viernes, 16 de julio de 2010

Pero mala remala

Érase hace muchos, muchos años (muchos pero no tantos, arpías) que existía una época del año maravillosa llamada “vacaciones de verano” que comenzaba un día que tu madre empezaba a sacar de un cajón bañadores y ropa del año anterior para que te la probaras. Como todos los años habíamos estirado (en mi caso a lo alto y a lo ancho, snif) tocaba salir de tiendas para reponer urgentemente el bañador de espuma (de la lycra nadie sospechaba siquiera que existiera), los pantalones cortos, media docena de camisetas, y las bambas, que siempre eran marca “La tórtola” en lugar de las “Victoria” que llevaban las pijas, y que a mediados de septiembre lucían unos boquetes tremendos por los que nos asomaban los deditos. Al principio mi madre sacaba también los flotadores, que eran de una goma gordísima de color azul (azul los nuestros, que los había también amarillos y naranja, pero esos eran horrorosos) que te dejaba el cuerpo desollado vivo con lo que sólo por no ponértelo aprendías a nadar en cuatro días. Eso sí, no había narices de pinchar aquellos flotadores de ninguna manera así que me sorprende que no estén todavía por mi casa.

Las vacaciones comenzaban, pues, con gran despliegue de compreteo y seguían su cauce habitual en el cual cada uno interpretaba fielmente su papel, que en nuestro caso se limitaba a pasarnos las doscientas cinco horas del viaje preguntando “¿cuánto falta?” y “¿falta mucho?” de forma alternativa. Aquéllos eran viajes de alto riesgo. De entrada invertíamos cerca de ocho horas en hacer un viaje que ahora nos ventilamos en menos de cuatro horitas, así que salíamos de casa sobre las 6.30 de la mañana por aquello de no coger calor, una tontería porque tardando ocho horas cogías calor salieras a la hora que salieras y te empeñaras o no en tapizar todas las ventanas del coche con toallas, que era peor el remedio que la enfermedad porque para que se sujetaran había que llevar las ventanillas cerradas y como el aire acondicionadosólo existía a-condición de que soplase pues hala, todos sudando la gota gorda horas y horas. Claro, sí, había que tener muchas ganas de vacaciones para chuparse 500 kms. conduciendo a un máximo de 80 por hora y teniendo que vigilar todo el rato los posibles calentones del motor, sobre todo cada vez que subíamos un puerto de montaña, y nosotros teníamos que pasar así como cuatro. Pero si los conductores y copilotos merecían una medalla imagínense lo que era ser niño en aquellas circunstancias, que lo que te tocaba era ir dando la tabarra todo el camino con el considerable riesgo de que te abandonaran en un arcén, te tirasen por la ventana o, lo que era peor, te cayera un guantazo o varios, que una vez que se calienta la mano es difícil parar.

Echo de menos aquellas vacaciones. En realidad lo que echo de menos es mi papel en ellas, o sea, yo no tenía que preparar nada. Porque se lo crean o no, preparar las vacaciones es un estrés que te mueres. Yo no sé si es que la misma energía pre-vacacional que despedimos provoca una especie de conjunción cósmica que hace que si algo puede estropearse justo antes de las vacaciones, se estropee. Y si pueden ser varias cosas, mejor. En mi caso los desastres llevan unas semanas avisando de a poquito. Por ejemplo, hace unos diez días el microondas se puso chulito y no tuvo más ocurrencia que echarme un pulso a ver quien ganaba sin saber que no iba a poder conmigo, con lo que se consiguió un fantástico pase al basurero (o al menos al punto limpio que es donde se dejan los cadáveres de los cacharros estos) y fue sustituido por un micro nuevo, más grande, más potente, más bonito, y más dócil. Después fue el coche el que empezó a hacer ruiditos extraños y a enseñarme por todos lados luces de varios colores que yo no sabía ni que tenía. Y cuando volvía de dejar el coche en el taller, la lavadora me escupió dos cubos de agua extrañamente pestilente por el boquete del filtro, después de haber reventado convenientemente dicho filtro, claro. Yo todavía no me explico dónde narices estaba guardada esa cantidad de agua, y qué tenía para oler así, que al principio yo estaba segura de que iban a empezar a salir trocitos de algún animal en pleno proceso de descomposición. Tampoco me explico qué eran los extraños pegotes negros que salían mezclados con el agua, y eso mejor no saberlo nunca, que se me dispara la imaginación, y luego vomito y me pongo malísima. Todo esto, recordemos, a dos días de irme de vacaciones a tierra de lobos con la pandilla de adolescentes en pleno, que no sé por qué me dejo yo engañar.

