miércoles, 6 de noviembre de 2013

De primera mano

Querido Luis, como nunca tengo nada especial que contar, sueles decirme que mis cartas te resultan aburridas. Bueno, esta vez no creo que tengas motivos para quejarte. Hoy se ha caído el sol. Ha sido esta mañana, a primera hora. Al principio ha amanecido como cualquier otro día, normal y corriente. Los primeros rayos han aparecido por encima del jardín y yo me he dispuesto a empezar otro día más de esta primavera que se me está haciendo eterna a fuerza de soportar tantos sentimientos desencadenados. De pronto ha habido un chispazo de color blanco en el cielo, y casi sin transición nos hemos quedado a oscuras. Ni sol, ni luna, ni estrellas... En el cielo, la oscuridad más total. En la tierra el espectáculo ha sido impresionante. La primera sensación, por supuesto, ha sido de desconcierto. Los conductores de los coches, cuando han conseguido reaccionar y han encendido las luces de sus vehículos, se han encontrado con que era ya un poco tarde y estaban la mayoría empotrados en el coche de delante. Gritos e insultos, y la impotencia de no ver absolutamente nada. Los que caminábamos por la calle no sabíamos por dónde tirar, porque tampoco veíamos nada. La verdad es que nunca hubiera imaginado que la oscuridad era esto, un mundo de voces, sonidos y olores, de empujones e inseguridad, sobre todo de inseguridad, esa vieja conocida. Nada da más miedo que la oscuridad de los sentidos, sea cual sea el que se te apague. Algunos, buscando la compañía de las voces de los conductores que discutían unos con otros, se han precipitado a la calzada. Otros, muchos, la mayoría, se han quedado inmóviles, como petrificados, optando finalmente por tirarse al suelo a esperar, silenciosos y aterrados, como si en esta guerra contra el miedo a la noche el cuerpo a tierra les fuera a proteger de no se sabe qué peligros. Otros han comenzado a correr y a gritar, chocando unos contra otros, y ha habido muchos que se han agrupado con desconocidos para ayudarse a intentar calmar su temor. Tras los primeros momentos de desconcierto, los conductores detenidos en medio de las calles han comenzado a encender las luces y la gente ha salido a los portales aunque sin atreverse demasiado a aventurarse más allá de los límites amigos marcados por la luz de los faros, de las linternas. Como era de esperar (y esta vez no ha habido que esperar mucho), el gobierno ha mandado a todos sus efectivos policiales (ahora en los medios los llaman así), y eran muchos, a convencer a los ciudadanos para que volvieran a sus casas cuanto antes, pero eso sí, sin dar información acerca de lo que estaba ocurriendo realmente. Yo sabía lo que había ocurrido porque, amparada entre las sombras de un castaño de Indias, he escuchado a un policía contárselo a un compañero. Y mi caso no ha sido el único; por todas partes han surgido personas en busca del sol. Mientras algunos buscábamos, las autoridades prohibían la salida de los edificios precintando puertas y apostando agentes en todas las esquinas. Nadie, absolutamente nadie, debía transitar por las calles, y para que todos lo supiéramos han instalado grandes altavoces en los coches de policía repitiendo incansables las consignas. Ha sido como estar en una de esas películas de guerra en las que se establece de pronto el estado de sitio, y me han dado ganas de buscar el café de Rick y pedirle cobijo. Los que buscábamos corríamos el peligro de ser golpeados por las fuerzas de “orden” público por lo que nos movíamos sigilosamente buscando las sombras. No sé por qué he ido al Retiro. Ha sido una intuición, la seguridad de que entre los lugares amigos que me han cobijado en mis momentos duros encontraría la respuesta. Como era de esperar, las puertas estaban cerradas, pero no ha hecho falta que saltara la verja porque afortunadamente todavía no han arreglado todos los