miércoles, 16 de septiembre de 2009

Con lo que es Steinbeck en este pueblo!

A estas alturas ya todos ustedes lo saben pero por si hay algún despistado o algún nuevo, lo aclaro: no soy nada grupal. O gregaria. O pandillera. O como quieran llamarlo. Que yo recuerde nunca me he dado ningún golpe fuerte. Ciertamente una vez me caí de lo alto de un poste de teléfonos pero me rompí un pie no la cabeza, y no guardo memoria de ningún otro percance de ese estilo ni en casa se aprovechan las sobremesas familiares para recordar aquella vez que me caí y me di un golpe en la cabeza, así que igual es una de esas taras que sufren los bebés durante su proceso de formación. Eso puede ser, que como soy la mayor mi madre todavía no tuviera así muy cogido el tranquillo de la gestación y se dedicara a experimentar conmigo como si fuera un ratón blanco. Se conoce que luego aprendió divinamente porque mis hermanas han salido como Señor Padre: sociales y sociables para reventar.

Yo, pues no, qué quieren, no manejo para nada los códigos grupales así que no lo paso bien, y resulto rara, pero rara rara. Y por mí no ha sido, eh, que lo he intentado en muchas ocasiones, conste. Por ejemplo, durante una temporada larga estuve en una asociación ecologista (aprovecho para contarlo públicamente y así dar en los morros a los que me tiran pullitas y me acusan de no tratar bien a los animales, ser antiecologista, y no sé cuántas falsedades más). Eso me encantaba, lo pasaba fenomenal y, excepto la primera vez que acudí a una reunión enfundada en un chaquetón de mouton que mi abuela le había hecho a mi madre cuando ésta tenía veinte años, nunca desentoné demasiado. Aquella vez reconozco que les dejé un poco de piedra, me miraban con los ojos tan abiertos que durante un momento me dio miedo que se les salieran de los boquetillos de la cara y se les cayeran al suelo. Luego me acordé de que los tenían bien pegados y desvié mi atención a las mandíbulas que se descolgaban por momentos. Yo puse mi carita más inocente (y no saben ustedes hasta qué punto puedo parecer buena e inocente, juá) y pregunté. “¿Qué-é?” Dani levantó un dedo acusador, me señaló, y balbuceó: “Llevas pieles, tía, llevas pieles”. Yo le miré sin señalarle (que siempre me ha parecido que eso de señalar es un gesto feísimo que solamente le queda bien a la estatua de Colón, que se ha aprovechado de que al pobre Rodrigo de Triana le ningunean siempre) y dije tranquilamente: “Sí, de cordero muerto. Y tú llevas zapatos y chupa de cuero y no lo voy gritando con cara de poseída.” Y ahí se zanjó la cosa, nunca más volvieron a decirme nada. También es verdad que con ellos solamente me puse una vez más el chaquetón, y fue una vez que se rompió la calefacción del local y o te abrigabas o se te congelaban hasta los mocos. Pues eso, durante esa temporada lo pasé fenomenal, conocí a cantidad de gente curiosa, y salí en una foto de portada de El País que tengo en casa pero no voy a colgar porque yo no soy de esas criaturas que aprovechan la mínima para colgar fotos suyas en la red. Lo de la portada fue por una manifestación que hicimos contra el vertido de residuos nucleares. Yo iba en cabeza de la manifestación, sosteniendo la pancarta, y en el periódico salí supermona aunque con la boquita un poco abierta, eso sí, porque claro estuvimos toda la tarde coreando proclamas antinucleares. Luego un equipo de televisión holandés me hizo una entrevista en inglés (juá, siempre he tenido curiosidad por ver el resultado) sobre la asociación, la manifestación, etc., y después hubo que correr por las calles por no sé qué disturbios y otras leches. Total, al final terminó todo el personal metido en una furgoneta que nunca llegó a la comisaría de Leganitos porque el madero que conducía acababa de llegar de San Roque y se hizo un lío con las calles, y el compañero llevaba poquísimo tiempo en Madrid y tampoco se orientaba muy bien. Majetes, muy majetes los dos. De aquella época en el grupo ecologista conservo algunos amigos, la afición por el pan integral (sobre todo de la panificadora “El tigre”, que debe haber desaparecido porque no se encuentra por ningún lado, snif), camisetas y carpetas con proclamas ecologistas, y un montón de chapas y pegatinas con los lemas “nucleares no, gracias”, y “salvad las ballenas”. Lo de salvad las ballenas estuve a punto de tatuármelo en la barriga pero al final JB me disuadió y me convenció de que era mucho mejor en la espalda. La verdad es que para ser una asocial no está nada mal, ¿eh?