Ayer por la mañana recogí el coche del taller después de escuchar estoicamente las explicaciones del mecánico que se empeñaba en contarme que al principio pensaba que los ruidos eran culpa de la sinembló pero luego resultó que no. Yo, como ya conozco a la sinembló, le miré sin pestañear y le fastidié el juego porque no le pregunté qué era, que es lo que él estaba esperando. Es que les gusta eso, eh, soltar una explicación incomprensible y que tú preguntes “pero ¿eso qué es?” para mirarte con cara de infinita conmiseración y contarte que hay un tornillo suelto como si te estuviera explicando la fisión nuclear. Con todo, igual que los albañiles y fontaneros me inspiran un recelo de proporciones casi cósmicas, los mecánicos me caen bien. Sobre todo desde que un domingo, justo antes de volver a casa después de un congreso, la tapa del delco (¡sí, existe!) estalló en mil trocitos y me vi tirada en medio de la plaza de Cáceres, y entonces apareció el señor Antonio, que me hizo un apaño con unos trapos y me llevó a su casa donde su señora me preparó un bocadillo para el camino y le obligó a llamarme cada media hora para comprobar que todo iba bien. Y no sólo eso sino que tuve que jurar que le llamaría en cuanto llegara a casa, que había que ver la cara de JB cuando me escuchó hablar por teléfono y me preguntó con quién hablaba. Bueno, pues ayer el mecánico se quedó sin contarme lo que era la sinembló (que a mí me caerán bien pero una vez que sé de qué va una pieza no me gusta que me lo repitan, quiero historias nuevas) y yo cogí el coche y me planté en el pueblo tan contenta.

El contento me duró lo que tardamos JB y yo en intentar llegar a Fuengirola, porque fue salir del pueblo y volver a encenderse la bonita luz amarilla que anuncia siempre lo peor. Y entonces al coche le dio por ponerse en plan dama de las camelias y a ralentizar la velocidad de forma lánguida, así como si se estuviera desmayando. Y se desmayó. Y nos dejó tirados de mala manera, que me estuve acordando de la madre que parió a la sinembló mil pares de veces.

Volvimos caminando a casa, cuesta arriba y a pleno sol y cuando llegamos me dispuse a tomar una ducha fresquita. “¿Están todavía los obreros por aquí?” pregunté entrando en el cuarto de baño. “Estamos aquíí” contestaron los susodichos a coro “pero no miramos, puedes mear tranquila”. Esto último lo dijo una voz que salía de una cabeza que asomaba levemente por el boquete del cuarto de baño pero me importó un pepino si miraban o no, yo solamente quería ducharme. Como desde que los obreros pegaron el pepinazo en la pared del baño tenemos un boquete permanente, no hacen más que entrar bichos, así que no me había extrañado nada encontrar dos días antes una salamanquesa medianita de color blanquecino en medio del cuarto de baño. Paquita la he llamado. Me da una pena tremenda porque cada vez que me ve se asusta muchísimo y se pone a temblar pero me da que debe ser un poco torpe porque no encuentra un escondite apropiado y siempre me la encuentro: sobre el papel higiénico, junto al cepillo de dientes, acurrucada en mi toalla de baño… Descartada la sugerencia de Cacique de machacarla a golpes y tirarla a la basura (¿cómo voy a matarla si me encantan, son medio primas de las salamandras, y llevo una tatuada en una pierna?) he optado por dialogar con ella. En realidad monologo porque hasta la fecha no me ha contestado ni mú. Ayer Kenya me pilló dándole varias razones por las cuales mi toalla no es el mejor sitio para vivir y me llamó friki. Menos mal que Bruno estuvo al quite y le dijo que más friki es ella, que charla con el pescado cuando lo pongo a descongelar en el fregadero. “Al menos ella habla con seres vivos” dijo Bruno. “Bah, para lo que le contestan…” Total, que allí estaba yo en el baño, siendo discretamente no-observada por los obreros, y peleando con una salamanquesa por la posesión de la toalla, cuando algo hizo “paf” y se apagaron todos los aparatos eléctricos de la casa. Paquita se dio un susto tan grande que se cayó en el bidé y se ha tirado allí toda la noche, que como se le resbalan las patitas no puede salir. Y yo a punto estuve de ponerme a llorar sólo de pensar en la cantidad de cosas que podían haberse escacharrado pero me fijé en que el apagón había sido general en el pueblo. Que cansada estoy de preparar las vacaciones. Menos mal que mañana me marcho porque si no creo que no llegaría al final.