barrotes rotos y me he colado por uno de los huecos. Dentro me ha resultado fácil moverme entre los arbustos y esquivar las patrullas que deambulaban por el paseo de coches. Huyendo de un agente he encontrado a un hombre escondido detrás de un árbol, una de esas grandes acacias que tanto nos gustan, y juntos hemos conseguido burlar a otro policía, el último que hemos visto hasta llegar al estanque. Allí el espectáculo era impresionante. Una luz dorada iluminaba el paseo, y las barcas, ancladas en el centro del lago, se movían balanceándose lentamente entre rayos ocres. En el fondo, una bola brillante deslumbraba a los peces y calentaba el lodo. No lo hemos pensado ni un momento y, sin decirnos nada el uno al otro, hemos cogido una de las barcas que están siempre en la orilla, ya sabes, ésas que los barqueros desechan por viejas. Al empuñar los remos nos hemos mirado un momento, y sin dudar hemos echado la barquita al agua. Nunca hubiera imaginado que nadar bien fuera tan útil. Tras desnudarnos silenciosamente, nos hemos sumergido en seguida. El agua estaba caliente y la sensación del calor del agua contra la piel hacía que el corazón palpitara más lentamente, con calma, como si todo el tiempo del mundo fluyera alrededor nuestro y pudiéramos esquivarlo sólo con flotar desmayadamente en él. Si me hubieran dado a elegir, habría preferido no volver a salir nunca, y quedarme para siempre en ese mundo silencioso y solitario, cálido y protector. La piel se nos veía dorada, y cada gota brillaba descomponiendo los colores. Hemos buceado alrededor de la gran bola dorada y hemos descubierto que estaba un poco enredada en las algas del fondo del estanque, así que hemos intentado cortar sus ataduras tirando con las manos. Es curioso...las algas, recias y duras, parecían deshacerse cuando las tocábamos, como si estuvieran esperándonos. Una vez liberados los rayos, le hemos dado un leve impulso y el sol ha empezado a flotar lentamente, sin prisa, como haciéndose rogar. ¿Sabes? estaba caliente, pero no quemaba, y las palmas de las manos se nos han quedado del color del oro viejo. Al fin el sol ha conseguido subir hasta la superficie y se ha quedado detenido flotando sobre el agua, esperándonos, hasta que nos hemos acercado. Se dejaba llevar sólo con el roce de nuestros dedos, como si quisiera que le tocáramos, como si necesitara el contacto con nuestros cuerpos. Lo hemos empujado a la orilla y lo hemos secado, despacito, con mimo, acariciándole, con la ropa que habíamos dejado en la barca. Poquito a poco se ha vuelto ligero hasta despegar en el aire, elevándose lentamente, desperezando de nuevo la mañana, y a medida que subía, las casas y los árboles se iluminaban como si amaneciera otra vez. Cuando ha alcanzado su posición normal, ya sabes, por encima de los abedules de la explanada de las bicicletas, la policía nos ha cercado aprovechando que estábamos absortos mirando la ascensión. Nos han detenido por inmoralidad manifiesta aduciendo desnudo público y nos han llevado a la comisaría que hay al lado de mi casa. Nos han interrogado y luego, paradójicamente, y sin explicarnos nada, nos han condecorado, y hemos salido en el periódico, aunque estoy segura de que esta parte ya la conoces porque habrás visto mi foto en todas las primeras páginas. Quitando esto, por aquí todo sigue igual que siempre. Un besazo. PD.- Los peces del Retiro han dejado de ser las carpas tristes y grises de siempre y se han vuelto dorados, igual que las palmas de mis manos. Además, ya lo verás cuando vuelvas, el pelo se me enciende de oro en cuanto anochece. Pero, por favor, esto último no se lo cuentes a nadie.

2 comentarios:

núria dijo...

Cómo no le van a envidiar el pelo!
Gracias por venir.

Carmen Neke dijo...

Precioso. Y nada aburrido.

Me encanta verla de vuelta por estos lares, aunque yo haya tardado dos meses en enterarme de su regreso.