jueves, 26 de febrero de 2015
El hombre sobre mi conciencia
Hace más de veinte años que vive dentro de “La insoportable levedad del ser”. Se me olvida que está allí hasta que saco el libro de la estantería, y se abre siempre por la página en la que se esconde la fotografía desde la que me mira fijamente, sonriendo siempre. Trabajaba en un periódico y disfrutaba su trabajo. La verdad es que disfrutaba con todo lo que hacía: jugando al baloncesto, haciendo fotografías, bailando. Era un bailarín brillante, de esos que en escena atrapan todas las miradas. También las atrapaba fuera del escenario. Y fuera de la pista. Y fuera donde fuera. Sonreía y desbordaba vida. Inventaba proyectos de trabajo constantemente y me llamaba a cualquier hora para contármelos. Hicimos planes para encontrarnos de nuevo pero la guerra lo hizo imposible. No volví a saber de él. Nunca supe si luchó, aunque estoy segura de que lo hizo, ni cómo ni dónde. Tampoco supe nunca si resultó herido, si murió, o si pudo vivir. No sé si ha podido volver a sonreír como lo hacía. Y aunque sé que no podría haber hecho nada, que no estaba en mi mano salvarle, cuando me mira, atrapado en su fotografía, su sonrisa se vuelve dura y el alma se me llena de dolorosa culpabilidad.
miércoles, 11 de febrero de 2015
De película de zuto
Pinocho cumple años, 70. Hay que ver, el pobre, que en 70 años todo el mundo le recuerda como un mentiroso de narices (jejeje). Y eso que hizo más cosas, eh, que pasó de ser un tarugo a un niño de verdad (a ver, esto no es muy reseñable, que por lo que tengo visto y comprobado los niños de verdad son bastante taruguetes), escapó del vientre de una ballena (igual a Collodi y al autor de La Biblia les habría venido bien haberse visto unos documentales sobre costumbres alimentarias de las ballenas, no sé), se salió solito de los vicios y dejó de beber y de fumar sin chicles de nicotina ni grupos de apoyo ni nada. Le ayudó un hada (azul, como los príncipes y los pitufos), vale, pero lo hizo. Y total, para qué, si todos le recordamos solamente por haber dicho alguna que otra mentira. Que tampoco es tan grave. A ver, ¿quién no ha mentido alguna vez? Es verdad que hay personas con más tendencia que otras, por ejemplo mi hija Kenya, que desde chiquitilla ha tenido mucha afición a mentir descaradamente. Para que se hagan una idea, tenía poco más de dos años la criatura cuando un día se descolgó con que no quería ir a casa de sus abuelos porque su abuela le pegaba con un palo en los ojos. A JB y a mí nos dio mucha risa cuando lo dijo pero había que ver a mi suegra, que era toda una dramaqueen, haciendo una escena que ni Margarita Xirgu; lloró, echó mocos, amenazó con desmayarse, siguió llorando, echó más mocos todavía… un espectáculo. Y Kenya, lo de contar trolas no ha parado de hacerlo, eh, es mi hija y la quiero y todo ese rollo, pero miente a nivel olímpico, para qué lo voy a negar. Lo bueno es que como todos lo sabemos no nos creemos ni la mitad de las cosas que nos dice. Yo me lo tomo con tranquilidad pero está feo. Mentir está feo y yo no lo hago. Quédense tranquilos, que yo no les miento. Otra cosa es que a la hora de contarles las cosas elija resaltar determinadas cosillas y pasar otras por alto. Pero eso no me convierte en una mentirosa. Lo digo porque ha habido más de una ocasión en la que alguno de ustedes ha dudado de lo que les contaba, e incluso ha habido quien directamente lo ha puesto en tela de juicio (no quiero dar nombres para no acusar, pero empieza por Alma y termina por Leonor), que todavía recuerdo aquella vez que tuve que colgar los vídeos del jabalí aquél que se bañaba en las piscinas de Torrox. Y si han dudado de cosas así, qué no harán esta vez. Pero es cierto, eh, y quien dude que le pregunte a mi amiga Pepi.
Pepi vive a tres calles de mi casa. La semana pasada murió su madre y estaba bastante triste, así que no me sorprendió que me llamara el viernes y me invitara a merendar el sábado por la tarde. “Querrá que le haga compañía” pensé yo. Me extrañó un poco que me dijera que fuera en chándal, concretamente con el chándal más viejo que tuviera, pero pensé que era un trastorno ocasionado por la pena, que cosas más raras se han dado. Como además el chandalismo me encanta (aunque no lo practico nada, eh, que les veo venir) obedecí y me planté en su casa con un pantalón viejo de chándal que se dejó JB y un forro polar que no sé de dónde salió ni me importa. Pepi me abrió la puerta vestida más o menos como yo, o sea, hecha una mamarracha, pero lo que me extrañó no fue eso, lo que me extrañó fue que no estaba tristona ni desanimada ni nada. A ver, lo del chándal es rarísimo porque Pepi va siempre más arreglada y más bonita que un sanluis, si hasta lleva uñas de gel con brillantitos incrustados y todo, pero como yo achacaba el chandalismo a lo de la pena y tal, pues encontrarme aquella querencia al chándal sin que hubiera trastorno por medio sí me sorprendió. Pepi no sólo no estaba triste sino que estaba bastante más parlanchina (todavía) de lo normal. Nos tomamos una tetera con dulces mientras charlábamos de nuestras tonterías, y nos bebimos la última gota de té, Pepi se puso seria.
- Gin, tengo que pedirte un favor muy grande. Pero muy grande muy grande. Yo sé que te va a sonar rarísimo, y estás en tu derecho de negarte, pero lo necesito.
- A ver, dime.
Yo estaba intrigadísima y a la vez un poco alarmada, que mi imaginación tarda nada y menos en dispararse y ya estaba yo montándome unas películas de impresión. Pepi siguió contándome, muy seria.
- Tú sabes que ha muerto mi madre.
- Sí, sí, lo sé, mujer, si estuve en el entierro.
- Sí, eso, el entierro, a eso iba. A mi padre le incineramos, así que no hubo problema, pero mi madre quería que la enterráramos con su madre. Como mi abuelo murió en África y le enterraron allí mi madre siempre decía que no quería dejar sola a mi abuela.
- Ajá.
- Así que cuando murió mi madre llamé al de la funeraria para meterla con mi abuela. Y van y me dicen que no puede ser porque no cabe.
- ¿Cómo que no cabe?
- Eso, que no cabe, que como ya hay más familiares enterrados allí, que o sacamos a alguno o que no cabe. Me daban también la opción de ampliar la concesión con otra tumba, pero era carísimo. Carísimo carísimo, vaya, y encima no estaba ni cerca.
- Ya… ¿y cómo lo solucionaste? Porque yo recuerdo que a tu madre la enterramos en la tumba familiar. O sea, que cupo.
- Sí, sí, claro que cupo, porque sacamos a uno, concretamente a mi abuela. Ya ves tú, tanta historia con que no quería dejarla sola y al final la desalojó de la tumba. Claro que no ha sido por su gusto, que por ella no… vaya, que ella se habría tirado al mar antes que sacar a su madre de allí, pero claro…
Pepi se estaba empezando a ir por los cerros de Úbeda, y cuando le pasa es peligrosísima porque salta de unos temas a otros sin transición, ni orden, ni concierto, ni ná de ná.
- Sí, sí, me hago una idea. ¿Y qué habéis hecho con la abuela?
Ahí Pepi cerró la boca y la apretó tan fuerte que le salieron unas arrugas feísimas a los lados y yo pensé que igual hasta rompía una muela y todo. Se levantó muy seria y me dijo: “Ven”. Y yo, claro, fui.
Bajamos a la planta baja. Entró en la habitación que usa para guardar las cosas del verano: las tumbonas, las cosas para limpiar la piscina, la colchoneta inflable, las sombrillas, las esterillas… en fin, los cachivaches del verano que en invierno lo único que hacen es estorbar. Se paró en medio de la habitación, y me señaló con la barbilla. Yo miraba por todos lados sin entender nada, y ella seguía dando barbillazos. Me fijé. Lo que Pepi me señalaba era una loneta que normalmente usaban para cubrir la mesa y las sillas de madera y protegerlas de la humedad, y que en ese momento estaba encima de una especie de cajón alargado.
- ¡Pepi, no será verdad!
Pepi asintió.
- No jodas, Pepi, ¿Qué te has traído a la abuela muerta a casa?
- ¿Y qué iba a hacer, Gin? Si tenía que enterrar a mi madre, y no daba tiempo a nada, y además la tumba era carísima, y encima estaba en la otra punta del cementerio. Así que firmé los papeles, la metimos en el coche y me la traje.
- Ya me habría gustado a mí verte atravesar la ciudad con una caja de muerto llena en el coche. ¿Y qué vas a hacer con ella?
