratar la obra en firme. Como eso fue hace casi cinco meses yo me olvidé. Sí, era algo que había que hacer, pero en un tiempo lejano. Lo malo del tiempo es que pasa, tú te crees que no pero pasa, y encima pasa corriendo, y así, sin ser yo consciente de ello, llegó el Día D, que fue anteayer.

Anteayer cojo el autobús para el pueblo, como todos los días, y nada más bajarme del autobús, desde la carretera, veo dos figuritas sobre el tejado de mi casa. Me estremecí levemente y recordé que algo de eso había comentado JB el día antes, pero ni haciendo esfuerzos conseguí recordar lo que había dicho, y es que mi mente tiene una portentosa capacidad (y autonomía, que lo decide ella sin que yo se lo mande) para olvidar piadosamente lo que no me apetece archivar. Entré y rodeé la casa por el jardín hasta llegar a la parte de atrás, y efectivamente, tal y como me temía, allí estaban ellos, agachaditos enseñando medio culo cada uno, que yo no sé cómo lo hacen pero se pongan lo que se pongan acaban siempre con el pantalón mucho más debajo de lo que mis ojos preferirían. Debe ser una asignatura de los módulos de la FP: “enseñar constantemente la hucha”; y estos habían sacado matrícula de honor, que aquello en vez de hucha parecía el Banco de España. Miré el tercer culo (éste entero y muy familiar) y saludé a Cristo, que estaba encantado dándoles conversación. Me identifiqué como la dueña de la casa, cosa que pareció imponerles un pimiento, y me fui a comer arrastrando a Cristo. Y el día acabó bien. Más o menos. Pero me acosté con el alma llena de oscuros augurios, que dirían los poetas griegos.

Ayer llegué a casa toda pizpireta, contentísima porque estrenaba vestido y me veía supermona monísima, y me crucé con los albañiles que se iban en un todoterreno. Me extrañó porque me miraron con expresión huidiza, así como si hubieran hecho algo malo, más con menos con la misma cara que le pone el perro a JB cada vez que le da por desenterrar plantas (al perro, claro, JB es el que las planta y se mosquea cuando el otro las saca). Pero estaba tan contenta que no eché mayor cuenta y entré en la casa como en estampida diciendo “voy a hacer pis, que me vengo meando (a ver, qué quieren, cada uno en su casa habla como quiere), y preparo la comida”. Me extrañó el coro de gritos de “noooo, noooo, no entres al bañoooo”, y contesté “claro que entro, que me meo” mientras abría con ímpetu la puerta y me quedaba petrificada, como si fuera de escayola al ver justo debajo de la venta un boquete rectangular del mismo largo de la ventana y un palmo de alto, y todo lleno de cascotes: suelo, váter, lavabo... había piedras hasta en el vaso donde guardo la prótesis mandibular para dormir. “No dice nada” susurró Bruno segundos antes de que yo comenzara a dar alaridos. “Pero... pero... ¿pero esto qué es lo que es????” Subieron todos y JB me miró sin inmutarse por los gritos. “Nada, que estaban quitando las tejas del alféizar y dicen que la pared era muy fina y muy mala y se ha roto”. “Pero... pero... pero... si aquí no tenían ni que tocar”. Yo notaba que empezaba a hiperventilar. “Mira la vena, mira la vena!” susurró Madagascar a Bruno. “Hala, es verdad, tenías razón, le va a reventar” contestó él en el mismo tono. “La verdad es que la vista desde aquí es de lo más chulo”, Cristo había vuelto a subirse al tejado y la combinación de ventana más boquete nos ofrecía una perspectiva enmarcada de sus partes nobles. JB me pasó la mano por el hombro. “Venga, mujer, ¿por qué no te vas una semana de vacaciones?” “O tres”, apuntó Kenya.

