jueves, 8 de noviembre de 2007

El cielo sobre Berlín

La ciudad se divide en dos pero en una se pueden encontrar trozos de la otra y el contraste resalta su carácter. El hotel es impresionante. Tengo orquídeas frescas (las cambian a diario) en el cuarto de baño y cada día encuentro bombones sobre la almohada y una bandeja con fruta y dulces en la habitación. Al final de cada pasillo hay un ascensor desde el cual podemos acceder directamente al gimnasio y a la piscina cubierta, los cuales se encuentran junto al comedor del desayuno, lleno de palmeras y plantas tropicales que agradecen el lucernario abierto al cielo. Hay un cuarteto de cuerda que toca en el bar todas las tardes.

Los bombones del hotel son belgas. Los que compro en la confitería de la esquina son como tierra, no saben a nada, ni siquiera son dulces. Tampoco el vino, cuando lo encuentro, es igual. Ni el café. Nada es igual. Para continuar en el mundo del hotel hay que cruzar al otro lado de la ciudad, hay que recorrer un par de cientos de metros y saltar el muro, pasar al otro lado del espejo. Lo hago y me encuentro en un mundo que reconozco, con amplias avenidas llenas de gente de distintas tribus urbanas y comercios que ofrecen todo tipo de tentaciones. Los restaurantes, carísimos, invitan a entrar, hay cines y cafés. Y gente. Y colores.

Voy a cruzar de nuevo sabiendo que al otro lado del espejo la vida transcurre en blanco y negro y solamente permite el paso a algunos grises. Hay pocas tiendas y no son atractivas a excepción de los museos y las librerías, que son el paraíso de los lectores. En este mundo limitado el único consuelo es el acceso abierto a la cultura, a los libros; es lo único que salva a muchos de la tristeza. Las librerías están llenas, los museos no. Acostumbrada a los museos del otro mundo (ayer había más de treinta personas rodeando el busto de Nefertiti, imposible acercarse), me impresiona tener la puerta de Ishtar y el altar de Pérgamo sólo para mí.

Antes de pasar por el control echo un vistazo al cielo. Tiene todos los tonos de gris. Rainer me dice que es lo normal en esta época del año, y que quizá en primavera la ciudad me parecería más bonita pero yo sé que no es eso. Entrego mi pasaporte en la cabina y el policía nos mira alternativamente, al pasaporte y a mi, hasta que se encoge de hombros con desgana, me lo entrega y me deja pasar. Lo abro intrigada y veo que le he dado el de Rainer.

6 comentarios:

Ana dijo...

Me he pasado un rato ESTUPENDO leyendo tus últimas entradas de cerdos y criaturitas.
Me ha costado mucho recordar la dirección del blog!!
Gintonic, drymartini... nada, que no te encontraba, niña!!

Un beso, ya te he memorizado y no me pierdo ni uno más!!!
Fantástico!!

Ginebra dijo...

Gracias árbol. ¿La espalda va mejor?

Ray Rudilla dijo...

Por suerte para todos, Berlín es uno y no dos como antaño.
Saludos cordiales

Ginebra dijo...

Sí. Curiosamente desde que se unificó no he vuelto a ir. Y tengo curiosidad.

T dijo...

Pues deberías, es una gozada pasear por lo que fue Berlin Este sin sentir ese aire de opresión que yo al menos sentía cada vez que cruzaba el Muro.

No me gusta lo que han hecho con al Postdam Platz, por mucho que la alaben los modernos pero es una excepción en la rehabilitación que están llevando a cabo. La última vez que estuve disfruté muchísimo recorriendo las almonedas que hay abajo de la estación de Friedrichstrasse.

Anímese y vaya.

Ginebra dijo...

La verdad es que si no he ido no ha sido por falta de ganas, miss t, así que a ver si me escapo.