- Pues por eso te he llamado, Gin. Necesito que me ayudes porque yo sola no voy a poder y no me va a dar tiempo, que igual en cavar se tarda mucho.
- ¿Qué qué???
- Vamos a enterrarla en el jardín, Gin. Tú y yo. En la esquina del fondo, donde tengo los rosales. Y luego le pondré un rosal encima, que siempre le han gustado mucho.
- A ver, Pepi, eso no se puede hacer. Que esto no es como cuando JB enterraba los conejos en el jardín, que hablamos de una persona. ¿Tú te crees que esto es una película de Almodóvar, o qué?
- ¿De Almodóvar? ¿Cuál? Aaaaaaah… sí… aquélla en la que Penélope Cruz y su amiga puta enterraban al marido que quería acostarse con la hija.
- Ésa, Pepi, ésa. Tú es que te crees que la vida es como en las películas y no es así, eh.
- No, mujer, que yo y sé que la vida no es como en las películas, pero mira, esto sí es un poco de película, eh. Tú y yo, Penélope Cruz pidiendo a su amiga puta que la ayude y eso.
- Tú sueñas, Pepi; en cualquier caso yo sería Penélope Cruz y tú la otra.
- Bueno, pues tú Penélope Cruz, pero me ayudas ¿vale?
Y me dejé convencer. Así que salimos al jardín con un par de linternas y nos pusimos a cavar intentando no hacer mucho ruido para que los vecinos no se enterasen. Tampoco hacían falta tantas precauciones porque el viento era tan fuerte que no se escuchaba otra cosa. Al rato nos cansamos.
- Pepi, esto no va a salir bien, eh. Mira el rato que llevamos y no avanzamos nada. Aquí no cabe la caja ni de coña.
- Em… estaba pensando… ¿la abrimos y la volcamos tal cual? Seguro que no hay más que cuatro huesitos, y eso en el agujero que hemos hecho cabe de sobra.
- ¡Tú estás loca!
- Pues hala, hay que seguir cavando.
- Bueno, vale, pero la abres tú que para eso la muerta es tuya. Y vamos a ponernos guantes.
- ¿Por si las huellas y eso?
- No, mujer, por el asco.
- Ah, sí.
La verdad es que yo esperaba mucha más resistencia pero no costó nada abrir la caja. Pepi se asomó y lanzó una maldición. Dentro de la caja había otra caja un poco más pequeña.
- ¡Toma ya! ¡Como las muñecas rusas!
- Pues ésta tampoco cabe, creo; habrá que abrirla también.
Y Pepi abrió la segunda caja. Dentro había una bolsa un poco birriosita. Pepi la cogió (“Menos mal que se te ocurrió lo de los guantes, Gin, porque sí que me da un poco de repelús”) y la lanzó al agujero. Mientras caía, los huesos sonaron como una maraca rota, como un sonajerillo de niño chico. A Pepi no sé, a mí me dio un poco de mal rollo, pero se me pasó enseguida porque no nos costó nada rellenar el agujero y poner el rosal encima y todas las zarandajas que quería Pepi.
- Vale, Pepi, hecho. ¿Y ahora qué vas a hacer con las cajas?
Miramos el ataúd y la caja interior.
- Si las rompemos un poco las puedes quemar en la chimenea.
- Ay no, Gin, que eso me da mucho yuyu
- Joé, Pepi, ¿acabamos de enterrar a tu abuela en el jardín, metida en una bolsita de mierda y no te ha dado yuyu?
- No, no mucho, la verdad. Habrá sido la adrenalina ésa.
- Pues tú me dirás, porque no las vamos a sacar al contenedor de la basura, que enterrar gente en los jardines está prohibido. Vaya, está prohibido enterrar animales, que no veas el pollo que montamos cada vez que se nos muere un gato y tenemos que enterrarlo, así que de las personas ni hablamos. Y como saques las cajas al contenedor va a cantar mucho que alguien ha enterrado a alguien. Y tu madre ha muerto hace poco así que te van a investigar la primera. Te pillan fijo.
Pepi me miraba asintiendo.
- ¡Ya lo tengo! Las rompemos un poco y desparramamos los trozos por distintos contenedores.
Vale, era de locos pero después de la noche que llevábamos no me sonó ni mal. Tampoco tardamos tanto en desarmar las dos cajas, pero las dejamos reducidas a tablones, que no era plan de provocar un infarto a los basureros. Y así, escachítas, cabían fenomenal en el maletero de su coche. Bueno, iban un poco justas; habrían ido mejor en el mío, que es más grande, pero me negué. Decidimos que diseminaríamos los trocitos por contenedores que nos pillaran lejos lejísimos. Una estaría al volante, con el motor en marcha, mientras la otra dejaba los tablones en el contenedor. No le dí opción a Pepi: conduciría yo y ella descargaría los tablones, que para algo era su muerta. Y tan fácil que resultó. Como hacía una noche perruna total, venga a soplar viento, venga a soplar viento, y frío a rabiar, no había un alma por la calle, así que nadie nos vio delinquir repetidamente.
Y quien no me crea que le pregunte a Pepi.
Pepi vive a tres calles de mi casa. La semana pasada murió su madre y estaba bastante triste, así que no me sorprendió que me llamara el viernes y me invitara a merendar el sábado por la tarde. “Querrá que le haga compañía” pensé yo. Me extrañó un poco que me dijera que fuera en chándal, concretamente con el chándal más viejo que tuviera, pero pensé que era un trastorno ocasionado por la pena, que cosas más raras se han dado. Como además el chandalismo me encanta (aunque no lo practico nada, eh, que les veo venir) obedecí y me planté en su casa con un pantalón viejo de chándal que se dejó JB y un forro polar que no sé de dónde salió ni me importa. Pepi me abrió la puerta vestida más o menos como yo, o sea, hecha una mamarracha, pero lo que me extrañó no fue eso, lo que me extrañó fue que no estaba tristona ni desanimada ni nada. A ver, lo del chándal es rarísimo porque Pepi va siempre más arreglada y más bonita que un sanluis, si hasta lleva uñas de gel con brillantitos incrustados y todo, pero como yo achacaba el chandalismo a lo de la pena y tal, pues encontrarme aquella querencia al chándal sin que hubiera trastorno por medio sí me sorprendió. Pepi no sólo no estaba triste sino que estaba bastante más parlanchina (todavía) de lo normal. Nos tomamos una tetera con dulces mientras charlábamos de nuestras tonterías, y nos bebimos la última gota de té, Pepi se puso seria.
- Gin, tengo que pedirte un favor muy grande. Pero muy grande muy grande. Yo sé que te va a sonar rarísimo, y estás en tu derecho de negarte, pero lo necesito.
- A ver, dime.
Yo estaba intrigadísima y a la vez un poco alarmada, que mi imaginación tarda nada y menos en dispararse y ya estaba yo montándome unas películas de impresión. Pepi siguió contándome, muy seria.
- Tú sabes que ha muerto mi madre.
- Sí, sí, lo sé, mujer, si estuve en el entierro.
- Sí, eso, el entierro, a eso iba. A mi padre le incineramos, así que no hubo problema, pero mi madre quería que la enterráramos con su madre. Como mi abuelo murió en África y le enterraron allí mi madre siempre decía que no quería dejar sola a mi abuela.
- Ajá.
- Así que cuando murió mi madre llamé al de la funeraria para meterla con mi abuela. Y van y me dicen que no puede ser porque no cabe.
- ¿Cómo que no cabe?
- Eso, que no cabe, que como ya hay más familiares enterrados allí, que o sacamos a alguno o que no cabe. Me daban también la opción de ampliar la concesión con otra tumba, pero era carísimo. Carísimo carísimo, vaya, y encima no estaba ni cerca.
- Ya… ¿y cómo lo solucionaste? Porque yo recuerdo que a tu madre la enterramos en la tumba familiar. O sea, que cupo.
- Sí, sí, claro que cupo, porque sacamos a uno, concretamente a mi abuela. Ya ves tú, tanta historia con que no quería dejarla sola y al final la desalojó de la tumba. Claro que no ha sido por su gusto, que por ella no… vaya, que ella se habría tirado al mar antes que sacar a su madre de allí, pero claro…
Pepi se estaba empezando a ir por los cerros de Úbeda, y cuando le pasa es peligrosísima porque salta de unos temas a otros sin transición, ni orden, ni concierto, ni ná de ná.
- Sí, sí, me hago una idea. ¿Y qué habéis hecho con la abuela?
Ahí Pepi cerró la boca y la apretó tan fuerte que le salieron unas arrugas feísimas a los lados y yo pensé que igual hasta rompía una muela y todo. Se levantó muy seria y me dijo: “Ven”. Y yo, claro, fui.