Me pasé el resto de la tarde esperándoles para liarles una pajarraca pero no vinieron, los muy cobardes. Hoy se enteran.

martes, 13 de abril de 2010

Iluminación

Tras el divorcio todo se volvió oscuro, llovía constantemente, los precios subieron, dejó de llevarse el malva, “su” color, y hasta las bombillas de la casa parecían más mortecinas. Un mes después de firmar el acuerdo reparó en el nuevo establecimiento del barrio y pensó que le vendría bien un cambio de imagen. Al terminar se sorprendió. En vez de las mechitas discretas que había pedido, la mujer del espejo lucía un rubio luminoso y brillante. Se sintió llena de luz y pensó que la lluvia le permitiría lucir la gabardina roja espectacular que vendían en la tienda de enfrente.

martes, 30 de marzo de 2010

Ceeseí

A los seis años Madagascar se negó a aprender a leer. Durante los tres años anteriores se había dedicado con ahínco a hacer todas las tareas escolares que le mandaban, a saber: pegar bolitas de papel arrugado en cartulinas de colores, modelar muñecos de plastilina para aplastarlos después con entusiasmo, hacer collares de macarrones, morder a los compañeros (esto no había mucha falta que se lo dijera nadie), pintar con los dedos, etc. Incluso había aprendido números y letras, y sabía firmar todos sus dibujos (excepcionalmente buenos, por cierto) con su nombre completo, que ya tiene narices. Pero al llegar a primero de primaria se declaró en huelga de neuronas caídas y no hubo manera de que aprendiera a leer. Y al principio se limitó a no aprender ella pero al poco, escandalizada por la actitud colaboracionista de sus compañeros quienes se pasaban el día leyendo que sus mamás les mimaban, se dedicó a entorpecer el desarrollo intelectual de los demás niños por el simple procedimiento de entretenerles paseándose sin parar por la clase charlando y cantando. Tras un durísimo interrogatorio (en el que bastó una sola pregunta) nos miró y confesó que la razón de no querer aprender a leer era que no quería crecer, que ya había visto que en el colegio de los mayores se pasaba mucho peor que en el de los niños chicos porque era muchísimo más aburrido. La niña lo explicaba con tal claridad y lógica que descubrí a su padre asintiendo con la cabeza con tanto entusiasmo que tuve que darle un pisotón para arrancarle de la infancia perdida y devolverle a su actual status de padre responsable y preocupado por el proceso de aprendizaje de sus pollos. Le planteamos a Madagascar la posibilidad de sacarla de su curso y devolverla al fascinante mundo del corta-pega de los niños de tres años. Echó un vistazo a sus posibles futuros compañeros, y se lo pensó un momento antes de decir que no. Ella quería no crecer, no pasarse el día rodeada de niños mucho más pequeños que ella (y llenos de mocos hasta la barbilla, con el asco que le han dado siempre, que es ver un moco y vomitar como la niña del exorcista) y parecer Gulliver en Liliput. Así que suspiró resignada y aprendió a leer en una semana, y dedicó al ejercicio de la lectura el mismo entusiasmo que antes había dedicado a boicotear las clases.
Desde entonces no habíamos vuelto a tener problemas hasta que se ha aproximado a un curso en el que tiene que tomar la decisión de elegir qué asignaturas quiere cursar el año que viene. Hombre, dicho así suena muy solemne pero en realidad la elección se limita básicamente a ciencias o letras. Dada la evidente incapacidad que manifestamos todos los miembros de la familia para realizar cualquier operación numérica parecería lógico que Mada se decantara por las letras. Pero como esas cosas las carga el diablo de momento nos limitamos a esperar su decisión sin presionarla, vaya sin siquiera sugerir nada. Al día de hoy dice que quiere ser intérprete y traductora de japonés, aunque duda un poco por aquello de que el sushi no le gusta ni medio pelo y tiene claro que para aprender japonés tendrá que vivir allí unos cuantos años. Ella duda un poco pero sus compañeros de curso, en cambio, lo tienen todos decidido. El noventa por ciento de los niños quieren ser futbolistas, el nueve por ciento detectives, y el uno por ciento restantes “lo mismo que mi padre” sin que hasta la fecha hayamos podido enterarnos de a qué se dedica el susodicho padre porque ni el mismo niño ha sido capaz de explicárnoslo. En cuanto a las niñas, hay un amplio porcentaje que quiere dedicarse al diseño de ropa (siempre y cuando sean famosas, ellas claro, no las usuarias de sus diseños), algunas quieren ser peluqueras, en