domingo, 1 de febrero de 2015

Bichos, bichos

Ayer estuve viendo “Noé”. Bueno, más que verla la estuve mirando, que al poco de empezar me dio la risa y se me fue la cabeza a mis cosas. Saqué un par de cosas en claro: una, que a Russell Crowe le van los personajes así como brutillos y de época, que vestido de normal pierde mucho, y dos, que si en vez de encargarle la cosa del arca a Noé Dios me la hubiera encargado a mí, lo habríamos llevado claro. Ya me veo yo:

- Gin, ¿qué tal llevas mi encargo?
- ¿Lo del arca y los animales? Bien, bien, diosito, sobre eso quería yo hablarte.
- Tú dirás.
- Pues que yo sé que tú les tienes cariño porque los has creado a todos y eso, pero que he pensado que no vamos a llevar gallinas. No me gustan nada las gallinas, huelen fatal, y además ya llevamos avestruces, que ponen huevos mucho más grandes. No necesitamos esos bichos asquerosos para nada
- …
- Y ya que estamos, las palomas tampoco deberían venir. Ni los loros, ni los grajos. Te he hecho una lista de animales que igual nadie echa de menos.

Vaya, que habría reducido la lista de especies animales a la mitad. Y no habría pasado nada, seguro. De hecho, yo me habría ahorrado las fiebres mediterráneas, porque las garrapatas se habrían quedado en tierra. Ya habrían podido llorar y gritar con su vocecita chillona de garrapata “Gin, llévanos, por favor por favor”, que habría dejado que se ahogaran tan ricamente. Y luego, otra cosa que nunca me ha quedado nada clara. Dos animales de cada especie. Dos. O sea, perros dos. Vale, dos, pero ¿de qué modelo? Que ya me imagino yo luego teniendo que explicarle a Dios unas cuantas cosas.

- Gin, ¿dónde están los chihuahuas?
- Ah, ¿qué los chihuahuas también tenían que venir?
- Claro.
- Dijiste dos de cada especie. A ver, que si tenías especial predilección por alguno igual tenías que haber sido un poco más exacto en las instrucciones, eh, y no dejarme elegir a mí.
- Ya que estamos. Dije dos, ¿por qué hay media docena de cerdos?
- Ah, no, no, dos son para perpetuar y eso; los demás son para el camino, que a ver dónde se ha visto una excursión sin bocadillo de jamón ni nada.

Lo dicho, menos mal que se encargó Noé porque vaya estrés y vaya desastre si me hubiera encargado yo, entre los que no me gustan y los que se me habrían olvidado, faltarían la mitad de los animales. Claro que igual no era ni malo. Por ejemplo, no habría cotorras que me cagaran en el tendedero, ni me pasaría media vida peleándome con los marditos roedoreh que quieren instalarse en mi casa. Y ya me gustaría eso, eh, que nos hemos tirado un par de meses peleando con ratoncitos variados. Bueno, no sé si han sido variados o ha sido solamente uno pertinaz como la sequía franquista, o qué. Lo que sé es que una mañana estaba desayunando en casa cuando vi un ratoncito corretear alegremente por el comedor y meterse debajo de la lavadora. No me sorprendí ni nada, que no es la primera vez que me encuentro uno en casa. De hecho, una vez tuvimos una plaga de ratones en una casa en el centro de la ciudad. Estaban por todas partes y aunque eran muy monos y no hacían nada terminamos por rendirnos y nos marchamos. Claro, esa vez me dio más igual porque no era mi casa, pero ésta no se la pienso dejar a los ratones, así que cuando ví al ratoncito corretear por el comedor me lié a poner trampas por todos lados, pero para nada porque no caía. Cada mañana bajaba al comedor un poco con el corazón partío. Por un lado, con la ilusión de ver al ratoncito pegado en alguno de los cartoncitos con pegamento que se esparcían por el suelo como si el comedor fuera un campo de minas, y por otro con el asco de ver al ratoncito pegado en alguno de los cartoncitos. Una incongruencia, lo sé, pero qué quieren, así soy yo. Una semana estuvimos así: yo poniendo trampitas por las noches, y el ratoncito esquivándolas. Madagascar, que es mala, actualizaba el resultado en la pizarra del comedor: “Gin 0- Ratoncito 6”. Y así hasta que pasó una semana y yo pensé que el ratoncito se había ido igual que había venido, o sea, por la puerta. Ilusa de mí, también pensé que no volvería hasta que un día escuchamos un correteo por dentro del tubo de salida de aire de la campana extractora. Al principio nos reímos un poco, hasta que el ratoncito dejó de corretear por el tubo y empezó a roerlo. Ahí nos planteamos que más valía ayudarle a salir, así que metimos una cuerda por la chimenea de salida del tubo y nos sentamos a esperar a que Ryan (sí, qué pasa, nosotros ponemos nombre a todos los animales que pisan la casa) saliera. Y salió, ya les digo que salió. Escaló por la cuerda divinamente y se metió debajo de una maceta. Y yo creía que con aquello Ryan ya habría escarmentado, pero parece que los ratoncitos con de ideas fijas porque dos días después entró Madagascar en mi dormitorio. Domingo, seis de la mañana.