viernes, 9 de julio de 2010

He debido ser muy mala en otra vida

Llegaron anteayer y ayer ya quería matarles a todos con la muerte más dolorosa que se pueda imaginar. Y todavía les quedan al menos tres semanas. No sé, creo que esto terminará en tragedia.

Todo empezó hace ya nueve meses. Un día el cielo se cubrió, empezó a llover salvajemente, y no paró de llover en seis meses. Unos días llovía más fuerte y otros de una manera todavía más brutal, pero durante seis meses estuvo cayendo agua en ésta que llaman “Costa del Sol”. Al principio todo iba más o menos bien. Yo había desenterrado del vestidor las botas de agua y asumí sin complejos un look un poco Isabel II de Inglaterra de vacaciones en Balmoral. Sólo omití los horribles perrillos esos ratoneros que lleva siempre alrededor y el bolsito colgado del antebrazo. Ambas omisiones fueron por motivos obvios, a saber: los perrillos porque no los tengo y no los tendría ni loca, y el bolsito porque hay que ver que cosa más incómoda y más fea, por Dios. Dado que entre las botas de agua, la gabardina, y un paraguas de golf que compré el año pasado no me mojaba ni medio, que lloviera no me importaba mucho. Es más, me gusta la lluvia, me encantan las tardes lluviosas, ésas de chimenea, librito, tele, té, madalenas, bizcochitos, galletas digestive... Claro, eso me gusta pero moderadamente, o sea, cuando llevas ya dos meses así empiezas a aborrecer hasta los bizcochos y comienzas a sustituir el té verde por lingotazos de coñac para sobrellevar tanta agua. Hasta que un día entré en el vestidor a buscar la ropa para el día siguiente y vi unas extrañas manchas en el techo. Eran como las caras de Belmez pero en versión marciana, o sea, de color verde así como en un tono entre pistacho y melón temprano. Ahí me alarmé y me dediqué a controlar su expansión y la posible aparición de nuevos manchurrones. Y efectivamente, al poco todos los techos del piso de arriba se volvieron de color verde que te quiero verde, y empezaron a brotar unas colonias de mohos capaces de producir penicilina para controlar las epidemias del tercer mundo durante diez años. Yo entiendo que igual es verdad que soy una histérica (que no lo soy ni de coña) y que puesta a ser alarmista yo lo soy a lo grande, pero también hay que entender que NO soy Bob Esponja ni Miss Marihache y NO quiero vivir en Hogar Dulce Piña bajo el mar como la Sirenita, y eso de encontrarme con que mi casa está siendo poseída por el espíritu del agua pues como que no me moló nada. Pero lo que se dice nada; como que me entraron ataques de ansiedad hasta el punto de inspeccionar periódicamente a los niños buscándoles brotes de escamas y branquias, y una vez incluso creí verle a Bruno membranas interdigitales en los piececillos. Con todo, todavía estaba por venir lo peor. Y lo peor fue el diagnóstico del técnico que vino a ver cómo arreglar aquello. La solución: quitar las tejas, impermeabilizar de nuevo el tejado, poner tela asfáltica y no sé qué más historias, y retejar con unas tejas nuevas de hormigón más feas que la mar pero que son tan resistentes que se puede caminar tranquilamente por el tejado sin miedo a que se rompan (“mmm... perfecto... porque eso lo hacemos todas las noches, subir la familia entera al tejado a ver la puesta de sol”, lástima que la ironía de Kenya resbalara por el cerebro del técnico como si le hubieran echado aceite johnsons). Eso, y luego pintar la fachada con una pintura que parece goma, arreglar las paredes interiores y pintarlas, y volver a bañar con resina el cemento impreso del jardín. El técnico hablaba y yo iba por un lado sumando dinero y lo más peligroso de todo, sumando tiempo de convivencia doméstica con obreros, pintores, y demás hierbas. Cuando terminó no sabía si lanzarme por la balaustrada del jardín (el jardín está como tres metros por encima del nivel de la calle), liarme a lanzar alaridos y arrancarme los pelos de la cabeza como si estuviera poseída, o dejar la mente en blanco. Al final opté por lo último mientras JB, con toda la tranquilidad del mundo, y los ojos brillantes por la perspectiva de una obra (cómo le gusta a este hombre tener albañiles en casa, es casi una perversión) procedía a contratar la obra en firme. Como eso fue hace casi cinco meses yo me olvidé. Sí, era algo que había que hacer, pero en un tiempo lejano. Lo malo del tiempo es que pasa, tú te crees que no pero pasa, y encima pasa corriendo, y así, sin ser yo consciente de ello, llegó el Día D, que fue anteayer.

