miércoles, 16 de diciembre de 2009

Ñiki-ñiki

Una vez tuve un novio violinista. En realidad Rodrigo no era violinista sino estudiante de violín, pero a él le gustaba decir que era músico y se lo soltaba a cuantos le preguntaban a qué se dedicaba. “Soy violinista” decía, y se quedaba tan pancho. Era malísimo. Lamentablemente tenía voluntad, mucha, y digo lamentablemente porque dedicaba todo su tiempo libre a estudiar y a ensayar, y como era más malo que una ciática el resultado eran horas y horas de chirridos más parecidos a un gato que estuviera sometido a un lento y doloroso despellejamiento que a algo remotamente parecido a la música. La primera vez que me crucé con la vecina en el descansillo me miró detenidamente y le cambió el color cuando vio que llevaba una bolsa grande colgada del hombro. “¿Tú también te dedicas a la música? ¿Tocas algo?” preguntó asomándole la ansiedad por todas las letras de la frase. “No, señora, yo soy bailarina, solamente toco los palillos. Pero no se preocupe que no pienso zapatear ni hacer ningún tipo de ruido, que yo ya vengo ensayada.” La mujer suspiró aliviada, murmuró algo parecido a “Gracias al cielo” y se refugió en su casa después de ofrecerse un café de cortesía que yo rechacé también con toda la cortesía de la que fui capaz. Y soy capaz de mucha, de veras. Al principio pensé que le había tocado la vecina tonta pero una hora después, con los nervios totalmente de punta, lo que me parecía raro era que los vecinos en pleno no hubieran linchado al “violinista”. Al día siguiente compré unas cuantas cajitas de tapones para los oídos, de esos que son bolitas de cera, y los eché en todos los buzones del portal con una notita que ponía “No saben cuánto lo siento”. Desde ese día cada vez que me cruzaba con un vecino me sonreían con carita de “pobre chavala, qué desgracia, tener que aguantar algo tan terrible, con lo jovencita que es”. A mí me daba un poco igual porque yo llegaba a casa y, si oía el ñiki-ñiki del violín, me plantaba las bolitas de cera en las orejas, y tan fresca. Creo que todos en el edificio llevábamos tapones a excepción de Rodrigo y de Kimba, el perro. A Kimba no le puse tapones para fastidiarle porque era un pequinés con un carácter horrible, pero le importó un pimiento porque era sordo. De que era sordo me enteré a los pocos días, cuando le solté una tarde en el parque y lo perdí. Una hora enterita me tiré llamándole a voces, que volví a casa afónica perdida, y él ni puto caso. Vale, Rodrigo ya me había dicho que no se me ocurriera soltarlo pero podía haberme completado la frase y haber añadido “…porque es sordo y no te va a oír llamarle”. Da igual, que fuera sordo no le hacía ni una pizca más simpático y se habría merecido aguantar las prácticas de violín de Rodrigo, que era inasequible al desaliento y perseveraba en el estudio día tras día. Lo peor era que no era consciente de su escasa pericia y se entusiasmaba cada vez que escuchábamos una pieza al violín. Y las escuchábamos a menudo porque todos los sábados íbamos al Teatro Real. Una noche tocaron “I musici”. Fue mágico. El programa estaba formado íntegramente por obras de Boccherini, y la interpretación de La Musica Notturna Delle Strade Di Madrid fue digna de un síndrome de Stendhal. Entre que yo soy incapaz de llorar viendo una película o leyendo un libro y cosas así pero es escuchar música y soltar el moco del todo, (qué quieren, cada uno sufre su síndrome de Stendhal como le viene en gana) y que la musica notturna siempre me ha parecido una belleza, salí del concierto totalmente transportada, más callada que en misa. Y Rodrigo aprovechó mi silencio para decir que el violín era bueno pero poco vibrante, y que sin duda alguna él era mucho mejor. Yo hasta entonces había mantenido un silencio algo cobarde sobre su virtuosismo o mejor dicho sobre su falta de él, pero esa noche no pude más y las carcajadas las escucharon hasta los operarios de Radio Moscú. Rodrigo no preguntó ni comentó nada, solamente me miró y, haciendo un cambio de tercio digno de un domingo de San Isidro en las Ventas, me preguntó si prefería cenar en un italiano o en un indio.
Durante estos años me he acordado de Rodrigo en varias ocasiones, sobre todo los primeros años de clarinete de Kenya, cuando la mandábamos a practicar a la esquina más remota del jardín y nos llamaban los vecinos indignados pidiendo que por favor tuviéramos piedad y rematáramos a aquel elefante que se debía estar muriendo poco a poco en nuestro jardín. Con Madagascar fue peor porque probó toooooodos los instrumentos que había en la banda, desde el flautín hasta la trompa, pasando por la flauta, el requinto, la trompeta (ay, qué horror la temporada de la trompeta) y un bombardino. La trompa parecía que le gustaba hasta que se lió a trompazos (literalmente) con su hermana, y decidimos que igual era mejor un instrumento menos agresivo. No hubo manera, al poco descubrimos que en manos de Madagascar todos podían convertirse en arma letal. Al final fue la niña la que puso punto final a su carrera musical por el simple procedimiento de abrir la ventanilla del coche una tarde cuando volvía de clase y tirar el libro de solfeo a la carretera, donde murió atropellado por varios camiones. Desde entonces, y dado que Kenya ya es clarinete principal y toca divinamente, he pasado unos años sin acordarme de Rodrigo, pero gracias a la Navidad, llevo varios días acordándome de él a todas horas. Y es que la semana pasada decidimos poner los adornos de Navidad. Bueno, lo decidí yo, y mandé a Madagascar a la buhardilla a que buscara las cajas con las bolas, los pastores, y eso. Y la niña subió a la buhardilla y fue como cuando Ali-Babá entró por primera vez en la cueva de los ladrones: Madagascar se reencontró con los juguetes de cuando eran chicas, y los libros, y mis cosas de érase que se era, y pasó lo que tenía que pasar, que se tiró un rato larguísimo dando grititos de sorpresa, y terminó bajando los adornos de Navidad y las guitarras que yo tenía guardadas. Y ahí está, dándole todo el día a las cuerdecitas sin parar, con la misma voluntad que Rodrigo pero, afortunadamente, mucho más oído y más sentido musical. Yo estoy por alegar trastorno mental transitorio para disculpar los actos delictivos que estoy cometiendo estos días, como robar niñosjesuses del Carrefour (ya se lo contaré). Igual cuela, ¿no?

