martes, 28 de agosto de 2007

Polonia

Dormimos en un campo de tiro. No es una metáfora; estamos alojados en unas
cabañas de madera que parecerían un idílico campamento de verano infantil si
no fuera porque pertenecen al ejército y forman parte de las instalaciones de un campo de tiro situado a las afueras de la ciudad. La primera noche, cuando fui a entrar, dos soldados me dieron el alto desde las torretas de vigilancia mientras amartillaban sus fusiles. Desde entonces, cuando voy de recogida, empiezo a canturrear unos metros antes de llegar para que me oigan, y les llamo a voces desde la puerta. Para que no me frían a tiros.

Las cabañas no son lujosas pero son cómodas. Tenemos agua caliente las 24 horas de día pero no la disfruto. Únicamente la utilizo los cinco minutos que tardo en ducharme y lo hago con la sensación de que el agua puede taladrarme la piel. Después de lavarme me froto con la toalla para eliminar cualquier resto de humedad hasta que la piel se me pone roja. Me pongo las bragas de papel que compré en la farmacia antes de venir para no tener que lavar aquí la ropa interior. No voy a lavar nada hasta que vuelva a casa; el agua me da miedo y sólo la bebo embotellada. Nada de té ni café. También me dan miedo las verduras y la carne, pero algo tengo que comer. Procuro comer sola para no tener que dar explicaciones a nadie.

Ya he dejado de mirar al cielo constantemente, pero la semana pasada, en Lublin, no pude dejar de hacerlo, como si esperase que la nube radiactiva se materializara de alguna manera visible, como si la lluvia ácida fuera a caer sobre nosotros en forma de lluvia de meteoritos en llamas. No puedo creer que nadie sepa nada. Hace ya diez días que explotó el reactor de la central, y ninguna emisora, ninguna cadena de televisión de Europa ha dejado de informar sobre Chernobyl, y sin embargo aquí nadie lo sabe. Ni siquiera los compañeros de prensa con los que he hablado conocían la noticia y he visto en sus caras el espanto al contárselo. La nube radiactiva avanza rápidamente pero todos continúan haciendo su vida normal ignorando que la comida, la tierra, el agua, el aire, están contaminados.

A veces me siento culpable, como si conocer la situación me revistiera de algún tipo de escudo que me protegiera de la radiactividad, pero estoy tan vendida como ellos, tengo el mismo riesgo de contaminarme y a ratos no sé por qué he aceptado venir y por qué sigo aquí cuando la normalidad es la de siempre, los restaurantes siguen ofreciéndome únicamente dos platos de carne para elegir, tengo que hacer las mismas colas de siempre para comprar cualquier cosa, y el aire tiene el mismo olor a manteca rancia que parece envolver a todos los países de la “Europa del Este”.

No hay nada anormal que fotografiar, no ocurre nada extraño que reseñar, y sin embargo miro alrededor expectante, como si el desastre fuera a caer en cualquier momento. Tengo la sensación de que estamos marcados y sé que a partir de ahora viviré con el temor de que algún día la marca cobre vida y se haga visible manifestándose con un horror que me gustaría dejar de imaginar.

Mi desasosiego contrasta con el entusiasmo de Henryck. Henryck es arquitecto. Es rubio, luminoso. Polaco, nacido en Varsovia, estudia español en la universidad. Le conocí nada más llegar a la ciudad; se me acercó cuando vio que estaba ojeando un diccionario fraseológico ruso-español, y desde que se enteró de que era española no se ha despegado de mi lado. Me ha llevado a comprar caviar de contrabando, hemos cambiado dinero en el mercado negro, me llevó a un local a ver el espectáculo de strip-tease más triste que jamás hubiera imaginado, y me ha mostrado las tiendas con más sabor de la ciudad, comercios diminutos donde parece que el tiempo se hubiera detenido antes de la invasión alemana.

Ayer entramos en Le Royal Meridien, y le pregunté si quería tomar un helado. “¿Uno entero para mí solo?” preguntó, y los ojos le brillaron. Nos tomamos varias copas gigantes rebosantes de colores; yo tenía ya la lengua insensible, y Henryck no podía dejar de hablar y sonreir. Me dijo que, pasara lo que pasara, siempre recordaría esa tarde de lujo y helados y se sentiría afortunado. Y fui incapaz de decirle nada. Mañana temprano me marcho y esta noche, después de cenar, mientras me acompañaba al campo de tiro caminando, le he explicado la incidencia en el reactor de la central nuclear, le he hablado de la nube radiactiva y del peligro que supone para él, para sus futuros hijos, para todos. Henryck ha mirado el cielo con miedo, sin decir nada.

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