lunes, 27 de abril de 2009

Atenas

Domingo. Hemos llegado temprano, antes de que abrieran los comercios, y hemos desayunado en una terraza desde la que se ve toda la plaza. Me gusta el café griego. Tenemos tiempo y la mañana ya es preciosa a estas horas así que le digo a Yannis que pida unos dulces y el camarero trae una bandeja con varios platitos: buñuelos bañados en almíbar, dulces de almendra y miel, y pastas de vainilla con forma de lacitos. Yannis, que toma el café muy fuerte y sin azúcar, elige los dulces más empalagosos, los que rezuman miel y almíbar. Yo, en cambio, que tomo el café cargado pero dulce, prefiero los lacitos.

Comemos perezosamente mientras los tenderos abren y se preparan para el ajetreo del domingo, hoy mayor de lo normal porque además es fiesta y estamos en verano, en plena temporada turística. Poco a poco comienzan a llegar los visitantes. Los turistas son los más madrugadores. No vienen buscando nada concreto, simplemente vienen a ver el ambiente. Deambulan por las calles un tanto desorientados y hacen fotos sin parar. Los atenienses se dejan caer por aquí más tarde, cuando nosotros hemos terminado de desayunar. Vienen sin prisas y normalmente saben lo que quieren y dónde pueden encontrarlo. Poco a poco las calles de los alrededores se van llenando hasta convertirse en un hormiguero gigante. Decidimos convertirnos en parte de la riada humana y tardamos casi veinte minutos en recorrer veinte metros. Yannis ha venido aquí casi cada domingo desde que nació, conoce cada tienda y a veces incluso a los vendedores, y está disfrutando. Me enseña sus tiendas preferidas, casi todas de antigüedades y algunas indefinibles, de objetos curiosos, y en una de ellas compramos juguetes de madera y una colección de cromos de animales que salían en los chicles. Cuando salimos de nuevo ya es mediodía y el sol pica. Compramos agua fría y nos sentamos a beberla a la sombra de un toldillo. A unos diez metros se forma un revuelo: a una pareja de ingleses les han robado las carteras que llevaban en las mochilas. Yannis me mira, yo estoy tan tranquila, llevo el bolso bien cerrado y cruzado a la altura del estómago. Terminamos de beber y le invito a seguir recorriendo las calles. Se sorprende. “¿No estás cansada? ¿No te agobia tanta gente?” Yo sonrío y le digo que cuando venga a Madrid le llevaré al Rastro.

martes, 14 de abril de 2009

Casualidades y destino

Las relaciones son como las cerezas: tiras de una y esa una está enganchada con otra, y ésa con otra, y así hasta el infinito y más allá, o más modestamente hasta que se termina el cartucho de fruta. Conocí a los casuálidos y a los destinélidos gracias a Juan. A Juan le conocí gracias a Esceptico. Me gustaban mucho los dos. Esceptico tenía un aura de canallita y un toque de cinismo cáustico que resultaba muy atractivo, y Juan era tierno como un donut de azúcar del día, pero para llegar a él había que sobrepasar a Esceptico. Además los dos eran inteligentes y divertidos, y compartían un físico arrebatador (cosa más bonita de hombre, pordió) así que era fácil dejarse encantar por ellos (aprovecho para saludarle y mandarle besos si es que se pasa por aquí en algún momento). Durante un tiempo Juan y yo dedicamos muchas conversaciones a los casuálidos y a los destinélidos. Intentábamos decidir cuáles nos resultaban más antipáticos, cuáles tenían peores intenciones, cuáles nos gobernaban mejor. Cualquiera que me conozca sabe que tengo serios problemas a la hora de elegir lo que sea (lo cual resulta práctico porque tiendo a ser resolutiva; total, como sé que es inútil destinar más de diez minutos a pensar qué prefiero porque le dedique el tiempo que le dedique voy a ser incapaz de decidir, elijo lo primero que me vale, se trate de lo que se trate) así que las conversaciones resultaban placenteramente eternas. Finalmente, casi sin darnos cuenta, llegamos a la conclusión de que los dos preferíamos a los casuálidos, y que los destinélidos nos gustaban más bien poco. Yo siempre he visualizado a los destinélidos como gusanorros gordotes y más bien lacios, babosos, y lentos, de esos bichos que avanzan a medio centímetro por día y ya les parece que van a velocidad de vértigo. En cambio los casuálidos se me aparecen como bichitos movidos, juguetones, divertidos, y rápidos. E hijosdeputa, o si no a ver cómo llaman ustedes a los causantes de que no funcionen los ascensores justo cuando tienes una entrevista con alguien en el piso 12, o de que llueva justo cuando acabas de pagar 55 eurazos en la peluquería y te han dejado el pelo liso como a una china. (Esto último, que es una cosilla que les puede dar risa, es una putada total; yo tengo amigas que han llegado a pasar la tarde en la peluquería amenazando incluso con dormir allí, y yo una vez me envolví la cabeza en una bolsa del Mercadona para ir a trabajar porque se me había olvidado el paraguas y mis pelos son como los gremlins, que en cuanto se mojan se convierten en algo inmanejable y dotado de una extraña obsesión por enroscarse en forma de caracoles.) Y he puesto estos ejemplos por referirme a cosillas tontas, que hay enredos de los casuálidos que mejor no meneallos.

