domingo, 25 de enero de 2015

Pijamismo

Hace dos días mi compañero de despacho estaba buscando lo que él llamó un “sotocasco”, y cuando me lo describió yo le enseñé lo que eran los verdugos. No los ministros de justicia que ejecutan las penas de muerte y en lo antiguo ejecutaban otras corporales como la de los azotes o el tormento. No, yo me refiero a la acepción nº 11 del DRAE, a saber: “gorro de lana que ciñe cabeza y cuello, dejando descubiertos los ojos, la nariz, y la boca”. O sea, los verduguitos que acompañaron todos los inviernos de mi infancia. Que era llegar noviembre y mi madre me encasquetaba el verdugo azul y no me lo quitaba hasta primavera, que parecía que me habían florecido los rizos de pronto. Ese gorrito fue como una segunda piel sobre mi cabeza, una segunda piel de lana azul que si te estaba un poco chico te apretujaba hasta el cerebro y al quitártelo se te quedaba una marca en la carita formando un óvalo rojo. El verdugo fue el gorrito de mi infancia. Y de la de mis amigos también. Había que ver el patio del colegio, que parecía que habían soltado una manada de alfiles azules. Es curioso, el verdugo era lo único que no estaba incluido en el uniforme pero todas las madres nos ponían uno, como si les supiera mal que la cabeza pudiera diferenciarnos de los demás niños. Todos iguales, de la cabeza a los pies. La verdad es que eso de ir todos iguales no me importaba nada. El uniforme escolar me resultaba de lo más cómodo. Luego, en el instituto, fue curioso porque no había uniforme pero la mayoría de la gente se vestía igual. Una vez leí que durante la adolescencia hay dos tendencias: mimetizarte para integrarte en el grupo, o remarcar tu individualidad para proclamarte ajeno a él. Yo reconozco que siempre he sido de los segundos y he practicado el “amibolismo” a nivel olímpico y en todas sus modalidades, incluyendo, por supuesto, la ropa, para desesperación de mi madre y desconcierto y no poco regocijo de mucha gente. Claro, ya habrán llegado ustedes a la conclusión de que no soy marquista. Incluso tuve una época en la que no solamente no era marquista sino que era antimarquista y me negaba sistemáticamente a llevar cualquier prenda que fuera de alguna marca que estuviera más o menos de moda. Vale que no caí en el feísmo, que era otra de las tendencias de la época, pero durante un tiempo sí milité activamente en el antimarquismo. Y aunque se me ha apaciguado un poco, sigo despreciando llevar una cosa de marca simplemente porque es de marca. Ya, qué quieren, es una pose como cualquier otra. Pero no crean, eh, que esa pose me la quito y me la pongo cuando quiero y no me deja marca ni ná, no es como los verdugos de cuando era chica.

Por ejemplo, la semana pasada una tienda de una conocida marca de ropa interior puso un cartelito de lo más provocador en el escaparate. Según el cartelito, si ibas a la tienda, te comprabas un pijama y salías con él a la calle, te hacían un descuento del 70% del precio. Cuando vimos el cartel mi amiga Paloma y yo bromeamos a cuenta de nuestros usuarios. A ver, es que últimamente nos viene gente muy rara; sin ir más lejos esa misma mañana habíamos visto a dos muchachas en bata y pantuflas haciendo cola en el mostrador de información. Así que hicimos bromas sobre si decirles que se pasaran por allí. Tres días duraba la promoción. Yo no suelo comprar en esas tiendas, básicamente porque no quepo en sus prendas, así que ni me lo planteé. Y no habría pasado nada si mi compañero de despacho no hubiera dicho las palabras mágicas: “no hay narices…” Miren que yo no soy nada competitiva ni entro al trapo en ningún desafío, y siempre me ha fascinado que Marty McFly montara los pollos que montaba simplemente porque le llamaran gallina, pero dado que me encantan los disfraces y me gusta provocar, fue como si mi compañero me lo hubiera puesto en bandeja.
Así que la mañana siguiente Paloma (que solamente es vergonzosa para bailar en público, por lo demás se apunta a un bombardeo) y yo nos plantamos en la tienda nada más abrir y nos pusimos a elegir pijamas. Cuando fuimos a pagar la dependienta nos miró atentamente.