Bajamos a la planta baja. Entró en la habitación que usa para guardar las cosas del verano: las tumbonas, las cosas para limpiar la piscina, la colchoneta inflable, las sombrillas, las esterillas… en fin, los cachivaches del verano que en invierno lo único que hacen es estorbar. Se paró en medio de la habitación, y me señaló con la barbilla. Yo miraba por todos lados sin entender nada, y ella seguía dando barbillazos. Me fijé. Lo que Pepi me señalaba era una loneta que normalmente usaban para cubrir la mesa y las sillas de madera y protegerlas de la humedad, y que en ese momento estaba encima de una especie de cajón alargado.
- ¡Pepi, no será verdad!
Pepi asintió.
- No jodas, Pepi, ¿Qué te has traído a la abuela muerta a casa?
- ¿Y qué iba a hacer, Gin? Si tenía que enterrar a mi madre, y no daba tiempo a nada, y además la tumba era carísima, y encima estaba en la otra punta del cementerio. Así que firmé los papeles, la metimos en el coche y me la traje.
- Ya me habría gustado a mí verte atravesar la ciudad con una caja de muerto llena en el coche. ¿Y qué vas a hacer con ella?
- Pues por eso te he llamado, Gin. Necesito que me ayudes porque yo sola no voy a poder y no me va a dar tiempo, que igual en cavar se tarda mucho.
- ¿Qué qué???
- Vamos a enterrarla en el jardín, Gin. Tú y yo. En la esquina del fondo, donde tengo los rosales. Y luego le pondré un rosal encima, que siempre le han gustado mucho.
- A ver, Pepi, eso no se puede hacer. Que esto no es como cuando JB enterraba los conejos en el jardín, que hablamos de una persona. ¿Tú te crees que esto es una película de Almodóvar, o qué?
- ¿De Almodóvar? ¿Cuál? Aaaaaaah… sí… aquélla en la que Penélope Cruz y su amiga puta enterraban al marido que quería acostarse con la hija.
- Ésa, Pepi, ésa. Tú es que te crees que la vida es como en las películas y no es así, eh.
- No, mujer, que yo y sé que la vida no es como en las películas, pero mira, esto sí es un poco de película, eh. Tú y yo, Penélope Cruz pidiendo a su amiga puta que la ayude y eso.
- Tú sueñas, Pepi; en cualquier caso yo sería Penélope Cruz y tú la otra.
- Bueno, pues tú Penélope Cruz, pero me ayudas ¿vale?
Y me dejé convencer. Así que salimos al jardín con un par de linternas y nos pusimos a cavar intentando no hacer mucho ruido para que los vecinos no se enterasen. Tampoco hacían falta tantas precauciones porque el viento era tan fuerte que no se escuchaba otra cosa. Al rato nos cansamos.
- Pepi, esto no va a salir bien, eh. Mira el rato que llevamos y no avanzamos nada. Aquí no cabe la caja ni de coña.
- Em… estaba pensando… ¿la abrimos y la volcamos tal cual? Seguro que no hay más que cuatro huesitos, y eso en el agujero que hemos hecho cabe de sobra.
- ¡Tú estás loca!
- Pues hala, hay que seguir cavando.
- Bueno, vale, pero la abres tú que para eso la muerta es tuya. Y vamos a ponernos guantes.
- ¿Por si las huellas y eso?
- No, mujer, por el asco.
- Ah, sí.
La verdad es que yo esperaba mucha más resistencia pero no costó nada abrir la caja. Pepi se asomó y lanzó una maldición. Dentro de la caja había otra caja un poco más pequeña.
- ¡Toma ya! ¡Como las muñecas rusas!
- Pues ésta tampoco cabe, creo; habrá que abrirla también.
Y Pepi abrió la segunda caja. Dentro había una bolsa un poco birriosita. Pepi la cogió (“Menos mal que se te ocurrió lo de los guantes, Gin, porque sí que me da un poco de repelús”) y la lanzó al agujero. Mientras caía, los huesos sonaron como una maraca rota, como un sonajerillo de niño chico. A Pepi no sé, a mí me dio un poco de mal rollo, pero se me pasó enseguida porque no nos costó nada rellenar el agujero y poner el rosal encima y todas las zarandajas que quería Pepi.
- Vale, Pepi, hecho. ¿Y ahora qué vas a hacer con las cajas?
Miramos el ataúd y la caja interior.
- Si las rompemos un poco las puedes quemar en la chimenea.
- Ay no, Gin, que eso me da mucho yuyu
- Joé, Pepi, ¿acabamos de enterrar a tu abuela en el jardín, metida en una bolsita de mierda y no te ha dado yuyu?
- No, no mucho, la verdad. Habrá sido la adrenalina ésa.
- Pues tú me dirás, porque no las vamos a sacar al contenedor de la basura, que enterrar gente en los jardines está prohibido. Vaya, está prohibido enterrar animales, que no veas el pollo que montamos cada vez que se nos muere un gato y tenemos que enterrarlo, así que de las personas ni hablamos. Y como saques las cajas al contenedor va a cantar mucho que alguien ha enterrado a alguien. Y tu madre ha muerto hace poco así que te van a investigar la primera. Te pillan fijo.
Pepi me miraba asintiendo.
- ¡Ya lo tengo! Las rompemos un poco y desparramamos los trozos por distintos contenedores.
Vale, era de locos pero después de la noche que llevábamos no me sonó ni mal. Tampoco tardamos tanto en desarmar las dos cajas, pero las dejamos reducidas a tablones, que no era plan de provocar un infarto a los basureros. Y así, escachítas, cabían fenomenal en el maletero de su coche. Bueno, iban un poco justas; habrían ido mejor en el mío, que es más grande, pero me negué. Decidimos que diseminaríamos los trocitos por contenedores que nos pillaran lejos lejísimos. Una estaría al volante, con el motor en marcha, mientras la otra dejaba los tablones en el contenedor. No le dí opción a Pepi: conduciría yo y ella descargaría los tablones, que para algo era su muerta. Y tan fácil que resultó. Como hacía una noche perruna total, venga a soplar viento, venga a soplar viento, y frío a rabiar, no había un alma por la calle, así que nadie nos vio delinquir repetidamente.
Y quien no me crea que le pregunte a Pepi.
miércoles, 4 de febrero de 2015
Sinestesia
Las palabras tenían sabor, y se extendía a las personas por el nombre. Así, en el colegio, le cayó bien Dorita porque sabía a tortilla de patata, y como las acelgas le asqueaban, detestó a Adolfo. Al crecer la cosa se complicó. Hugo era chocolate negro, Marcos nata y hojaldre fresco, Rafael la mejor fideuá, y Javier una empanada casera. No necesitaba ni besarlos, pronunciaba sus nombre y se sentía caníbal. Conoció a Santiago un invierno de resfriados continuos y sentidos atrofiados. Cuando llegó el verano se habían paladeado tanto mutuamente que no notó que Santiago sabía profundamente a almendras.
domingo, 1 de febrero de 2015
Bichos, bichos
Ayer estuve viendo “Noé”. Bueno, más que verla la estuve mirando, que al poco de empezar me dio la risa y se me fue la cabeza a mis cosas. Saqué un par de cosas en claro: una, que a Russell Crowe le van los personajes así como brutillos y de época, que vestido de normal pierde mucho, y dos, que si en vez de encargarle la cosa del arca a Noé Dios me la hubiera encargado a mí, lo habríamos llevado claro. Ya me veo yo:
- Gin, ¿qué tal llevas mi encargo?
- ¿Lo del arca y los animales? Bien, bien, diosito, sobre eso quería yo hablarte.
- Tú dirás.
- Pues que yo sé que tú les tienes cariño porque los has creado a todos y eso, pero que he pensado que no vamos a llevar gallinas. No me gustan nada las gallinas, huelen fatal, y además ya llevamos avestruces, que ponen huevos mucho más grandes. No necesitamos esos bichos asquerosos para nada
- …
- Y ya que estamos, las palomas tampoco deberían venir. Ni los loros, ni los grajos. Te he hecho una lista de animales que igual nadie echa de menos.
Vaya, que habría reducido la lista de especies animales a la mitad. Y no habría pasado nada, seguro. De hecho, yo me habría ahorrado las fiebres mediterráneas, porque las garrapatas se habrían quedado en tierra. Ya habrían podido llorar y gritar con su vocecita chillona de garrapata “Gin, llévanos, por favor por favor”, que habría dejado que se ahogaran tan ricamente. Y luego, otra cosa que nunca me ha quedado nada clara. Dos animales de cada especie. Dos. O sea, perros dos. Vale, dos, pero ¿de qué modelo? Que ya me imagino yo luego teniendo que explicarle a Dios unas cuantas cosas.
- Gin, ¿dónde están los chihuahuas?
- Ah, ¿qué los chihuahuas también tenían que venir?
- Claro.
- Dijiste dos de cada especie. A ver, que si tenías especial predilección por alguno igual tenías que haber sido un poco más exacto en las instrucciones, eh, y no dejarme elegir a mí.
- Ya que estamos. Dije dos, ¿por qué hay media docena de cerdos?
- Ah, no, no, dos son para perpetuar y eso; los demás son para el camino, que a ver dónde se ha visto una excursión sin bocadillo de jamón ni nada.