Comida familiar. Mientras el resto del país maldecía en arameo porque se le estaban aguando las vacaciones, los pringaos que se habían quedado en casa disfrutaban del consuelo que suponía el espléndido sol que lucía sobre aquel pueblecito de la costa haciendo honor a su nombre de Costa del Sol (a ver, esto es para que se ubiquen los despistados, que luego se creen que andamos por Ponferrada o así y no entienden nada, y me mandan unos correos rarísimos pidiendo explicaciones geográficas). La familia se había preparado para disfrutar de una comida tradicional, de ésas cuya receta se transmite de generación en generación y se prepara en una olla de hierro que perteneció a la tataratataratataratatarabuela de alguien y que horroriza a la dueña de la casa porque pesa tanto que cualquier día rompe la cocina por la mitad. En fin, que había un arroz con habichuelas al fuego digno de los más floridos gorgoritos de Antonio Molina. El cocinero se mantenía en pie a duras penas porque dos días antes había sufrido un derrame sinovial (espero que se escriba así y que no tenga que venir Siberia a tirarme de las orejas) en una rodilla, fruto de haberse pateado la ciudad como un jovenzuelo cualquiera para enseñar las procesiones a un grupo de holandesas mollares, que los hay que no se enteran de que ya no están para esos trotes. Afortunadamente la visita al centro hospitalario se había saldado de forma relativamente rápida y limpia, y esta vez no se había desmayado como en la primera ocasión (hay que reconocer que eso de que el médico te diga que hay que rajar, separar la carne, y rebañar todas las adherencias del hueso para luego volver a recolocar la carne es un tanto espeluznante) sino que había aguantado como un legionario (qué quieren es lo que tiene la Semana Santa aquí). La ayudante del cocinero se había puesto ropas y zapatos cómodos y se encontraba tan ricamente sentada mientras escuchaba a la niña mayor contar cómo su compañero de la banda de música había confundido el título de una pieza y estuvo un rato buscando como loco la partitura “Fistro de Laponia” hasta que le dijeron que el título correcto era “Cristo de la agonía”; y la encontró, claro. La abuela descansaba al sol y los demás niños se empeñaban en torturar a la gata componiendo una idílica estampa primaveral. Mientras, la hermana del cocinero se dirigió al fondo del jardín y se sentó en el columpio ignorando olímpicamente el hecho de que una de las cuerdas estuviera rota. El batacazo fue de órdago a la grande. Y los aullidos, cosa digna de una scary movie.

- Venga, venga, no seas escandalosa, que no es nada.

Esto último lo dijo el cocinero cojo, quien dos días antes había vuelto loca a la familia con sus quejidos y lamentos, pero en fin. Yo miré a mi cuñada, y me pareció que tener el hombro descolgado casi hasta el sobaco sí era algo, y que la mujer tenía motivos más que sobrados para quejarse.

- Yo creo que lo mejor es llevarla a urgencias- dijo una voz que juraría que no era la mía pero que se le parecía sospechosamente.
- Tienes razón, Gin, llévala cuanto antes.
- Emmmm…. ¿¿¿yo???

