miércoles, 1 de agosto de 2007

El Golam

Al oasis se llega cogiendo primero el autobús de línea hasta el último pueblo de la frontera y caminando después como una hora por las montañas de El Golam. La parte del autobús es fácil, no hay más que ir a la estación de Tiberias, por ejemplo, sacar un billete y resignarse a compartir el trayecto con los campesinos y sus animales de granja. Los pasajeros son principalmente judíos.

Montamos en el autobús y el trayecto es relativamente tranquilo. No hay ninguna parada por sospecha de mina ni bomba; hay tantos viajeros que algunos tenemos que ir de pie y el conductor, viendo que cada vez que coge una curva gritamos como si nos cayéramos, decide acelerar y cerrarse en las curvas riendo entre dientes mientras nos mira por el retrovisor. Finalmente una mujer mayor cae al suelo y reduce la velocidad. La parte de la caminata tampoco es difícil, entre otras cosas porque nada más comenzar a andar pasa un camión con soldados de las Naciones Unidas que nos interrogan y nos piden documentación. Creo que cuando les decimos que vamos de excursión a darnos un baño en el oasis se quedan algo pasmados, sobre todo cuando abrimos las mochilas y les enseñamos los bocadillos y las toallas que llevamos en unas bolsitas de El Corte Inglés. Los pobres nos explican que estamos en zona de conflicto, a ver si así damos la vuelta y cuando ven que no estamos dispuestos a regresar se ofrecen a llevarnos porque les pilla de paso, así que nos subimos al camión y nos acomodamos entre los soldados y sus armas. Estoy acostumbrada. Si alguien me hubiera dicho que alguna vez un soldado me iba a pedir que le sujetara el fusil mientras se ajustaba la bota no lo habría creído. Ahora me espero todo.

Los soldados conversan con nosotros como si estuviéramos tranquilamente en un bar. Paavo les habla de las taigas finlandesas y de las virtudes de la sauna sin dejar de sonreir ampliamente. Erik y yo le escuchamos al borde de la carcajada. Paavo es un fotógrafo excelente. A él y a Erik; nunca les he visto separados, son uno de los mejores equipos que conozco aunque es cierto que yo coincido pocas veces con ellos por motivos laborales. Afortunadamente.

El oasis es a la vez sobrio y espectacular: una fina cascada que cae desde rocas altísimas y forma una poza del tamaño de una alberca tan rodeada de árboles y arbustos que no se ve. Me recuerda a los oasis de montaña del sur de Túnez. A pesar del calor el agua es fría, tan fría que corta la respiración y cuando me tiro no puedo evitar un grito ante las risas de Paavo y Erik, que como buenos vikingos nadan sin notar el frío.

Después del baño, mientras nos secamos al sol y nos comemos los bocadillos, escuchamos a lo lejos las explosiones. No sé qué piensan ellos, qué recuerdos les traen. Yo pienso en el primer desayuno en el hotel, al otro lado del Mar de Tiberiades. “¿Bombas?” preguntamos al camarero después de varias explosiones. “Maniobras; aquí no hay conflicto”. Y se quedó tan pancho. Volvemos caminando en silencio y cuando llego al hotel Serguei me está esperando en la habitación. Bebe vodka muy frío mientras mira las fotografías de hoy. Él también ha pasado el día en El Golam. Veo la imagen de un soldado de los cascos azules destrozado y me cuenta brevemente, con frases cortas, como queriendo acabar antes, que un camión ha sido bombardeado a tres kilómetros del oasis. Sé que es “nuestro” camión, y que ocurrió mientras nosotros nadábamos y jugábamos en el agua, y me bebo de un trago el resto del vaso de Serguei. Entran Paavo y Erik, que se han enterado, y comentan las fotografías con Serguei de forma crítica, profesional. Yo me siento mareada, salgo a la terraza a tomar el aire, y vomito el vodka, las explosiones que no cesan, y las caras de los soldados del camión.

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