Lo de que no soy nada social lo argumentan mis hijas cada verano desde hace unos pocos años. Concretamente los que llevan instaladas en la adolescencia. Antes no decían nada. Antes, lo de pasar las vacaciones en una aldea perdida de las montañas, sin cobertura para el móvil, sin ADSL, sin digital plus y si me apuran casi sin canales analógicos, sin centros comerciales (juá, no hay ni panadería como para haber centro comercial), sin piscinas, sin nada de nada, les parecía estupendo. Ellas se dedicaban a triscar por la montaña como las cabras y a ayudar con las vacas por aquello de practicar para cuando fueran mayores y tuvieran una granja. Les duró lo que les duró la infancia, claro, y hubo un año en el que pareció que se les abrían los ojos y el entendimiento y cuando les dije que hicieran las maletas porque nos íbamos de vacaciones pusieron la misma carita que Joel Fleishman al llegar a Cicely (por si alguien no lo sabía, “Doctor en Alaska” es mi serie favorita) y se tiraron gimoteando unas semanas, las mismas que las tuve en tierra de lobos. Y así siguen, no crean, que me escuchan la palabra “vacaciones” y se les ponen los pelos de punta ante el asombro de Bruno, que no comprende cómo pueden no querer ir a un sitio tan maravilloso y tan lleno de vacas (y cerdos, y cabras, y gallinas) con las que practicar para cuando sean granjero. Eso de ser granjero debe ser genético, sí. Ya se le pasará. De momento se ha tirado el verano entero zascandileando con las vacas y los cerdos, que desaparecía en cuanto nos descuidábamos y sabíamos que había vuelto a la casa por las tardes porque iba dejando un tufillo absolutamente insoportable y tan denso que si mirabas fijamente hasta se veía.

A mí, qué quieren que les diga, me gusta el aislamiento del mundo, cuanto más mejor, siempre me da la sensación de que estoy demasiado rodeada de gente. Claro que reconozco que reconozco que la gente me divierte. Bueno, en realidad me divierte todo, tengo un espíritu disfrutón que a veces me parece hasta malo.

La cosa es que hemos pasado unas vacaciones a la vez plácidas y divertidas, de ésas en las que no pasa nada, en las que la vida es un largo río tranquilo (qué buena película, por cierto), pero ese nada que ocurre resulta surrealistamente gracioso. Claro que mientras estás viviéndolas esas situaciones te parecen de lo más normal y te das cuenta de que no lo son un tiempecillo después, cuando se las cuentas a alguien. También te puedes dar cuenta en el momento, si tienes al lado a otro alguien ajeno al ambiente. En nuestro caso este verano le ha tocado hacer de Pepito Grillo a Héctor, que vino a pasar unos días con nosotros. Vinieron él y Eli. Bueno, él, Eli, y la lechuga viajera, que aquí cada uno tiene las mascotas que le petan, y después de recorrer casi 1000 kilómetros con los niños, la rata, y El Cobejo, reconozco que no soy quién para decir nada, y si un amigo quiere recorrer España y Portugal acarreando y cuidando una lechuga allá él, manías mayores he visto. Eli ya sabe cómo son estos sitios así que no se asombró mucho. Y la lechuga no dijo nada; ella, en teniendo un sitio fresquito para estar, tan contenta.