un derroche de coherencia una quiere ser “médico o nadadora”, y otra “criminóloga canina”. A mí lo de la médico que nada no me llama mucho la atención pero la elección de ser criminóloga canina me tenía francamente asombrada hasta que nos explicó que en realidad quería ser o veterinaria o criminóloga y que había pensado que igual podía ser las dos cosas. Y andábamos comentándolo cuando Kenya, que se había pasado la mañana en una jornada de puertas abiertas en la universidad, nos informó de que a partir de ahora se puede estudiar criminología. Nos lo contó muerta de risa porque todos los alumnos de su curso habían decidido que querían hacerlo y de momento solamente hay 60 plazas. Claro, es lo que tiene pasarse el día viendo series como “Bones” o “CSI”, que te lo crees y te imaginas que vas a pasarte el día solucionando crímenes a partir del análisis científico de medio escupitajo fosilizado que te encuentres en el escenario de un robo. Y no. Que no, vaya, que no. Que luego las cosas no funcionan así.
Hace unas semanas, por ejemplo, estuvimos en Torremolinos en la presentación del libro de un amigo. Nos juntamos un puñao de gente y como el acto fue muy divertido decidimos ir a cenar todos juntos. Ahora que lo pienso la culpa de todo la tuvo la climatología, porque si hubiera hecho una noche buena, de ésas en las que no te importa caminar un poco, habríamos encontrado un sitio más apañao, pero como hacía un frío capaz de congelar a un pajarito en pleno vuelo, nos metimos en el primer local que encontramos, que resultó estar casi puerta con puerta con el local de la presentación.
Ya de entrada a mí me pareció un sitio un poco raro, así como todo desconchado y rotillo, pero algunos de los que venían dijeron que habían estado otras veces y que se comía bien así que pensé que se podía perdonar la cutrez. Nos acomodamos los 25 en una mesa larga, como de boda, y empezamos a pedir. Cada vez que decíamos un plato el camarero (porque sólo había uno) suspiraba y bajaba la cabeza murmurando “sí... sí...” pero sin apuntar ni nada, lo cual era un poco raro porque dado que éramos 25 personas nos liamos todos a pedir cosas de lo más variopinto. Ya nos pareció un poco extraño que trajera 20 copas de vino y al resto le pusiera vasitos cutrones de duralex, y más raro todavía que cuando le preguntamos por qué no traía más copas respondiera lacónicamente “es que no tenemos” mientras levantaba los ojos al cielo que parecía que le iban a dar vuelta a la cabeza. Luego empezó a traer, poco a poco, platitos de postre con muestras de lo que habíamos pedido: cuatro croquetas, tres medias patatas asadas, dos huevos rellenos partidos por la mitad adornados con algunos hilos de lechuga... y cada vez que dejaba un platito en la mesa murmuraba “ayquépenamáhgrandediohmío” que parecía que les estaba quitando las croquetas de la boca a sus hijos. Al principio nos repartimos la comida pensando que en cualquier momento sacarían la cena de verdad pero cuando fue evidente que el camarero no iba a sacar nada más para comer, nos peleamos como lobos (educados, pero lobos) por las croquetas y las medias patatas. Yo fui afortunada porque aunque no pillé croquetas (JB fue muchísimo más rápido que yo, el jodío se comió dos) me hice con media patata asada y un currusquillo de pan del día anterior y me tiré un rato largo entretenida royéndolo. El camarero estaba quitando platitos cuando Eli volvió del lavabo. “No veas, Gin, hay en la pared del baño un boquete por el que cabe un rinoceronte, una cosa mala”. El camarero fue oirla y redoblar los quejíos, que no paró hasta que conseguimos sonsacarle que la noche antes habían entrado a robar en el restaurante. “Nos han robao todo, y lo que no han robao lo han roto, las copas, tó. Habíamos decidido no abrir hoy y por eso no tenemos de ná, ni pan, pero como habéis llegado tanta gente...”
Claro, normal, había que hacer algo de caja para recuperar. “¿Y qué ha dicho la policía?” “No, si lo que estamos es esperando a que venga la policía científica ésa, para tomar huellas”. Eli y yo le miramos con incredulidad. ¿Huellas? ¿huellas? Pero si éramos veinticinco personas tocándolo todo, moviéndonos por todos lados, entrando la lavabo... “Sí, sí, usted no se preocupe que el ceeseí de aquí lo va a averiguar todo”. Yo tuve que volver la cabeza porque Eli lo dijo toda seria y a mí se me salía la risa pensando en la escena del crimen tan manoseada que se iba a encontrar la policía. “Ay, quépenamahgrandediohmío!”. Diga usted que sí.