Teniendo en cuenta que los demás eran una anciana, tres niños, y un lesionado, la pregunta era absurda a más no poder, claro, ahí reconozco que intenté ganar algo de tiempo mientras buscaba una escapatoria imposible. Total, que cogí las llaves, farfullé algo ininteligible, metí en el coche a la masa de lamentos en que se había convertido mi cuñada, y tiré para el hospital comarcal para no repetir hospital.

Casi mejor dejo para otra ocasión contarles el entretenimiento que fueron las cuatro horas de espera hasta que recolocaron el hombro a mi cuñada (ay, me lo pasé estupendamente, se lo aseguro, todavía me acuerdo y me río yo sola) y pudimos poner rumbo a casa esperando que JB hubiera utilizado arroz de ése que no se pasa y pudiéramos comer arroz con habichuelas en lugar de pegote con habichuelas incrustadas.

Y lo había usado. Y nos habían guardado un par de platos. Nos sentamos y JB se dispuso a servirnos. Cuando terminó cogió una silla y se sentó, pero directamente en el suelo porque la silla se rompió y JB se dio tal costalada contra el suelo del jardín que creo que aplastó media docena de casuálidos.

lunes, 6 de abril de 2009

Convivencia (una historia real)

Por las noches oía voces. Se acostaba y escuchaba a lo lejos voces extrañas que hablaban principalmente de fútbol. A él no le dijo nada; llevaban pocos días viviendo juntos y no quería que la tomara por loca. Esperó un tiempo pero aquello no cesaba. Era poner la cabeza en la almohada y oir aquellos sonidos diabólicos. Asustada, fue al médico y le mandaron todo tipo de pruebas. La noche antes de ir al hospital metió el brazo bajo la almohada y encontró unos auriculares. Le miró y recordó que él había dicho que le gustaba dormir escuchando la radio.

miércoles, 1 de abril de 2009

Ghost: el autobús fantasma

Seguro que todos ustedes recuerdan aquella película de los Monty Phyton “El sentido de la vida”, en la que unos peces con carita de señor se paseaban por la pecera saludándose muy serios (good morning... good morning) a cada segundo por aquello de que a los peces se les olvida todo a los tres segundos. Bueno, pues mi memoria funciona de forma parecida. No con todo, claro, eso faltaría, pero sí con muchas cosas. Por ejemplo, los chistes en general, y los de Lepe en particular. Ay, para eso soy muy agradecida. Me cuentan un chiste de leperos y puedo hasta llorar de risa, y si me lo cuentan pasadas unas horas vuelvo a reirme otra vez igual. Otra: soy incapaz de recordar citas. Recuerdo una película que me pareció una estupidez total, digna de todo olvido (y no hay nada que hacer, esa película la sigo recordando, es triste esto) en la que una pareja de adolescentes creciditos se lanzaba mutuamente citas sin parar y el otro tenía que adivinar el autor. Y las conocían todas, los jodíos. Yo no. Mira que me gustaría a mí ser capaz de soltar una frase lapidaria de Nietzsche, pongo por caso, en el momento oportuno. Pues no hay manera. Las leo, las memorizo, las recuerdo un rato y cuando quiero echar mano de una cita lo más que me salen son refranes. Esos sí que los recuerdo siempre, esos me los sé, y además me sé muchísimos, de temas surtidos como las galletas Cuétara. Claro, ya sé lo que me van a decir y estoy de acuerdo. Es penoso, pero penoso del todo. Porque soltar citas te da un aura así como de intelectual pedante que te mueres, pero es soltar un refrán y parece que te crecen los refajos y te cae en todo lo alto una boina que luego no hay manera de quitártela ni con espátula. O sea, glamour cero pelotero. Porque no es lo mismo decir “Te amo para amarte y no para ser amado, puesto que nada me place tanto como verte a ti feliz. George Sand”, y quedar como divina y digna, que soltar “Date a deseo y olerás a poleo” y desconcertar a todo el mundo porque a saber lo que eso significa, que a mí el poleo siempre me ha olido a dolor de tripas.