Lo dicho, menos mal que se encargó Noé porque vaya estrés y vaya desastre si me hubiera encargado yo, entre los que no me gustan y los que se me habrían olvidado, faltarían la mitad de los animales. Claro que igual no era ni malo. Por ejemplo, no habría cotorras que me cagaran en el tendedero, ni me pasaría media vida peleándome con los marditos roedoreh que quieren instalarse en mi casa. Y ya me gustaría eso, eh, que nos hemos tirado un par de meses peleando con ratoncitos variados. Bueno, no sé si han sido variados o ha sido solamente uno pertinaz como la sequía franquista, o qué. Lo que sé es que una mañana estaba desayunando en casa cuando vi un ratoncito corretear alegremente por el comedor y meterse debajo de la lavadora. No me sorprendí ni nada, que no es la primera vez que me encuentro uno en casa. De hecho, una vez tuvimos una plaga de ratones en una casa en el centro de la ciudad. Estaban por todas partes y aunque eran muy monos y no hacían nada terminamos por rendirnos y nos marchamos. Claro, esa vez me dio más igual porque no era mi casa, pero ésta no se la pienso dejar a los ratones, así que cuando ví al ratoncito corretear por el comedor me lié a poner trampas por todos lados, pero para nada porque no caía. Cada mañana bajaba al comedor un poco con el corazón partío. Por un lado, con la ilusión de ver al ratoncito pegado en alguno de los cartoncitos con pegamento que se esparcían por el suelo como si el comedor fuera un campo de minas, y por otro con el asco de ver al ratoncito pegado en alguno de los cartoncitos. Una incongruencia, lo sé, pero qué quieren, así soy yo. Una semana estuvimos así: yo poniendo trampitas por las noches, y el ratoncito esquivándolas. Madagascar, que es mala, actualizaba el resultado en la pizarra del comedor: “Gin 0- Ratoncito 6”. Y así hasta que pasó una semana y yo pensé que el ratoncito se había ido igual que había venido, o sea, por la puerta. Ilusa de mí, también pensé que no volvería hasta que un día escuchamos un correteo por dentro del tubo de salida de aire de la campana extractora. Al principio nos reímos un poco, hasta que el ratoncito dejó de corretear por el tubo y empezó a roerlo. Ahí nos planteamos que más valía ayudarle a salir, así que metimos una cuerda por la chimenea de salida del tubo y nos sentamos a esperar a que Ryan (sí, qué pasa, nosotros ponemos nombre a todos los animales que pisan la casa) saliera. Y salió, ya les digo que salió. Escaló por la cuerda divinamente y se metió debajo de una maceta. Y yo creía que con aquello Ryan ya habría escarmentado, pero parece que los ratoncitos con de ideas fijas porque dos días después entró Madagascar en mi dormitorio. Domingo, seis de la mañana.
- Mamá!
- …mmm???
- Nada, que anoche fui a hacer pis en el baño de abajo y vi un ratoncito que se estampó con la puerta. Por lo visto el pobre quería salir pero no atinó bien.
- Ya! ¿Y?
- No, que he vuelto a entrar en el baño y sigue ahí. Para mí que no es muy listo porque ha vuelto a estamparse contra la puerta así que he metido a la gata en el cuarto de baño y he cerrado la puerta. Te lo aviso por si oyes ruidos raros en el baño.
Cuando bajé abrí la puerta del cuarto de baño y la Mini salió con cara de ofendida, como mosqueada por haberse pasado allí la noche, pero ni se relamía ni nada, así que cerré la puerta y volví a preparar unas cuantas trampas con pegamento. Cada hora abría la puerta con mucho cuidadito y miraba las trampas esperando encontrar a Ryan pegado en alguna de ellas, pero no había nada que hacer. Ryan era un torpe y se daba con la puerta en la cabeza pero sabía lo que era una trampa. Y mientras yo aumentaba el número de trampas Ryan había urdido un plan para escapar del cuarto de baño, consistente en roer el marco de la puerta como si no hubiera un mañana, y hacer un túnel digno de La gran evasión. Y lo habría logrado si una mañana, al volver de la Facultad, Madagascar no se hubiera encerrado en el cuarto de baño armada con la escoba. Yo la escuchaba desde fuera.
- Ajá! Estás ahí dentro! (“ahí dentro” era la alfombrilla de la ducha, donde Ryan se había refugiado pensando que nadie le iba a ver pero ignorando que su cuerpo formaba un bultito sospechoso).
- Písale! – grité yo.
- ¿Con las zapatillas de toalla? Estás loca!
- Pues tú me dirás qué haces.
No me lo dijo exactamente, pero lo fui adivinando sin problemas.
- Ven aquí y no corras, que te voy a dar igual!
- Ay, pero es que es monísmo! ¿No me lo puedo quedar? ¿De verdad hay que matarlo?
- Que no corras, he dicho!
- Deja de dar vueltas al lavabo!
Plas! Plas!
- Ja! Te he dado!
- Mamá! O le he matado o se hace el muerto! ¡¡¡!!! Que está vivo! Jodío, qué buen actor eres! Me habías engañado.
Plas! Plas! Plas!
- Ja! Ahora sí que estás muerto!
Héctor y yo entramos en el cuarto de baño y nos encontramos a una Madagascar triunfante junto al cadáver de un ratoncito adorable.
- Pero qué masacre es ésta! Si el ratón es minúsculo y hay sangre hasta en los azulejos de las paredes!
Héctor no daba crédito. Madagascar nos lanzó una mirada glacial y masculló algo así como “haberlo hecho vosotros, inútiles”, mientras se iba a la cocina a prepararse la comida tan campante. Cuando terminamos de limpiar el cuarto de baño nos la encontramos terminando de comer.
- Pero ¿ya has comido? ¿no has esperado a nadie?
Madagascar me miró muy seria.
- Yo gran cazadora. Mujer, tú comer después.
- Gin, ¿qué tal llevas mi encargo?
- ¿Lo del arca y los animales? Bien, bien, diosito, sobre eso quería yo hablarte.
- Tú dirás.
- Pues que yo sé que tú les tienes cariño porque los has creado a todos y eso, pero que he pensado que no vamos a llevar gallinas. No me gustan nada las gallinas, huelen fatal, y además ya llevamos avestruces, que ponen huevos mucho más grandes. No necesitamos esos bichos asquerosos para nada
- …
- Y ya que estamos, las palomas tampoco deberían venir. Ni los loros, ni los grajos. Te he hecho una lista de animales que igual nadie echa de menos.
Vaya, que habría reducido la lista de especies animales a la mitad. Y no habría pasado nada, seguro. De hecho, yo me habría ahorrado las fiebres mediterráneas, porque las garrapatas se habrían quedado en tierra. Ya habrían podido llorar y gritar con su vocecita chillona de garrapata “Gin, llévanos, por favor por favor”, que habría dejado que se ahogaran tan ricamente. Y luego, otra cosa que nunca me ha quedado nada clara. Dos animales de cada especie. Dos. O sea, perros dos. Vale, dos, pero ¿de qué modelo? Que ya me imagino yo luego teniendo que explicarle a Dios unas cuantas cosas.
- Gin, ¿dónde están los chihuahuas?
- Ah, ¿qué los chihuahuas también tenían que venir?
- Claro.
- Dijiste dos de cada especie. A ver, que si tenías especial predilección por alguno igual tenías que haber sido un poco más exacto en las instrucciones, eh, y no dejarme elegir a mí.
- Ya que estamos. Dije dos, ¿por qué hay media docena de cerdos?
- Ah, no, no, dos son para perpetuar y eso; los demás son para el camino, que a ver dónde se ha visto una excursión sin bocadillo de jamón ni nada.