Anteayer cojo el autobús para el pueblo, como todos los días, y nada más bajarme del autobús, desde la carretera, veo dos figuritas sobre el tejado de mi casa. Me estremecí levemente y recordé que algo de eso había comentado JB el día antes, pero ni haciendo esfuerzos conseguí recordar lo que había dicho, y es que mi mente tiene una portentosa capacidad (y autonomía, que lo decide ella sin que yo se lo mande) para olvidar piadosamente lo que no me apetece archivar. Entré y rodeé la casa por el jardín hasta llegar a la parte de atrás, y efectivamente, tal y como me temía, allí estaban ellos, agachaditos enseñando medio culo cada uno, que yo no sé cómo lo hacen pero se pongan lo que se pongan acaban siempre con el pantalón mucho más debajo de lo que mis ojos preferirían. Debe ser una asignatura de los módulos de la FP: “enseñar constantemente la hucha”; y estos habían sacado matrícula de honor, que aquello en vez de hucha parecía el Banco de España. Miré el tercer culo (éste entero y muy familiar) y saludé a Cristo, que estaba encantado dándoles conversación. Me identifiqué como la dueña de la casa, cosa que pareció imponerles un pimiento, y me fui a comer arrastrando a Cristo. Y el día acabó bien. Más o menos. Pero me acosté con el alma llena de oscuros augurios, que dirían los poetas griegos.

Ayer llegué a casa toda pizpireta, contentísima porque estrenaba vestido y me veía supermona monísima, y me crucé con los albañiles que se iban en un todoterreno. Me extrañó porque me miraron con expresión huidiza, así como si hubieran hecho algo malo, más con menos con la misma cara que le pone el perro a JB cada vez que le da por desenterrar plantas (al perro, claro, JB es el que las planta y se mosquea cuando el otro las saca). Pero estaba tan contenta que no eché mayor cuenta y entré en la casa como en estampida diciendo “voy a hacer pis, que me vengo meando (a ver, qué quieren, cada uno en su casa habla como quiere), y preparo la comida”. Me extrañó el coro de gritos de “noooo, noooo, no entres al bañoooo”, y contesté “claro que entro, que me meo” mientras abría con ímpetu la puerta y me quedaba petrificada, como si fuera de escayola al ver justo debajo de la venta un boquete rectangular del mismo largo de la ventana y un palmo de alto, y todo lleno de cascotes: suelo, váter, lavabo... había piedras hasta en el vaso donde guardo la prótesis mandibular para dormir. “No dice nada” susurró Bruno segundos antes de que yo comenzara a dar alaridos. “Pero... pero... ¿pero esto qué es lo que es????” Subieron todos y JB me miró sin inmutarse por los gritos. “Nada, que estaban quitando las tejas del alféizar y dicen que la pared era muy fina y muy mala y se ha roto”. “Pero... pero... pero... si aquí no tenían ni que tocar”. Yo notaba que empezaba a hiperventilar. “Mira la vena, mira la vena!” susurró Madagascar a Bruno. “Hala, es verdad, tenías razón, le va a reventar” contestó él en el mismo tono. “La verdad es que la vista desde aquí es de lo más chulo”, Cristo había vuelto a subirse al tejado y la combinación de ventana más boquete nos ofrecía una perspectiva enmarcada de sus partes nobles. JB me pasó la mano por el hombro. “Venga, mujer, ¿por qué no te vas una semana de vacaciones?” “O tres”, apuntó Kenya.

Me pasé el resto de la tarde esperándoles para liarles una pajarraca pero no vinieron, los muy cobardes. Hoy se enteran.