(Éste es El Cobejo. Apareció una noche en mi calle y Kenya lo adoptó por el procedimiento de cogerlo en brazos y meterlo en casa; en realidad se llama Mauricio pero Madagascar es superfan de Manolito Gafotas y acabamos todos llamándole Cobejo)

Héctor, Eli, y la lechuga llegaron en plena semana cultural, mientras estábamos en la iglesia haciendo la lectura comunitaria de “La perla”. Es que este año la mayoría de los actos culturales se han celebrado en la iglesia, con lo que las viejas han tenido motivos para pasarse días protestando. Bueno, en realidad se han celebrado en la iglesia todos los actos culturales a excepción del bingo y el lanzamiento de ruedas. Del bingo y del lanzamiento de ruedas ya les contaré en otra ocasión, si quieren, que han tenido sus risas. Héctor, Eli, y la lechuga viajera llegaron justo cuando terminaba yo de leer el capítulo que me tocaba. “¿Qué hacéis todo el pueblo en la iglesia?” preguntó Héctor con un puntito de asombro. “Estamos leyendo a Steinbeck”. “Emmm... ¿Steinbeck por qué?” Ahí lo propio sería que alguna de las viejas se hubiera vuelto y hubiera dicho “¡con lo que es Steinbeck en este pueblo!”, pero no, en su lugar todo el mundo se encogió de hombros y siguió escuchando las aventuras y desventuras de Kino. Y ahí les dejamos y nos fuimos a casa, que ellos tres venían cansados del viaje. En la puerta de la casa nos encontramos sentado a Señor Padre: “estoy esperando a Epig, que va a traer una cosa especial que tiene para arreglar la chimenea”. Eli se encogió de hombros y subió a echarse (“Despertadme para el bingo”) un rato pero a Héctor le pudo la curiosidad por ver tanto el extraño artilugio como al técnico mismo en acción.

Y allá que apareció Epigmenio con el artilugio especial de última tecnología: una cuerda larguísima a la que habían atado una escoba de pajotes. Y comenzó el procedimiento. Epigmenio se subió al tejado y Señor Padre esperó a que la cuerda asomara por debajo la trébede, momento que aprovechó para cogerla y tirar con fuerza. Le teoría era que uno sujetara la cuerda por arriba y otro tirase por abajo para que la escoba fuera limpiando el tiro de porquería y lo dejara listo de papeles. A medio recorrido Señor Padre me miró. “Esto se ha atascado, díselo a Epig”. Yo salí y me puse a dar voces. Epig me miró y dijo: “dile que tire fuerte”. Yo entré y se lo dije a Señor Padre. “Dile que no hay manera”. “Dile que tiene que haberla”. Y así hasta que me hartaron un poco, sobre todo porque entender a Epig me costaba un mundo. “Dice Epig algo de la madre que parió a la escoba, y que no sé qué de sus cojones y una barra”. Señor Padre, que me conoce, me miró impasible y sólo dijo: “vale”. Y salió a ver. A ver a Epig bajarse del tejado refunfuñando que parecía que estaba rezando el Rosario. Todo bajo la atenta mirada de Héctor, que lo estaba grabando en vídeo y que cruzó los dedos para que Epig recuperase la escoba perdida, que sólo faltaba que se estropeara el invento para siempre.

Epig volvió al rato armado con una barra de hierro larguísima, que debía pesar un congo, y sin dejar de mascullar juramentos la metió por la chimenea y se puso a golpear a cuanto enemigo invisible se escondía en el tiro. “Habrá un pájaro muerto atascado” dijo una vieja que miraba el espectáculo. “Con los zurriagazos que está dando el Epig más parece que haya atascado un jabalí” me susurró Héctor. Y, claro, me acojoné un poco sólo de pensar en lo que podría ser un jabalí cayendo por el tiro de la chimenea. Al rato Epig dejó de castigar la nada y me pidió un cable largo, como de al menos siete metros de largo, que estuviera enchufado y tuviera al otro lado una bombilla. Le miré. “Te vale una linterna de petaca, Epig?” “Vale” contestó sin inmutarse. Y allá que metió un brazo por la chimenea y encendió la linterna. “¿Ves la luz?” gritó a Señor Padre, que tumbado en la cocina había metido medio cuerpo debajo de la trébede. “¡¡¡Sí!!!” Héctor y yo no pudimos contenernos. “Aléjate de ella, aléjate de ella”, gritamos poniendo vocecita de pitufos. Señor Padre salió de la chimenea todo tiznado, y nos miró tan seriamente que nos cortó las risas de golpe.