Lo dicho, menos mal que se encargó Noé porque vaya estrés y vaya desastre si me hubiera encargado yo, entre los que no me gustan y los que se me habrían olvidado, faltarían la mitad de los animales. Claro que igual no era ni malo. Por ejemplo, no habría cotorras que me cagaran en el tendedero, ni me pasaría media vida peleándome con los marditos roedoreh que quieren instalarse en mi casa. Y ya me gustaría eso, eh, que nos hemos tirado un par de meses peleando con ratoncitos variados. Bueno, no sé si han sido variados o ha sido solamente uno pertinaz como la sequía franquista, o qué. Lo que sé es que una mañana estaba desayunando en casa cuando vi un ratoncito corretear alegremente por el comedor y meterse debajo de la lavadora. No me sorprendí ni nada, que no es la primera vez que me encuentro uno en casa. De hecho, una vez tuvimos una plaga de ratones en una casa en el centro de la ciudad. Estaban por todas partes y aunque eran muy monos y no hacían nada terminamos por rendirnos y nos marchamos. Claro, esa vez me dio más igual porque no era mi casa, pero ésta no se la pienso dejar a los ratones, así que cuando ví al ratoncito corretear por el comedor me lié a poner trampas por todos lados, pero para nada porque no caía. Cada mañana bajaba al comedor un poco con el corazón partío. Por un lado, con la ilusión de ver al ratoncito pegado en alguno de los cartoncitos con pegamento que se esparcían por el suelo como si el comedor fuera un campo de minas, y por otro con el asco de ver al ratoncito pegado en alguno de los cartoncitos. Una incongruencia, lo sé, pero qué quieren, así soy yo. Una semana estuvimos así: yo poniendo trampitas por las noches, y el ratoncito esquivándolas. Madagascar, que es mala, actualizaba el resultado en la pizarra del comedor: “Gin 0- Ratoncito 6”. Y así hasta que pasó una semana y yo pensé que el ratoncito se había ido igual que había venido, o sea, por la puerta. Ilusa de mí, también pensé que no volvería hasta que un día escuchamos un correteo por dentro del tubo de salida de aire de la campana extractora. Al principio nos reímos un poco, hasta que el ratoncito dejó de corretear por el tubo y empezó a roerlo. Ahí nos planteamos que más valía ayudarle a salir, así que metimos una cuerda por la chimenea de salida del tubo y nos sentamos a esperar a que Ryan (sí, qué pasa, nosotros ponemos nombre a todos los animales que pisan la casa) saliera. Y salió, ya les digo que salió. Escaló por la cuerda divinamente y se metió debajo de una maceta. Y yo creía que con aquello Ryan ya habría escarmentado, pero parece que los ratoncitos con de ideas fijas porque dos días después entró Madagascar en mi dormitorio. Domingo, seis de la mañana.
- Mamá!
- …mmm???
- Nada, que anoche fui a hacer pis en el baño de abajo y vi un ratoncito que se estampó con la puerta. Por lo visto el pobre quería salir pero no atinó bien.
- Ya! ¿Y?
- No, que he vuelto a entrar en el baño y sigue ahí. Para mí que no es muy listo porque ha vuelto a estamparse contra la puerta así que he metido a la gata en el cuarto de baño y he cerrado la puerta. Te lo aviso por si oyes ruidos raros en el baño.
Cuando bajé abrí la puerta del cuarto de baño y la Mini salió con cara de ofendida, como mosqueada por haberse pasado allí la noche, pero ni se relamía ni nada, así que cerré la puerta y volví a preparar unas cuantas trampas con pegamento. Cada hora abría la puerta con mucho cuidadito y miraba las trampas esperando encontrar a Ryan pegado en alguna de ellas, pero no había nada que hacer. Ryan era un torpe y se daba con la puerta en la cabeza pero sabía lo que era una trampa. Y mientras yo aumentaba el número de trampas Ryan había urdido un plan para escapar del cuarto de baño, consistente en roer el marco de la puerta como si no hubiera un mañana, y hacer un túnel digno de La gran evasión. Y lo habría logrado si una mañana, al volver de la Facultad, Madagascar no se hubiera encerrado en el cuarto de baño armada con la escoba. Yo la escuchaba desde fuera.
- Ajá! Estás ahí dentro! (“ahí dentro” era la alfombrilla de la ducha, donde Ryan se había refugiado pensando que nadie le iba a ver pero ignorando que su cuerpo formaba un bultito sospechoso).
- Písale! – grité yo.
- ¿Con las zapatillas de toalla? Estás loca!
- Pues tú me dirás qué haces.
No me lo dijo exactamente, pero lo fui adivinando sin problemas.
- Ven aquí y no corras, que te voy a dar igual!
- Ay, pero es que es monísmo! ¿No me lo puedo quedar? ¿De verdad hay que matarlo?
- Que no corras, he dicho!
- Deja de dar vueltas al lavabo!
Plas! Plas!
- Ja! Te he dado!
- Mamá! O le he matado o se hace el muerto! ¡¡¡!!! Que está vivo! Jodío, qué buen actor eres! Me habías engañado.
Plas! Plas! Plas!
- Ja! Ahora sí que estás muerto!
Héctor y yo entramos en el cuarto de baño y nos encontramos a una Madagascar triunfante junto al cadáver de un ratoncito adorable.
- Pero qué masacre es ésta! Si el ratón es minúsculo y hay sangre hasta en los azulejos de las paredes!
Héctor no daba crédito. Madagascar nos lanzó una mirada glacial y masculló algo así como “haberlo hecho vosotros, inútiles”, mientras se iba a la cocina a prepararse la comida tan campante. Cuando terminamos de limpiar el cuarto de baño nos la encontramos terminando de comer.
- Pero ¿ya has comido? ¿no has esperado a nadie?
Madagascar me miró muy seria.
- Yo gran cazadora. Mujer, tú comer después.
martes, 27 de enero de 2015
Descolocado
Él amaba profundamente el orden. Trabajaba como reponedor en un híper y disfrutaba colocando cajas, alineando latas, ordenando estantes. En su casa cada cosa tenía un sitio y cada sitio estaba pensado para una cosa. Tenía ordenados todos sus pensamientos, sus emociones, y los momentos para disfrutarlas. Ella vivía en el desorden. Ponía el mundo patas arriba y lo volvía a recolocar sin orden ni concierto. Manejaba sin esfuerzo sus sentimientos y se movía a gusto en la improvisación. Temeroso de que pudiera desordenarle, la echó de su vida. Pero cuando ella se fue, él nunca pudo volver a colocarse.
domingo, 25 de enero de 2015
Pijamismo
Hace dos días mi compañero de despacho estaba buscando lo que él llamó un “sotocasco”, y cuando me lo describió yo le enseñé lo que eran los verdugos. No los ministros de justicia que ejecutan las penas de muerte y en lo antiguo ejecutaban otras corporales como la de los azotes o el tormento. No, yo me refiero a la acepción nº 11 del DRAE, a saber: “gorro de lana que ciñe cabeza y cuello, dejando descubiertos los ojos, la nariz, y la boca”. O sea, los verduguitos que acompañaron todos los inviernos de mi infancia. Que era llegar noviembre y mi madre me encasquetaba el verdugo azul y no me lo quitaba hasta primavera, que parecía que me habían florecido los rizos de pronto. Ese gorrito fue como una segunda piel sobre mi cabeza, una segunda piel de lana azul que si te estaba un poco chico te apretujaba hasta el cerebro y al quitártelo se te quedaba una marca en la carita formando un óvalo rojo. El verdugo fue el gorrito de mi infancia. Y de la de mis amigos también. Había que ver el patio del colegio, que parecía que habían soltado una manada de alfiles azules. Es curioso, el verdugo era lo único que no estaba incluido en el uniforme pero todas las madres nos ponían uno, como si les supiera mal que la cabeza pudiera diferenciarnos de los demás niños. Todos iguales, de la cabeza a los pies. La verdad es que eso de ir todos iguales no me importaba nada. El uniforme escolar me resultaba de lo más cómodo. Luego, en el instituto, fue curioso porque no había uniforme pero la mayoría de la gente se vestía igual. Una vez leí que durante la adolescencia hay dos tendencias: mimetizarte para integrarte en el grupo, o remarcar tu individualidad para proclamarte ajeno a él. Yo reconozco que siempre he sido de los segundos y he practicado el “amibolismo” a nivel olímpico y en todas sus modalidades, incluyendo, por supuesto, la ropa, para desesperación de mi madre y desconcierto y no poco regocijo de mucha gente. Claro, ya habrán llegado ustedes a la conclusión de que no soy marquista. Incluso tuve una época en la que no solamente no era marquista sino que era antimarquista y me negaba sistemáticamente a llevar cualquier prenda que fuera de alguna marca que estuviera más o menos de moda. Vale que no caí en el feísmo, que era otra de las tendencias de la época, pero durante un tiempo sí milité activamente en el antimarquismo. Y aunque se me ha apaciguado un poco, sigo despreciando llevar una cosa de marca simplemente porque es de marca. Ya, qué quieren, es una pose como cualquier otra. Pero no crean, eh, que esa pose me la quito y me la pongo cuando quiero y no me deja marca ni ná, no es como los verdugos de cuando era chica.
Por ejemplo, la semana pasada una tienda de una conocida marca de ropa interior puso un cartelito de lo más provocador en el escaparate. Según el cartelito, si ibas a la tienda, te comprabas un pijama y salías con él a la calle, te hacían un descuento del 70% del precio. Cuando vimos el cartel mi amiga Paloma y yo bromeamos a cuenta de nuestros usuarios. A ver, es que últimamente nos viene gente muy rara; sin ir más lejos esa misma mañana habíamos visto a dos muchachas en bata y pantuflas haciendo cola en el mostrador de información. Así que hicimos bromas sobre si decirles que se pasaran por allí. Tres días duraba la promoción. Yo no suelo comprar en esas tiendas, básicamente porque no quepo en sus prendas, así que ni me lo planteé. Y no habría pasado nada si mi compañero de despacho no hubiera dicho las palabras mágicas: “no hay narices…” Miren que yo no soy nada competitiva ni entro al trapo en ningún desafío, y siempre me ha fascinado que Marty McFly montara los pollos que montaba simplemente porque le llamaran gallina, pero dado que me encantan los disfraces y me gusta provocar, fue como si mi compañero me lo hubiera puesto en bandeja.
