martes, 27 de noviembre de 2007

Corfú

Hay sitios que no he querido visitar nunca por miedo a que al hacerlo perdieran su magia. No son muchos, es cierto; generalmente puede más mi curiosidad que mis ganas de mantener intacta la imagen del sitio soñado. Pocas veces me he arrepentido de haber visitado algún destino-talismán (hace ya mucho tiempo que Basora no es la ciudad de Simbad, y cada vez lo va a ser menos, pero a cincuenta grados a la sombra se derrite cualquier posible encanto); por el contrario, generalmente me arrepiento de no haber ido antes.

A Corfú llego llena de reticencias, sin querer llegar. Siempre he soñado con Corfú, por eso nunca he querido visitar la isla y hasta ahora había conseguido esquivarla pero en esta ocasión ha sido inevitable. Yannis nació en El Pireo pero conoce perfectamente cada rincón del país, de cada isla. Hemos estado dos días recorriendo sin prisa las calles de la ciudad, perdiéndonos por callejuelas y portaladas, invadiendo sin permiso patios y jardines privados, desayunando, comiendo, y cenando en las terrazas de pequeños bares, antes de tomar el camino del norte. Queremos recorrer la isla de norte a sur, ver las diferencias entre los pueblos que ven la costa albanesa y los que sólo tienen agua por horizonte.

Yo no hablo griego. Mis conocimientos de esta lengua se limitan a cuatro frases básicas, a algunas expresiones y palabras sueltas con las que no podría defenderme en ninguna circunstancia. Hasta ahora Yannis se ha encargado de hablar por mi, de negociar cada visita, cada entrevista, los permisos necesarios para hacer fotografías. En Palia Perithia le observo, le escucho discutir, y me asombran los esfuerzos que tiene que hacer para conseguir que nos dejen asomarnos a la isla; me sorprende que las trabas que le ponen a él, uno de los suyos, se convierten siempre en facilidades para mí, una extranjera. Nos sentamos en un bar a comer y un camarero con cara agria nos sirve, sin que lo pidamos, vino y aceitunas negras. Yannis me explica que no hay nada peor que ser griego en Grecia. Le miro con un cierto escepticismo y me invita a comprobarlo. Apostamos una cena.

Cuando viene el camarero le miro y con la mejor de mis sonrisas le pido la comida chapurreando torpemente la frase que me ha dicho Yannis. El camarero me mira radiante, le da a Yannis una palmada en la espalda, y nos llena el vaso de retsina. La transformación es tan espectacular que tenemos que hacer verdaderos esfuerzos por controlar las carcajadas. Durante toda la comida el camarero extrema los detalles con nosotros, nos invita a los postres y nos deja una botella de ouzo sobre la mesa. Finalmente se sienta con nosotros y conversa con nosotros en inglés macarrónico. Cuando se ofrece a conseguirnos la entrada a cualquier sitio de la ciudad que queramos, Yannis me mira divertido y susurra “langosta”.

3 comentarios:

Ana dijo...

Nos ha jodío!!

Oye, que yo quiero que me lleves contigo!!

Hay que hacerte la pelota, o algo?

:)
Un beso.

aldara san lorenzo dijo...

Oiga, doña Gin... ¿¿y es que no va a traer aquí el cuentito corto aquel (era mi preferido), del bruto sargento de la legión?? -Era.... buenísimo. Y bestial. Como todo en Ud.
Ejemm.
(mejor me voy yendo... ¿nop?)

XXDDDDD

Ginebra dijo...

árbol:

es cuestión de estar en el momento justo
:-)

it:

el sargento Garrido ya se paseó por aquí. Lo tiene usted en los "Cien palabras", con otros menos brutillos.