domingo, 2 de septiembre de 2007

Agrigento

Los días buenos, cuando no hay niebla, se puede ver la costa tunecina desde Porto Empedocle. A lo lejos, claro. Es una mancha imperceptible según algunos; según otros un perfil bastante definido. Si la posibilidad de ver o no la costa depende de la meteorología, la opción de verla claramente o de forma borrosa está en función no sólo de la vista de cada uno sino del ánimo del momento, de la voluntad de verla de una manera o de otra. La mayor parte de los días yo veo la costa tan cercana, tan clara que hasta puedo imaginar los pueblos que se asoman al mar desde las montañas. Massimo nunca ve nada más que sombras difuminadas sobre el agua. Umberto lo ve todo tan claro que no es que imagine los pueblos, es que hasta te describe los colores de las casas.

Hemos ido un par de veces a Racalmuto. Puede que sea porque el primer día que vamos está oscuro, amenazando lluvia, pero el pueblo me parece gris y triste, con esa tristeza de las cosas gastadas. No hay un alma por las calles. En las puertas de las casas, hojas de papel con el nombre de los difuntos de cada familia. Dos mujeres salen de una de las casas, al final de la calle. Al principio son dos manchas oscuras. Cuando se acercan vemos que efectivamente son manchas oscuras; van vestidas enteramente de negro, desde el pañuelo de la cabeza que les cubre también la cara, hasta las zapatillas de paño de lana que llevan sobre las medias. Al pasar dejan olor a humedad y me estremezco. Tropiezo con la estatua de Sciascia y le pido disculpas; cuando me doy cuenta de que no es una persona en lugar de reirme por la confusión, me da vergüenza. Entramos en una pastelería y compramos unos dulces que Umberto llama "huesos de los muertos". A pesar del nombre los comemos con algo de ansiedad, como si la pasta de almendra y azúcar, blanca, luminosa y dulce, fuera un antídoto contra la oscuridad y la pena de este sitio. Cuando terminamos Umberto sonríe y me jura que todo es efecto de las nubes y la lluvia, y que Racalmuto es un pueblo lleno de encanto y sabor. Le miro con escepticismo. Ni siquiera soy capaz de apreciar la vista de “La noce” en lo que vale.

(Cuando dos días más tarde regresamos a Racalmuto me sorprende la transformación. Es un día radiante y el pueblo ha dejado de ser un lugar lóbrego para convertirse en un sitio cálido, luminoso y acogedor. Incluso las viejas, que sospecho que son las mismas del otro día, me parecen menos tristes, a pesar de que van, igualmente, vestidas de negro de la cabeza a los pies. Caminamos por senderos pintorescos, aparentemente sin rumbo, y me quedo sin habla cuando llegamos a “La noce”. Miro a Umberto entusiasmada, y ríe a carcajadas.)

Volvemos a Agrigento. Llueve y las calles también están oscuras pero no me parecen siniestras ni tristes; quizá es porque todavía tengo los ojos llenos de los colores y la luz de ayer y me resisto a cubrir de gris los almendros, los templos, y los campos de color verde. Tras un trayecto silencioso en coche, Umberto me deja en el hotel; sabe que voy a cenar con Massimo y muestra su desagrado de todas las maneras posibles. Repasamos la agenda para mañana y se marcha con aire de rey ofendido. Sabe que no tengo nada con Massimo (ni con él mismo) pero no puede evitarlo, es siciliano hasta la médula, está en su naturaleza. Suspiro. Sé que después Massimo me montará el mismo numerito respecto a Umberto.

Massimo me recoge. Me trae un cestillo con frutas de pasta de almendra. Son tan perfectas que me da pena comérmelas, pero me meto una cereza en la boca. El mazapán es dulce y fresco, está recién hecho. Tenemos una recepción en la carpa oficial y luego una cena. En la carpa se expone una maqueta de cuatro metros cuadrados del Valle de los Templos hecha con pasta de almendra. Es una reproducción perfecta. Massimo me explica que los artesanos locales se esmeran todos los años para la exposición de la fiesta de “Il mandarlo in fiore” pero que este año se han superado. Nos recogemos tarde, con la sensación de habernos ahogado en distintos vinos de olores y sabores afrutados.

La mañana siguiente, antes de amanecer, recorro el valle con un Umberto silencioso que a pesar del enfado no puede evitar su eficacia y me lleva a los lugares más adecuados a esta luz. Fotografío los almendros y repentinamente me doy la vuelta y disparo varias veces capturando sus gestos, primero de sorpresa, luego de enfado, y finalmente de risa. Relajados, vemos amanecer y cuando he conseguido lo que quería bajamos al pueblo a desayunar. Vamos a un local en Via Atenea y pedimos café y bollos recién hechos. El café es fuerte, reconfortante. Mientras desayunamos vemos despertar el pueblo. Uno a uno van abriendo los comercios, las mujeres salen de las casas a comprar pan y paran a saludarse y comentar el tiempo. Los repartidores toman las aceras. La calle se va llenando de actividad, y me doy cuenta de que hace rato que me siento en casa.

2 comentarios:

núria dijo...

Gracias por mandarme la contraseña, he picoteado un poco aqui i allá y me ha encantado, insistiré en las visitas.

Ginebra dijo...

Bienvenida, y gracias. A mí su blog me ha puesto los dientes largos. Mira que son bonitos los marcapáginas!