Así que la mañana siguiente Paloma (que solamente es vergonzosa para bailar en público, por lo demás se apunta a un bombardeo) y yo nos plantamos en la tienda nada más abrir y nos pusimos a elegir pijamas. Cuando fuimos a pagar la dependienta nos miró atentamente.
- Tienen que salir con el pijama puesto para que les haga el 70% de descuento.
- Ajá.
- No pueden llevar el jersey encima del pijama. Y ya que estamos, la falda tampoco.
Volvimos al probador.
- No pueden dejarse las camisetas ni las camisas debajo del pijama.
- …
- No. El pantalón tampoco se lo pueden dejar debajo del pijama. Tienen que llevar el pijama tal cual.
- ¿Nos podemos dejar las bragas y el sujetador, al menos?
- Ja… ja… ja…
La dependienta debía tener una mala mañana. Pues no le quedaba ná, que solamente eran las 10 y estábamos a principios de semana. Pero como ése no era nuestro problema, nos metimos en el probador y salimos en pijama.
- Vale, así sí. Metan su ropa en esta bolsa y no se pongan el abrigo hasta que hayan llegado a la esquina.
- ¿Qué???
- Que la promoción dice que mientras estén a la vista desde la tienda tienen que ir en pijama. Pero se lo pueden poner cuando lleguen a la esquina y ya no las podamos ver.
Y salimos por Calle Larios en pijama.
- ¿No te da un poco de vergüenza?
- Para nada, mujer, si parece que vamos de uniforme.
- Gin, que los pijamas son de color rosa y llevamos dibujitos de madalenas en las tetas, ¿uniforme de qué?
Bueno, vale que igual dábamos un poco el cante, pero para mí que nadie se dio cuenta de nada. Cuando llegábamos al trabajo nos cruzamos con las muchachas que iban en bata y pantuflas, las cuales lanzaron miradas apreciativas a nuestros pijamas. Mi compañero, en cambio, abrió tanto los ojos que si no hubiera sabido que los tiene pegados habría esperado verlos rodar por el suelo.
Cuando llegué a casa enseñé el pijama y conté la historia. A Héctor (que vino a casa pidiendo asilo por una temporada y se ha instalado en el cuarto de invitados) le impresionó poco. Claro que Héctor practica el pijamismo con desesperación y últimamente se ha aficionado a los pijamas de raso. De momento tiene dos, uno de color aguamarina que le regaló una amiga, y otro mío de color rosa con topitos blancos. Como están forraditos de franela por dentro le resultan muy calentitos así que los va alternando para asombro del cartero, que cada día le ve con un modelo diferente. Bruno, que lamentablemente está en esa edad en la que todo le resulta sumamente vergonzoso, dijo que antes muerto que salir en pijama. A Madagascar, en cambio, le brillaron los ojos cuando se enteró de que todavía quedaban dos días de promoción. Es que es una de sus tiendas preferidas.
La mañana siguiente bajé a información a recoger un paquete y vi entrar a Madagascar en pijama. “He venido a cambiarme aquí, que me voy a la Facultad y no quiero ir así”. Y detrás de ella las muchachas del día anterior, de nuevo en bata y pantuflas, que miraron a Madagascar de arriba abajo, cuchichearon algo, y se nos acercaron.
- Mira, chiqui, llevas un pijama muy bonito, pero te fallan los zapatos.
- ¿Qué?
- Que no se lleva pijama con zapatos. Ayer tu madre iba igual y no se lo dijimos porque pensamos que habían sido las prisas, pero que no, que no se llevan zapatos con el pijama, que lo sepas, que queda fatal.
Y qué quieren que les diga, pues que tienen razón.
Por ejemplo, la semana pasada una tienda de una conocida marca de ropa interior puso un cartelito de lo más provocador en el escaparate. Según el cartelito, si ibas a la tienda, te comprabas un pijama y salías con él a la calle, te hacían un descuento del 70% del precio. Cuando vimos el cartel mi amiga Paloma y yo bromeamos a cuenta de nuestros usuarios. A ver, es que últimamente nos viene gente muy rara; sin ir más lejos esa misma mañana habíamos visto a dos muchachas en bata y pantuflas haciendo cola en el mostrador de información. Así que hicimos bromas sobre si decirles que se pasaran por allí. Tres días duraba la promoción. Yo no suelo comprar en esas tiendas, básicamente porque no quepo en sus prendas, así que ni me lo planteé. Y no habría pasado nada si mi compañero de despacho no hubiera dicho las palabras mágicas: “no hay narices…” Miren que yo no soy nada competitiva ni entro al trapo en ningún desafío, y siempre me ha fascinado que Marty McFly montara los pollos que montaba simplemente porque le llamaran gallina, pero dado que me encantan los disfraces y me gusta provocar, fue como si mi compañero me lo hubiera puesto en bandeja.
Así que la mañana siguiente Paloma (que solamente es vergonzosa para bailar en público, por lo demás se apunta a un bombardeo) y yo nos plantamos en la tienda nada más abrir y nos pusimos a elegir pijamas. Cuando fuimos a pagar la dependienta nos miró atentamente.
- Tienen que salir con el pijama puesto para que les haga el 70% de descuento.
- Ajá.
- No pueden llevar el jersey encima del pijama. Y ya que estamos, la falda tampoco.
Volvimos al probador.
- No pueden dejarse las camisetas ni las camisas debajo del pijama.
- …
- No. El pantalón tampoco se lo pueden dejar debajo del pijama. Tienen que llevar el pijama tal cual.
- ¿Nos podemos dejar las bragas y el sujetador, al menos?
- Ja… ja… ja…
La dependienta debía tener una mala mañana. Pues no le quedaba ná, que solamente eran las 10 y estábamos a principios de semana. Pero como ése no era nuestro problema, nos metimos en el probador y salimos en pijama.
- Vale, así sí. Metan su ropa en esta bolsa y no se pongan el abrigo hasta que hayan llegado a la esquina.
- ¿Qué???
- Que la promoción dice que mientras estén a la vista desde la tienda tienen que ir en pijama. Pero se lo pueden poner cuando lleguen a la esquina y ya no las podamos ver.
Y salimos por Calle Larios en pijama.
- ¿No te da un poco de vergüenza?
- Para nada, mujer, si parece que vamos de uniforme.
- Gin, que los pijamas son de color rosa y llevamos dibujitos de madalenas en las tetas, ¿uniforme de qué?
Bueno, vale que igual dábamos un poco el cante, pero para mí que nadie se dio cuenta de nada. Cuando llegábamos al trabajo nos cruzamos con las muchachas que iban en bata y pantuflas, las cuales lanzaron miradas apreciativas a nuestros pijamas. Mi compañero, en cambio, abrió tanto los ojos que si no hubiera sabido que los tiene pegados habría esperado verlos rodar por el suelo.
Cuando llegué a casa enseñé el pijama y conté la historia. A Héctor (que vino a casa pidiendo asilo por una temporada y se ha instalado en el cuarto de invitados) le impresionó poco. Claro que Héctor practica el pijamismo con desesperación y últimamente se ha aficionado a los pijamas de raso. De momento tiene dos, uno de color aguamarina que le regaló una amiga, y otro mío de color rosa con topitos blancos. Como están forraditos de franela por dentro le resultan muy calentitos así que los va alternando para asombro del cartero, que cada día le ve con un modelo diferente. Bruno, que lamentablemente está en esa edad en la que todo le resulta sumamente vergonzoso, dijo que antes muerto que salir en pijama. A Madagascar, en cambio, le brillaron los ojos cuando se enteró de que todavía quedaban dos días de promoción. Es que es una de sus tiendas preferidas.
La mañana siguiente bajé a información a recoger un paquete y vi entrar a Madagascar en pijama. “He venido a cambiarme aquí, que me voy a la Facultad y no quiero ir así”. Y detrás de ella las muchachas del día anterior, de nuevo en bata y pantuflas, que miraron a Madagascar de arriba abajo, cuchichearon algo, y se nos acercaron.
- Mira, chiqui, llevas un pijama muy bonito, pero te fallan los zapatos.
- ¿Qué?
- Que no se lleva pijama con zapatos. Ayer tu madre iba igual y no se lo dijimos porque pensamos que habían sido las prisas, pero que no, que no se llevan zapatos con el pijama, que lo sepas, que queda fatal.