No obstante, y aunque al principio me da rabia, generalmente me reconcilio con mis incapacidades y hasta les saco provecho. Por ejemplo, hay frases populares que no por repetidas dejan de tener más razón que un santo así que aprovecho que me las sé todas y de cuando en cuando me las digo. Bueno, de cuando en cuando no, me las digo cuando vienen a cuento, eh, que tan majara no estoy. Por ejemplo: la realidad supera a la ficción. Qué verdad es, no me digan que no, y cuántas ocaciones tenemos de pronunciarla, o de pensarla, cada uno que elija la modalidad que más le guste. Esta mañana sin ir más lejos me la he dicho así como... bueno, como tres veces.

A mí los cambios de hora me sientan fatal, me trastornan tanto como a los bebés y las vacas; cuando cambian la hora me tiro un par de semanas así como con el cuerpo y la mente desconcertados del todo. Y pelín de mala leche, también se me pone un pelín de mala leche. Esta semana, a lo tonto a lo tonto, que si todavía es muy de noche, que si no pueden ser ya las seis de la mañana, que si yo qué sé, todos los días he perdido el autobús por las mañanas. Hoy, por ejemplo, justo salía a la carretera por el arroyo cuando he visto mi autobús, luminoso, nuevo, alegre, recoger en lontananza a mis compañeros de parada. Podía haber corrido, ya, pero me tengo prohibido correr con tacones de más de 8 centímetros, que como Rosadespaña, “chio, mi cuidu” porque “me guhta mi cueppo”, y sobre todo me gusta con todos los huesecitos enteros y verdaderos. Así que ahí he aminorado la marcha, desanimada y pensando en que iba a quedar pasmada de frío en la parada, cuando he oido un pofpofpofpof a mi lado seguido de un frenazo y un mooooooooc digno de un elefante africano con rinitis. He mirado y allí, justo a mi ladito, había un autobús oscuro y cascajoso con las puertas abiertas.

- ¿Zubeh, morena?
- Emm... ¿va al centro?
- Voy donte tú quierah.

Y con semejante declaración de intenciones, pues he subido, claro, que yo soy muy muy fácil, y me he sentado en el primer sitio que he visto vacío, casi junto al conductor. Mientras me sentaba se han oido un par de voces quejumbrosas procedentes de unos bultos oscuros y grandes, semejantes a gallinas gigantes, que gritaban:

- Guancal-loooooh... ¡la lú!
- ¡Vale, chicas, de zeguía apago! – ha contestado el chófer, y ha apagado la única bombillita amarillenta que había encendido para que yo pudiera pasar la tarjeta de transportes por la máquina de sacar billetes.

Total, que ha dejado el interior del autobús negro como el culo de un grillo, y hemos seguido camino mientras las gallinas gigantes han retomado la conversación que habían interrumpido para que yo subiera, y se han puesto a intercambiar recetas y a contarse cómo iba la colada de cada una. Al poco he pensado que igual debía asegurarme de que ese autobús iba donde yo quería, como me había prometido el chófer, así que me he acercado a preguntar y me ha vuelto a asegurar muy sonriente que me paraba exactamente donde yo quisiera. Incluso me ha preguntado la calle a la que iba y ha dicho “mubien”. Todo ello con una sonrisa de oreja a oreja totalmente impropia de la hora.

Y hemos entrado en la ciudad. Y se ha oido una voz gritar:

- Guancaaaaaal-looooooh!

Guancal-loh ha parado el autobús sin más y ha abierto la puertecilla trasera. Y así cada poco: una de las gallinas gigantes gritaba la palabra clave y el chófer paraba sin preocuparse de si había parada o qué, y descargaba parte del pasaje. Al acercarse al puerto me he levantado y Guancal-loh me ha mirado sorprendido.

- Pero morena, ¿tú no ibas a calle Córdoba?
- Sí, por eso, me bajo ya aquí en el Puerto.
- No muhé, yo te llevo, ¿no te he dicho que te llevo?
- Ya, ya, pero que yo me quedo aquí, si estamos a cincuenta metros de donde voy.

Al final, después de un tira y afloja, hemos quedado que ni pa tí ni pa mí y me ha dejado justo a la entrada de la calle, que estoy segura de que no está en su ruta ni nada.

- Mira, reina mora, ya es muy jodío tener que currar tan temprano; si puedo facilitar las cosas a todas estas mujeres y a tí, a mí ¿qué me cuesta?

He estado por darle un beso. Yo creo que era un autobús fantasma.