7 comentarios:

AlmaLeonor dijo...

¡Hola!
Me ha recordado a cuando yo ensayaba flauta en casa. También una asigantura obligatoria del cole,que digo yo que porqué no nos enseñaban pandereta o zambomba que al menos se usan una vez al año. El caso es que el primer día que le dí a la flauta en casa, mi perra se vino a mi vera, me miró fijamente y se puso a aullar lastimeramente... El bicho posiblemente acabó con una nada prometedora carrera musical.
(Lo de los niñosjesuses del Carrefour no me lo quiero perder)
Besos.AlmaLeonor

si, bwana dijo...

Es que del violín salen unos chirridos espantosos, si no se sabe tocar muy bien.
Mi afición musical fue la guitarra flamenca que, como me gustaba mucho oir a Sabicas, Manolo Cano, Paco de Lucía y otros virtuosos, pensé que bastaba haber estado unos años en Málaga y saber diferenciar una soleá, una granadina o un tango, para atacar con tranquilidad ese bonito instrumento. Al cabo de dos meses de lecciones, decidí que tenía que conformarme con ser palmero y la preciosa guitarra reposa en lo profundo de mi armario. Eso sí, me sigue fascinando esa música.

Gabriel Ramírez dijo...

Así que eras tú la de los niñosjesuses. Lo sabía, lo sabía...

Cacique dijo...

Pues a mí me dio una temporada por las castañuelas. Arria- arria- arria-pi-tá.

Almudena dijo...

Lo confieso, hace años para fastidiar a una amiga que me había hecho una faena regalé a su hijo, por el cumpleaños, un tambor. De esos asquerosos de plástico que son incombustibles.

Todavía me lo recuerda.

Anónimo dijo...

Querida Gin, tengo que confesar que soy un mal pensado y cuando leí el título del post pensé en otra cosa. El próximo niño Jesús puede sustraerlo en Lidl, recuerde que la calidad no es cara.

¡Felfiz Navidad, Próspero Año y Felicidad!

Ginebra dijo...

AlmaLeonor:
Es que la flauta dulce es lo peor de lo peor; casi peor que la gaita.

Bwana:
Dos meses son poco, tenía que haber seguido, hombre.

Gabriel:
Jo... ¿tanto se notó?

Cacique:
Yo les ponía trocitos de fieltro dentro para no torturar mucho al personal. Ahora las toco en el jardín cuando los vecinos chicos se ponen muy pesados. Es mano de santo.

Anjanuca:
Qué malvada!

Carlos Fox:
Lo he intentado, pero del Lidl lo que me provoca son las bolas ésas de nieve con muñecos dentro. Mmm...