- Mamá!
- …mmm???
- Nada, que anoche fui a hacer pis en el baño de abajo y vi un ratoncito que se estampó con la puerta. Por lo visto el pobre quería salir pero no atinó bien.
- Ya! ¿Y?
- No, que he vuelto a entrar en el baño y sigue ahí. Para mí que no es muy listo porque ha vuelto a estamparse contra la puerta así que he metido a la gata en el cuarto de baño y he cerrado la puerta. Te lo aviso por si oyes ruidos raros en el baño.

Cuando bajé abrí la puerta del cuarto de baño y la Mini salió con cara de ofendida, como mosqueada por haberse pasado allí la noche, pero ni se relamía ni nada, así que cerré la puerta y volví a preparar unas cuantas trampas con pegamento. Cada hora abría la puerta con mucho cuidadito y miraba las trampas esperando encontrar a Ryan pegado en alguna de ellas, pero no había nada que hacer. Ryan era un torpe y se daba con la puerta en la cabeza pero sabía lo que era una trampa. Y mientras yo aumentaba el número de trampas Ryan había urdido un plan para escapar del cuarto de baño, consistente en roer el marco de la puerta como si no hubiera un mañana, y hacer un túnel digno de La gran evasión. Y lo habría logrado si una mañana, al volver de la Facultad, Madagascar no se hubiera encerrado en el cuarto de baño armada con la escoba. Yo la escuchaba desde fuera.

- Ajá! Estás ahí dentro! (“ahí dentro” era la alfombrilla de la ducha, donde Ryan se había refugiado pensando que nadie le iba a ver pero ignorando que su cuerpo formaba un bultito sospechoso).
- Písale! – grité yo.
- ¿Con las zapatillas de toalla? Estás loca!
- Pues tú me dirás qué haces.

No me lo dijo exactamente, pero lo fui adivinando sin problemas.

- Ven aquí y no corras, que te voy a dar igual!
- Ay, pero es que es monísmo! ¿No me lo puedo quedar? ¿De verdad hay que matarlo?
- Que no corras, he dicho!
- Deja de dar vueltas al lavabo!

Plas! Plas!

- Ja! Te he dado!
- Mamá! O le he matado o se hace el muerto! ¡¡¡!!! Que está vivo! Jodío, qué buen actor eres! Me habías engañado.

Plas! Plas! Plas!

- Ja! Ahora sí que estás muerto!

Héctor y yo entramos en el cuarto de baño y nos encontramos a una Madagascar triunfante junto al cadáver de un ratoncito adorable.

- Pero qué masacre es ésta! Si el ratón es minúsculo y hay sangre hasta en los azulejos de las paredes!

Héctor no daba crédito. Madagascar nos lanzó una mirada glacial y masculló algo así como “haberlo hecho vosotros, inútiles”, mientras se iba a la cocina a prepararse la comida tan campante. Cuando terminamos de limpiar el cuarto de baño nos la encontramos terminando de comer.

- Pero ¿ya has comido? ¿no has esperado a nadie?

Madagascar me miró muy seria.

- Yo gran cazadora. Mujer, tú comer después.


3 comentarios:

núria dijo...

Oiga, que le entran a una ganas de dissufrir una plaga de ratones, qué bien se lo pasa usted!

Ginebra dijo...

Jamía, ya que nos pasan cosas mejor tomárnoslas a risa.

Carmen Neke dijo...

Me declaro fan total de Madagascar.