Y qué quieren que les diga, pues que tienen razón.
domingo, 18 de enero de 2015
Boicot
Durante unos meses de mi infancia estuve yendo al comedor escolar. Ya, ya sé que suena como si quisiera que ahora todos gritaran “Te queremos, Gin”, pero no, déjenlo. Al principio recibí la noticia de lo del comedor con un punto de desagrado porque siempre he tenido un sentido del olfato muy desarrollado y no soportaba los olores que salían de las cocinas y del comedor del colegio. Me sigue pasando, eh, no me gustan nada los olores a cocinas y comedores comunitarios, tipo hotel, residencia, colegio, etc. Y de las personas ni hablemos, que vaya trayectos torturantes me dan en el autobús. Soy muy mía yo para los olores. Pero a pesar del desagrado comprendí perfectamente que mi madre estuviera hasta el pichi de hacer viajes de casa al colegio y del colegio a casa, que vivíamos lejos y ni siquiera hacíamos los trayectos en autobús sino en camioneta, la P13 (Camioneta Periférica 13). La verdad es que se llamaba camioneta porque unía dos barriadas diferentes, pero era exactamente igual que un autobús, que solamente cambiaban el color y el nombre. Yo creo que lo hacían para ver si remarcándonos que vivíamos en el culo del mundo (lo habrán deducido ustedes por lo de “periférica”) nos desanimábamos, abandonábamos nuestros afanes viajeros, y nos quedábamos en nuestro barrio sin obligar al Ayuntamiento a tener que arreglar las carreteras, que eran una porquería y se inundaban cada vez que llovía un poco. A los pequeños eso nos daba igual, a nosotros lo único que nos importaba era que nuestra camioneta no fuera la P2, que nos daba mucha risa y sí que nos habría parecido tela de humillante. Seguro que a más de uno que ha leído esto se le ha escapado un “jejeje” tontorrón. Mi madre era una madre de las de entonces, y su trabajo era ocuparse de su casa y sus hijas, así que se chupaba diariamente cuatro viajes en la P13 cargada de niños porque venían con nosotras tres hermanos, amigos y casi vecinos nuestros. Dado que llevar a cinco niños pequeños por la calle es casi tan difícil como pastorear una manada de pavos, y que teníamos jornada escolar partida con sus actividades extraescolares y todo, mis padres tomaron la decisión de apuntarnos al comedor del colegio. Aquélla fue toda una experiencia. Positiva, eh, que a mí el comedor me gustó bastante, y lamenté que nos quitaran pero parece ser que surgió un dilema como de vida o muerte porque o nos sacaban del comedor o mi hermana se moría por no comer. Anda que no lloró mi hermana; días y noches estuvo llorando, sin comer, sin dormir, venga a echar lágrimas y mocos, así que puestos a elegir mis padres (no sé por qué) escogieron sacarnos del comedor con lo que volvimos a la trashumancia diaria aunque esta vez motorizados, que mi madre se compró un 600 y ahí que íbamos los cinco niños apretujaditos en el asiento trasero y sujetando sobre las piernas de todos un cestillo en el que iba mi hermana pequeña, que era un bebé. Ay, aquello sí que era divertido.
Mi experiencia de comedor escolar fue, pues, bastante efímera, pero satisfactoria. Vale, había cosas que era olerlas y ponérseme los vellos como escarpias del asco que me daban (no daré muchos datos por si es un plato que a alguno de ustedes le disloca, solamente diré tiene tres palabras, que empieza por “guisadillo de” y termina con “patatas”) pero también probé cosas que nunca antes había comido y que me encantaron, como el membrillo y los espaguetti. El membrillo de dislocó desde el principio, pero lo de los espaguetti fue un shock. ¿Cómo podía ser que mi madre nos hubiera ocultado que existían esas cosas tan ricas? A los pocos días había hecho una encuesta y había descubierto que no era cosa de mi madre, sino de todas las madres: ninguna madre preparaba espaguetti. Y además cuando les preguntabas por qué no los ponían todas torcían el morro. Debe ser que para que te dieran el carnet de madre tenías que cumplir una serie de requisitos, como cardarte el pelo de forma inverosímil, y negarte a cocinar cualquier tipo de pasta que no fueran macarrones con tomate y chorizo. Y ojo, que a mí aquellos macarrones me encantaban. De hecho llevo dos años intentando que mi madre me los haga y nada. No quiero contar lo que pasó hace dos años por no hacer sangre (a mí misma, que todavía me retuerzo de rabia cuando lo recuerdo), pero lo de este año ha sido espectacular.
Ocurrió el día antes de mi cumpleaños. Estaba yo en la cocina tan tranquila, como Antonio Molina, preparando arroz con habichuelas para mi cuñado, cuando ví unas chispitas anaranjadas superbonitas bailoteando en la rejilla de la campana extractora.
- No quiero alarmar a nadie, pero creo que la campana extractora está en llamas.
A ver, no había llamas de verdad, que ya digo que eran solamente unas chispitas (qué bonitas, qué bonitas) retozonas, pero fue la mejor manera de asegurarme de que tooooda la familia se arremolinara en torno a los fuegos. Me arrepentí un poco, eh, que en dos segundos allá que estaban todos metiendo la cabeza bajo la campana extractora y estorbándome cantidad, que entre que todos querían verlas y algunos (no quiero acusar a nadie pero fue mi madre) intentaban apagar las chispas con un trapo de cocina, yo veía difícil el futuro de mi arroz con habichuelas. Claro que cuando aparecieron llamas de verdad y empezó a salir un humo más negro que el alma de Voldemort, todos sacaron la cabeza de allí y empezaron a proponer soluciones a cual más desquiciada hasta que mi madre y mi hermana B2 optaron por dos soluciones de forma simultánea: mi hermana llamó a los bomberos y mi madre recordó que había un extintor en la escalera. Dicho y hecho, mi padre descolgó el extintor y se lo pasó a mi cuñado, quien tardó medio segundo en depositarlo en las manos de mi hermana, que acaparó extintor y bomberos mientras me recriminaba que yo siguiera pendiente del arroz con habichuelas. Se puso tan nerviosa que nos hablaba a la vez al bombero que estaba al teléfono y a mí, y llegó un punto en el que no sabíamos quién de los dos tenía que mandar una dotación y quién tenía que meterse la cazuela de arroz con habichuelas en el culo, aunque era fácil deducirlo. Al final, y como el bombero le estorbaba, me lo tiró a las manos y se dedicó a escupir espuma con el extintor como una loca. Claro, las llamas duraron nada y menos, y a cambio la cocina se llenó de un humo oscuro que no había manera de ver nada. Y mientras ahí seguía el bombero, pegadito a mi oreja, gritándome que no me preocupara, que ya iba una dotación para allá.
Y en ésas andábamos, intentando que los bomberos se enteraran de que ya no hacían nada de falta, cuando llegaron dos policías a ver qué pasaba. Resultó que uno de los policías conocía a un bombero porque habían estudiado juntos cuando eran chicos así que nos contó que el bombero llevaba la profesión en la sangre, que ya desde muy chiquitillo sabía que quería ser bombero, y que era más bueno que nada. También nos contó que se había casado y que tenía una niña muy chica. Y habría seguido contándonos todos los cotilleos del barrio si el otro no le hubiera recordado que tenían que llamar al SAMUR para que nos echara un vistazo, así que cortó y cogió el teléfono.
-… sí, sí, son cinco personas, sí… no, niños no, pero hay dos personas de edad…
Fue escuchar lo de “dos personas de edad” y mi madre, que estaba acurrucadita en un rincón de la escalera pensando en sus cosas, abrió los ojos como un búho. Como un búho enfadadísimo, añado.
- ¿De edad? ¿Yo una persona de edad? ¿DE EDAD?????
El pobre policía no sabía dónde meterse y empezó a mascullar algo sobre el protocolo mientras buscaba con la mirada a su compañero, pero éste también tenía un problema porque mi padre había desaparecido.
- Yo creo que está en la casa.
- Pero ¿cómo que en la casa? ¿cómo que en la casa? En la casa no puede haber nadie, que no hay oxígeno. ¿Qué hace ese señor en la casa?
Y sí, estaba en la casa preguntándole a un bombero totalmente atónito si le necesitaban para algo o qué.
- Emmm… mire usted, estamos aquí seis bomberos y dos policías, yo creo que no hace usted falta para nada.
- Bueno, bueno, como quieran. Si me necesitan estoy abajo.
Luego hubo que explicarles a los bomberos que es que mi padre es del mismo Bilbao, y ahí estuvimos el resto de la tarde todos haciendo bromas sobre la señora de edad y el señor de Bilbao. Y como estábamos poco entretenidos, llegó una dotación del SAMUR dispuestos a medirnos el dióxido de carbono que tuviéramos dentro. Bueno, yo he dicho dióxido de carbono pero a saber qué querían medirnos, que yo de química ando fatal, a mí me dicen que me quieren medir el perbutónido antracítico de niostato y les digo que vale. Y ya saben eso de que el hombre propone y Dios dispone. Los de SAMUR estaban dispuestos pero se quedaron con las ganas porque el aparato medidor estaba roto así que ni cortos ni perezosos llamaron a otra dotación. En menos de diez minutos teníamos la sala como el camarote de los Hermanos Marx: los cinco de la familia, dos policías, seis bomberos, y los ocho miembros de SAMUR. A mis padres les midieron (lo que fuera) y les mandaron ponerse unas mascarillas conectadas a unas bombonas de oxígeno. Luego me tocó el turno a mí.