martes, 9 de marzo de 2010

El hombre sin gracia (es que ni para hacer un cumplido, vaya)

Llega buscando a un informático y, como éste está hablando por teléfono, decide hacer tiempo pululando por los despachos cercanos así que se asoma como con desgana al despacho de Ginebra, que por un error totalmente imperdonable tiene la puerta abierta, y saluda. Ella le mira de refilón, y saluda también sin dejar de mirar la pantalla del ordenador. “Qué bien estás aquí, eh”. Ella responde “Ajá” sin mirarle. “Con tanta luz...”. “Ajá”. Él (que no sabe que ella no soporta que hagan eso) pasea por el despacho cotilleándolo todo y se fija en la foto que tiene colgada en el corcho, una foto de desmelene de la única comida de la empresa a la que ella ha asistido en toda su vida. Hace otra cosa que ella no soporta: se acerca mucho a la foto, barriendo uno de los cubiletes de los bolígrafos con el abrigo, y columpiando la bufanda por delante de la pantalla del ordenador, y la estudia atentamente mientras se lanza en caída libre al abismo de la verborrea descontrolada. “Anda, si ésta eres tú” (ella vuelve a murmurar “Ajá” pensando que a ver quién pensaba encontrar allí, ¿a Naomi Campbell?) Él sonríe. “Fíjate qué largo tienes aquí el pelo, y qué bonito”. Ella abre la boca para decir “gracias” pero él sigue hablando y sonriendo sin dejarla meter baza. “Hay que ver los puntos que has perdido desde que te lo cortaste”. Claro, ni gracias ni leches; ella deja de mirar la pantalla del ordenador, gira el sillón y se queda de frente a él mirándole fijamente a los ojos sin mover ni un músculo. Él sigue hablando, hala, hala, que no decaiga. “Es que aquí se te ve así, tan voluminosa...” Ella espera que él se refiera a la melena pero le cabe la duda de que la esté llamando gorda así que mueve algunos músculos, los justos para levantar la ceja izquierda, eso sí, sin decir nada. Él deja de sonreir y se azora un poco.“Y tan larga, la melena me refiero, no a tí, tan bonita, la melena digo no tú, quiero decir... pero claro te la has cortado y estás bastante peor”. La ceja izquierda sube un poco más. “Tienes que dejarte crecer otra vez el pelo... es que, no sé, deberías cultivarte”. La ceja izquierda ya no puede subir más, ha alcanzado su tope. En ese momento la providencia hace que el informático cuelgue el teléfono y él, hecho un manojo de nervios, se despide aturulladamente y sale. Mientra se alejan ella le oye decir: “joder, conversar con esta tía me pone de los nervios”.

jueves, 4 de febrero de 2010

Mr. Wittford me perdone

Sé que robar está muy feo, pero no he podido resistirlo.

http://unabitacoradecuadritos.blogspot.com/2010/02/amor-esdrujulo.html

martes, 26 de enero de 2010

Perspectiva

Siempre había odiado los diminutivos porque los temía. Cuando escuchaba alguno se acordaba de su abuela. La abuela siempre utilizaba el diminutivo, y cada vez que le llamaba (“¡Miguelín!”) le hacía sentirse pequeño, insignificante. Cuando la abuela murió le sorprendió lo chiquita que era. Él recordaba una abuela enorme, no la diminuta anciana que había en el ataúd. “Hola abuela”, susurró, “Ahora que no estás nunca más seré Miguelín; desde ahora por fin soy Miguel. Miguel. Miguel”. A medida que repetía su nombre, adulto, completo, se sentía crecer, se sintió importante. Desde ese día utilizó diminutivos con todo el mundo.

martes, 19 de enero de 2010

Palabras sabrosas

Leyó mentalmente la carta. Paró en el estofado. Estofado. Estofado. Al repetirlo sintió en la boca el sabor del plato. Estofado. Estofado. Al rato se sintió satisfecho y abandonó el restaurante sin comer. Por la noche quiso una empanada. Empanada. Empanada. La palabra sabía bien y saboreó sus sílabas hasta saciarse . Durante meses se alimentó de palabras, más sabrosas que los platos reales. Dejó de hacer vida social, no asistía a cenas ni a comidas. Incluso dejó de tapear con los amigos. Un día leyó en el escaparate de un bar: “Plato del día, paeya”, y enfermó hasta vomitar.