lunes, 19 de noviembre de 2007

Vuelven los chukis

Ya es Navidad. A ver, ya sé que todavía no, pero los organismos oficiales y
las empresas comerciales han empezado ya con la campaña de señales que la
anuncian. Digo yo que esto debe estar financiado por las empresas de dulces y empiezan tan pronto para que hasta los torpes se enteren y se inflen a comprar mazapanes y esas cosas porque si no no veo razón a este acoso.

Ayer fue un día lleno de señales. Por la mañana, mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde para cruzar, me fijé en que a los árboles de la Alameda les había salido algo así como una plaga de gusanos amarillentos y semiepilépticos que les trepaban por el tronco. Que luego resultara que no eran gusanillos sino las luces que el Ayuntamiento ha elegido para decorar la ciudad este año no disminuyó la pena que me dieron los árboles. La segunda señal me llegó a través de la pituitaria cuando entré en la panadería y me llegó tal olor de los mantecados, los roscos de vino, y los borrachuelos que me tuve que pasar discretamente la manga por la barbilla porque estaba babeando como un gran danés. Pero la tercera señal, la definitiva, aquella que es capaz de iluminar un pueblo entero, me estaba esperando en la sección de juguetes del hiper, que normalmente ocupa un pasillo roñoso y en esta época se extiende como las plantas de calabaza invadiendo el espacio de las demás secciones hasta que termina por ocupar casi todo el hipermercado.

Me gusta mirar los juguetes, lo reconozco. Unos pocos, poquísimos, me parecen preciosos; el resto me parecen absolutamente espeluznantes. Por supuesto los que me gusta mirar son esos, los tremebundos, esos juguetes espantosos que todos hemos recibido en alguna ocasión y que todos hemos regalado alguna vez, más por mala leche que por ganas de agradar, todo hay que decirlo, y nos han costado la ruptura de relaciones con algún amigo o familiar de la modalidad picajoso-hasta-decir-basta.

El año pasado, por ejemplo, yo regalé a la niña de una amiga una muñeca que los Reyes trajeron a mis hijas cuando eran pequeñas. La cosa es que en principo la muñeca era una monada: una madre negra africana con su bebé. No le faltaba nada, tenía su huesito en la cabeza (ya…) una túnica color hueso atravesada por una especie de mantoncillo de piel de leopardo en el que se sujetaba el bebé (ya… ya…) y un turbante de la misma tela aleopardada (ya…ya… vale… a ver si se creen que la culpa es mía). A primera vista era una muñeca abrazable, mojable, pintorrejeable, lavable, tirable… en fin, ideal. Lo malo era que en la barriga escondía un mecanismo que la hacía carcajearse como si estuviera poseida y nos ponía los pelos de punta. Además no tenía botón de parada, o sea que aquel espanto duraba hasta que se agotara la pila. La muñeca fue muda durante unos meses porque, afortunados de nosotros, desconocíamos sus poderes, pero cuando mi hija mayor nos sacó de nuestra feliz ignorancia por el simple procedimiento de encontrar el compartimento de la pila y meter una, estuvimos a punto de perder la cabeza. Y más cuando vimos que aquello era imparable.

Una tarde feliz la hija de mi amiga entró en casa, miró la muñeca y se le dilataron las pupilas. Nos dimos cuenta de que le encantaba porque (además de lo de las pupilas ésas que ya he mencionado) se paró delante de ella mirándola fijamente y con el dedito índice extendido, tipo Colón. Me faltó tiempo para encasquetársela. Por supuesto en cuanto llegaron a su casa mi amiga me llamó y se pasó al menos diez minutos insultándome. Cuando se calmó un poco me explicó que escucharla (a la muñeca, claro) durante lo poco que dura el trayecto hasta su casa la había alterado tanto que había estado a punto de tirarla al mar por la ventanilla del coche. A la muñeca, no a la niña. Lo que son las cosas, a la que quiso tirar al mar pocos días después era a su hija, que se había repuesto de la misteriosa mudez de la muñeca (como imaginarán a mi amiga le faltó tiempo para hurgarle entre las tripas, encontrar la pila y arrancársela de cuajo) y se pasaba el día riéndose como ella. Yo la escuché un par de veces y daba miedo. Mucho miedo. Palabra.