Epigmenio bajó del tejado, entre los aplausos de los numerosos mirones (todos los que habían asistido a la lectura comunitaria porque la casa está justo frente a la iglesia y según salían se habían ido quedando a mirar), y él y Señor Padre se fueron a celebrar el éxito de la operación como si tal cosa.

-¿Y esto es normal? – preguntó Héctor.
-Sí- suspiró Madagascar –Aquí siempre son así de frikis. Tú verás mañana el lanzamiento de ruedas por el monte.
-Pero... no entiendo por qué no te apetece estar aquí, si esto es genial.

Claro, ahí Madagascar le echó su mirada más furibunda. Pero no le hicimos ni caso, en lugar de eso despertamos a Eli y nos fuimos al bingo

11 comentarios:

si, bwana dijo...

Un relato interesantísimo y muy bien escrito; mis sinceras felicitaciones. Además, ¡qué vacaciones más completas!
Un saludo

Carmen Neke dijo...

Ginebra, cómo es posible que en cada pueblo en el que esté usted le pasen estas cosas. Si yo voy a un pueblo, ni leen a Steinbeck ni hay nadie que se llame Epigmenio. Y los lanzamientos de ruedas seguro que los suspenden por falta de inscripciones.

Pero cuéntenos más sobre la lechuga viajera en una próxima entrega, que yo le veo madera de personaje protagonista.

Anónimo dijo...

Doña Ginebra, Doña Ginebra, mire qué he aprendido a hacer este verano durante sus vacaciones:
salvemos a las ballenas

¡Un Foxi-abrazo wuapa!

Cacique dijo...

Jajaja, lo del jabalí saliendo de la chimenea hubiera sido un misterio paranormal cañero.

AlmaLeonor dijo...

¡Hola!
Nunca imagine ver la imagen de un "bicho" en un relato suyo Gin, jajajaja
Besos.AlmaLeonor

Gabriel Ramírez dijo...

Oh, querida Ginebra, dime, ¿dónde puedo encontrar tu fuente de inspiración? ¿Y la de expiración? Tus palabras remueven mis sentimientos.

:)

Cómo me gusta tenerte por aquí.

Lupe dijo...

Me gustaría saber más sobre la lechuga viajera, Gin.

Siberia dijo...

Cómo escribe la niña. Eso sí, cualquiera se pone a trabajar mientras mira ella, a tiro verbal con semejante cabecita rellena de maldades. Y con la cara de niña buena esa del método Estanislasqui. Vecino del pueblo, por cierto.

Edda dijo...

Ginebra, por muy asocial que sea estoy segura de que en una isla desierta haría hablar a las palmeras.

Almudena dijo...

Usted si que sabe disfrutar de la vida en un pueblo.¿Asocial usted? ¡Anda ya!

Ginebra dijo...

Bwana:
Gracias. Sí, para ser prácticamente el culo del mundo resulta ser un sitio muy divertido.

Neke:
Para llamarse Epigmenio hay que ser de tierra de lobos. La lechuga viajera ha sido todo un descubrimiento, sí.

Carlos Fox:
¡Tomaya! ¿Yo no le he dicho nunca que me gusta Roberto Carlos? (y que lo reconozco sin complejos)

Cacique:
Uf, calla, calla, habría sido tremendo. Y vivo ni te cuento.

Alma:
Pa que vea! Pues pondré más, que será por bichos...

Gabriel:
jajaja...
A mí también me gusta tenerte a tí por aquí (y por todos lados)

Lupe:
Un encanto, la lechuga, ya le contaré más de ella.

Siberia:
Gracias! Juá, sí, Estanis vivió en el pueblo un tiempo. Nos enseñó muchas cosas. Y de gratis. Para mí que nos usó de cobayas...

Edda:
Uy, las palmeras son superparlanchinas.
:-)

Anjanuca:
Ay, si los pueblos son lo más divertido del mundo.