miércoles, 3 de octubre de 2007

Nazaret

Paseo con Erik por las calles del pueblo mientras Serguei y Paavo trabajan. Hace calor y el polvo se nos pega por todo el cuerpo. Encontramos una fuente y aprovechamos para beber y lavarnos los pies. Nos sentamos en unas piedras y entonces le vemos. Es europeo, como nosotros, y está vestido como mandan los cánones del aventurero aficionado: camisa blanca de manga corta, bermudas de algodón caqui, sombrero blanco de ala ancha también de algodón, mochila, pañuelo blanco al cuello, y botas de piel. Todo ello impoluto, como recién estrenado. Mira con un poco de asombro y desconfianza nuestros pies desnudos sobre las sandalias y todavía mojados pero se acerca y nos saluda en inglés. Erik le responde en un inglés impecable; yo solamente le sonrío. Él pregunta cómo puede llegar a la Basílica de La Anunciación, y antes de que termine la frase le interrumpo para preguntarle en español de dónde viene. Al escucharme se le ilumina la cara y parece un niño perdido que acabara de encontrar a su madre.

Se llama Antonio. Nos explica que es de Logroño, y que ha aprovechado que tiene una prima monja para venir a visitar la zona. Camina con nosotros sin dejar de hablar. Nos cuenta sus impresiones, vacilando un poco al principio y animándose a medida que le escuchamos sin comentar ni censurar sus apreciaciones sobre el país. Dice que se siente inseguro. Curiosamente le dan más miedo los ciudadanos musulmanes que los soldados que se cruza con las calles. Explica que ver los fusiles le tranquiliza; no se le ha pasado por la cabeza que los soldados puedan utilizar sus armas contra nadie en concreto, sino que tiene la sensación de que están ahí para protegerle a él, a Antonio, sin especificar de qué ni de quién.

Erik para un balón viejo, lleno de parches, y corre calle arriba jugando con la pelota para devolvérsela a cinco niños que le jalean y que intentan quitársela cuando llega a su altura. Antonio les mira sonriendo. Le digo que me dé la mochila y se una al juego y lo hace sin dudar. Al rato los dos abandonan y se sientan a beber té. Los niños siguen jugando sin acusar el calor. Antonio me pregunta de dónde he sacado el té. Cuando le digo que lo he comprado en un puesto del mercado me mira con una chispa de alarma. Desde que ha llegado al país solamente ha bebido agua mineral y refrescos envasados.

Doblamos la esquina y el mercado se despliega ante nuestros ojos. Erik sonríe al ver la expresión de Antonio, que mira los puestos con ojos tan abiertos que es un milagro que no se le caigan. La calle está llena de mesas de madera sobre las que se exponen los comestibles, sin más. El vendedor de té está sentado sobre una esterilla, el termo y los vasos en el suelo, junto a un caño del que mana un hilillo de agua que utiliza para enjuagar los vasos una vez utilizados. A su lado un hombre ha desplegado una pieza de tela y ha colocado sobre ella una cabra despellejada a la que trocea tranquilamente haciendo caso omiso de las moscas que le rodean. La sangre de la cabra desagua calle abajo por uno de los canalones que hay a cada lado de la vía junto con el resto de desperdicios líquidos del mercado salpicando a veces las sandalias de vendedores y parroquianos. Huele a carne, y a sangre fresca. Uno de los niños que jugaba con Antonio y con Erik se acerca al vendedor de té y coge dos vasos. Viene hacia nosotros y los prueba. Sonríe, hace un gesto de OK con los dedos y se los ofrece. Y por un momento creo que Antonio va a vomitar o a salir corriendo, pero mira al niño, y se bebe el té.

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