Otro juguete que emigró, aunque esta vez más pronto, fue un payaso de juguete. Los payasos de juguete dan miedo, casi tanto como la niña de mi amiga. Anda que no lo pasé yo poco mal cuando una abuela apareció en casa con un payaso clarinetista y se lo regaló a mi hija mayor por su primer cumpleaños. El payaso hacía de todo: tocaba el clarinete, cantaba, movía los ojos que parecía Marujita Díaz en pleno chou, y cuando le apretabas un brazo te disparaba un chorretón de agua desde una flor que tenía en el chaleco. La flor estaba estratégicamente colocada para atinar con el chorro en pleno ojo al incauto que estuviera cerca. Kenya no terminó siquiera de sacar el payaso de su caja y ya estaba chillando de miedo. La pobre criatura se pasó dos noches sin dormir y yo me metía en su camita para consolarla pero lo único que hacía era mirar fijamente al payaso que nos observaba desde una esquina con su sonrisa siniestra. Lo recuerdo y se me erizan los vellos que parezco un chumbo. La verdad es que siempre he pensado que el payaso fue una especie de venganza cósmica por haberme reído cuando mi hermana B2 me llamó a gritos asustadísima porque había confundido a Kenya con el gusilú con el que dormía y al verla iluminada como una bombilla pensó que estaba radiactiva o así.

Menos mal que el juguete más temible de todos nunca ha entrado en mi casa. Lo cierto es que ni siquiera era un juguete, pero primo hermano, vaya. Lo sufrió mi hija pequeña hace unos años, cuando se quedó a dormir en casa de una amiguita y al día siguiente me contó que lo había pasado un poco mal. Resulta que la niña tenía en el dormitorio una lamparita de ésas que se ponen para que los críos no tengan miedo (¡¡¡ja!!!) con la forma de Campanilla, el hada de Peter Pan. Hasta ahí todo era normal; lo anormal era que cada diez minutos la lamparita decía "Tilín, soy Campanilla, tilín" con esa vocecita insufrible y repipi que Disney pone a todas sus princesas, incluso a Campanilla, que en la película era muda. Bueno anormal no, pero pesado un rato sí. La noche en que Madi (se llama Madagascar pero está en esa fase adolescente de odiar hasta su nombre y nos obliga a llamarla Madi; ya, es espantoso pero se le pasará) se quedó a dormir allí a la lamparita se le estaba estropeando el mecanismo (Dios existe) y así como a las tres de la madrugada la niña se despierta y en lugar de la vocecita dispuesta y dicharachera del hada escucha "tiliiiiiiiiiinnnnnnnnn, soy Caaaaaaaampaaaaaaaniiiiiiillaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa,
tiliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiinnnnnnnnnnnnnnnnn" con la misma voz que tendría Freddy Kruger después de haberse calzado una pila de machaquitos en plena noche de farra en la Feria. Menos mal que es una niña de recursos y a la segunda amenaza de Campanilla-Kruger la desenchufó directamente. Lo que a Madagascar se le olvidó contarnos (nos enteramos porque la madre de la otra niña no se cortó un pelo en explicárselo a todo el pueblo con todo lujo de detalles) es que después de desenchufarla la pisoteó con saña y la tiró por la ventana ante los ojos asombrados y llorosos de su amiga. Gracias al cielo desde aquello no han vuelto a ser amigas.

4 comentarios:

Ana dijo...

Mi hija de once años recibió con unos ocho meses un volante lleno de botones con ruidos horribles.
Los amortiguamos con celo en el altavoz.

Ha pasado por mi otra hija y mis cinco sobrinos, con el consiguiente cabreo de mis hermanos y cuñados.

Pero me encanta ver la cara de los niños contra la de los padres con el PUTO VOLANTE!!!

Dí que sí, regala juguetes cabrones!!
Beso.

Ginebra dijo...

Me encantan estas venganzas pírricas.

Anónimo dijo...

Gracias por dibujarme siempre (siempre) una sonrisa.
Un beso
JBB

Ginebra dijo...

Muá, muá, múa