- Tienen que salir con el pijama puesto para que les haga el 70% de descuento.
- Ajá.
- No pueden llevar el jersey encima del pijama. Y ya que estamos, la falda tampoco.

Volvimos al probador.

- No pueden dejarse las camisetas ni las camisas debajo del pijama.
- …
- No. El pantalón tampoco se lo pueden dejar debajo del pijama. Tienen que llevar el pijama tal cual.
- ¿Nos podemos dejar las bragas y el sujetador, al menos?
- Ja… ja… ja…

La dependienta debía tener una mala mañana. Pues no le quedaba ná, que solamente eran las 10 y estábamos a principios de semana. Pero como ése no era nuestro problema, nos metimos en el probador y salimos en pijama.

- Vale, así sí. Metan su ropa en esta bolsa y no se pongan el abrigo hasta que hayan llegado a la esquina.
- ¿Qué???
- Que la promoción dice que mientras estén a la vista desde la tienda tienen que ir en pijama. Pero se lo pueden poner cuando lleguen a la esquina y ya no las podamos ver.

Y salimos por Calle Larios en pijama.

- ¿No te da un poco de vergüenza?
- Para nada, mujer, si parece que vamos de uniforme.
- Gin, que los pijamas son de color rosa y llevamos dibujitos de madalenas en las tetas, ¿uniforme de qué?

Bueno, vale que igual dábamos un poco el cante, pero para mí que nadie se dio cuenta de nada. Cuando llegábamos al trabajo nos cruzamos con las muchachas que iban en bata y pantuflas, las cuales lanzaron miradas apreciativas a nuestros pijamas. Mi compañero, en cambio, abrió tanto los ojos que si no hubiera sabido que los tiene pegados habría esperado verlos rodar por el suelo.

Cuando llegué a casa enseñé el pijama y conté la historia. A Héctor (que vino a casa pidiendo asilo por una temporada y se ha instalado en el cuarto de invitados) le impresionó poco. Claro que Héctor practica el pijamismo con desesperación y últimamente se ha aficionado a los pijamas de raso. De momento tiene dos, uno de color aguamarina que le regaló una amiga, y otro mío de color rosa con topitos blancos. Como están forraditos de franela por dentro le resultan muy calentitos así que los va alternando para asombro del cartero, que cada día le ve con un modelo diferente. Bruno, que lamentablemente está en esa edad en la que todo le resulta sumamente vergonzoso, dijo que antes muerto que salir en pijama. A Madagascar, en cambio, le brillaron los ojos cuando se enteró de que todavía quedaban dos días de promoción. Es que es una de sus tiendas preferidas.

La mañana siguiente bajé a información a recoger un paquete y vi entrar a Madagascar en pijama. “He venido a cambiarme aquí, que me voy a la Facultad y no quiero ir así”. Y detrás de ella las muchachas del día anterior, de nuevo en bata y pantuflas, que miraron a Madagascar de arriba abajo, cuchichearon algo, y se nos acercaron.

- Mira, chiqui, llevas un pijama muy bonito, pero te fallan los zapatos.
- ¿Qué?
- Que no se lleva pijama con zapatos. Ayer tu madre iba igual y no se lo dijimos porque pensamos que habían sido las prisas, pero que no, que no se llevan zapatos con el pijama, que lo sepas, que queda fatal.

Y qué quieren que les diga, pues que tienen razón.

5 comentarios:

Carmen Neke dijo...

Pues muy mal que la dependienta de la tienda no os hiciera llevar zapatillas a juego. Qué poco ojo para los detalles.

núria dijo...

Y los camisones entran en la oferta? Es que hace años que no uso pijama, me pican las piernas.

si, bwana dijo...

Supongo que esa calle Larios es la de Málaga, lo que me hace suponer que ir en pijama por allí no es demasiado inconveniente por la bondad del clima. Una promoción de ese tipo en Madrid, por ejemplo, sería un fracaso.

Ginebra dijo...

Neke:

Es que no están en ná.

Núria:

Toda toda la ropita para dormir.

Bwana:

Sí, aquí se puede ir en pijama tranquilamente. Sin ir más lejos hoy, 28 de enero, hemos tomado el sol en camiseta tan ricamente.

Anónimo dijo...

Uy qué pena, se ha acabado la promoción