- ¿Dónde estaba usted cuando se ha originado el incendio?
- En la cocina, cocinando, pero yo no he sido.
- ¿Y después?
Aquello parecía un interrogatorio del FBI. Yo me debatía entre confesar quejumbrosamente “pos vale, guilty” o seguir diciendo la verdad.
- He seguido cocinando.
“Ajá”, murmuró. Levantó una ceja, y yo hice lo propio, a ver si se iba a creer que solamente sabía hacerlo él, con lo que se quedó un momento descolocado, pero reaccionó enseguida e hizo una pregunta más.
- ¿Ha inhalado el humo?
- Pues mire, fijo que sí porque yo he inhalado todo lo que había en el aire, que a día de hoy no sé discriminar los gases con la nariz.
- Pues hala, maja: bombona.
Total, que entre unas cosas y otras llegó mi cumpleaños y en vez de macarrones con tomate y chorizo nos tuvimos que apañar con unas pizzas. Miedo me da pensar en qué impedirá que en mi próximo cumpleaños comamos macarrones, porque va a ser difícil superar esto. Igual nos abducen los extraterrestres o algo.
Mi experiencia de comedor escolar fue, pues, bastante efímera, pero satisfactoria. Vale, había cosas que era olerlas y ponérseme los vellos como escarpias del asco que me daban (no daré muchos datos por si es un plato que a alguno de ustedes le disloca, solamente diré tiene tres palabras, que empieza por “guisadillo de” y termina con “patatas”) pero también probé cosas que nunca antes había comido y que me encantaron, como el membrillo y los espaguetti. El membrillo de dislocó desde el principio, pero lo de los espaguetti fue un shock. ¿Cómo podía ser que mi madre nos hubiera ocultado que existían esas cosas tan ricas? A los pocos días había hecho una encuesta y había descubierto que no era cosa de mi madre, sino de todas las madres: ninguna madre preparaba espaguetti. Y además cuando les preguntabas por qué no los ponían todas torcían el morro. Debe ser que para que te dieran el carnet de madre tenías que cumplir una serie de requisitos, como cardarte el pelo de forma inverosímil, y negarte a cocinar cualquier tipo de pasta que no fueran macarrones con tomate y chorizo. Y ojo, que a mí aquellos macarrones me encantaban. De hecho llevo dos años intentando que mi madre me los haga y nada. No quiero contar lo que pasó hace dos años por no hacer sangre (a mí misma, que todavía me retuerzo de rabia cuando lo recuerdo), pero lo de este año ha sido espectacular.
Ocurrió el día antes de mi cumpleaños. Estaba yo en la cocina tan tranquila, como Antonio Molina, preparando arroz con habichuelas para mi cuñado, cuando ví unas chispitas anaranjadas superbonitas bailoteando en la rejilla de la campana extractora.
- No quiero alarmar a nadie, pero creo que la campana extractora está en llamas.
A ver, no había llamas de verdad, que ya digo que eran solamente unas chispitas (qué bonitas, qué bonitas) retozonas, pero fue la mejor manera de asegurarme de que tooooda la familia se arremolinara en torno a los fuegos. Me arrepentí un poco, eh, que en dos segundos allá que estaban todos metiendo la cabeza bajo la campana extractora y estorbándome cantidad, que entre que todos querían verlas y algunos (no quiero acusar a nadie pero fue mi madre) intentaban apagar las chispas con un trapo de cocina, yo veía difícil el futuro de mi arroz con habichuelas. Claro que cuando aparecieron llamas de verdad y empezó a salir un humo más negro que el alma de Voldemort, todos sacaron la cabeza de allí y empezaron a proponer soluciones a cual más desquiciada hasta que mi madre y mi hermana B2 optaron por dos soluciones de forma simultánea: mi hermana llamó a los bomberos y mi madre recordó que había un extintor en la escalera. Dicho y hecho, mi padre descolgó el extintor y se lo pasó a mi cuñado, quien tardó medio segundo en depositarlo en las manos de mi hermana, que acaparó extintor y bomberos mientras me recriminaba que yo siguiera pendiente del arroz con habichuelas. Se puso tan nerviosa que nos hablaba a la vez al bombero que estaba al teléfono y a mí, y llegó un punto en el que no sabíamos quién de los dos tenía que mandar una dotación y quién tenía que meterse la cazuela de arroz con habichuelas en el culo, aunque era fácil deducirlo. Al final, y como el bombero le estorbaba, me lo tiró a las manos y se dedicó a escupir espuma con el extintor como una loca. Claro, las llamas duraron nada y menos, y a cambio la cocina se llenó de un humo oscuro que no había manera de ver nada. Y mientras ahí seguía el bombero, pegadito a mi oreja, gritándome que no me preocupara, que ya iba una dotación para allá.
Y en ésas andábamos, intentando que los bomberos se enteraran de que ya no hacían nada de falta, cuando llegaron dos policías a ver qué pasaba. Resultó que uno de los policías conocía a un bombero porque habían estudiado juntos cuando eran chicos así que nos contó que el bombero llevaba la profesión en la sangre, que ya desde muy chiquitillo sabía que quería ser bombero, y que era más bueno que nada. También nos contó que se había casado y que tenía una niña muy chica. Y habría seguido contándonos todos los cotilleos del barrio si el otro no le hubiera recordado que tenían que llamar al SAMUR para que nos echara un vistazo, así que cortó y cogió el teléfono.
-… sí, sí, son cinco personas, sí… no, niños no, pero hay dos personas de edad…
Fue escuchar lo de “dos personas de edad” y mi madre, que estaba acurrucadita en un rincón de la escalera pensando en sus cosas, abrió los ojos como un búho. Como un búho enfadadísimo, añado.
- ¿De edad? ¿Yo una persona de edad? ¿DE EDAD?????
El pobre policía no sabía dónde meterse y empezó a mascullar algo sobre el protocolo mientras buscaba con la mirada a su compañero, pero éste también tenía un problema porque mi padre había desaparecido.
- Yo creo que está en la casa.
- Pero ¿cómo que en la casa? ¿cómo que en la casa? En la casa no puede haber nadie, que no hay oxígeno. ¿Qué hace ese señor en la casa?
Y sí, estaba en la casa preguntándole a un bombero totalmente atónito si le necesitaban para algo o qué.
- Emmm… mire usted, estamos aquí seis bomberos y dos policías, yo creo que no hace usted falta para nada.
- Bueno, bueno, como quieran. Si me necesitan estoy abajo.
Luego hubo que explicarles a los bomberos que es que mi padre es del mismo Bilbao, y ahí estuvimos el resto de la tarde todos haciendo bromas sobre la señora de edad y el señor de Bilbao. Y como estábamos poco entretenidos, llegó una dotación del SAMUR dispuestos a medirnos el dióxido de carbono que tuviéramos dentro. Bueno, yo he dicho dióxido de carbono pero a saber qué querían medirnos, que yo de química ando fatal, a mí me dicen que me quieren medir el perbutónido antracítico de niostato y les digo que vale. Y ya saben eso de que el hombre propone y Dios dispone. Los de SAMUR estaban dispuestos pero se quedaron con las ganas porque el aparato medidor estaba roto así que ni cortos ni perezosos llamaron a otra dotación. En menos de diez minutos teníamos la sala como el camarote de los Hermanos Marx: los cinco de la familia, dos policías, seis bomberos, y los ocho miembros de SAMUR. A mis padres les midieron (lo que fuera) y les mandaron ponerse unas mascarillas conectadas a unas bombonas de oxígeno. Luego me tocó el turno a mí.
- ¿Dónde estaba usted cuando se ha originado el incendio?
- En la cocina, cocinando, pero yo no he sido.
- ¿Y después?
Aquello parecía un interrogatorio del FBI. Yo me debatía entre confesar quejumbrosamente “pos vale, guilty” o seguir diciendo la verdad.
- He seguido cocinando.
“Ajá”, murmuró. Levantó una ceja, y yo hice lo propio, a ver si se iba a creer que solamente sabía hacerlo él, con lo que se quedó un momento descolocado, pero reaccionó enseguida e hizo una pregunta más.
- ¿Ha inhalado el humo?
- Pues mire, fijo que sí porque yo he inhalado todo lo que había en el aire, que a día de hoy no sé discriminar los gases con la nariz.
- Pues hala, maja: bombona.
Total, que entre unas cosas y otras llegó mi cumpleaños y en vez de macarrones con tomate y chorizo nos tuvimos que apañar con unas pizzas. Miedo me da pensar en qué impedirá que en mi próximo cumpleaños comamos macarrones, porque va a ser difícil superar esto. Igual nos abducen los extraterrestres o algo.
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