martes, 30 de marzo de 2010

Ceeseí

A los seis años Madagascar se negó a aprender a leer. Durante los tres años anteriores se había dedicado con ahínco a hacer todas las tareas escolares que le mandaban, a saber: pegar bolitas de papel arrugado en cartulinas de colores, modelar muñecos de plastilina para aplastarlos después con entusiasmo, hacer collares de macarrones, morder a los compañeros (esto no había mucha falta que se lo dijera nadie), pintar con los dedos, etc. Incluso había aprendido números y letras, y sabía firmar todos sus dibujos (excepcionalmente buenos, por cierto) con su nombre completo, que ya tiene narices. Pero al llegar a primero de primaria se declaró en huelga de neuronas caídas y no hubo manera de que aprendiera a leer. Y al principio se limitó a no aprender ella pero al poco, escandalizada por la actitud colaboracionista de sus compañeros quienes se pasaban el día leyendo que sus mamás les mimaban, se dedicó a entorpecer el desarrollo intelectual de los demás niños por el simple procedimiento de entretenerles paseándose sin parar por la clase charlando y cantando. Tras un durísimo interrogatorio (en el que bastó una sola pregunta) nos miró y confesó que la razón de no querer aprender a leer era que no quería crecer, que ya había visto que en el colegio de los mayores se pasaba mucho peor que en el de los niños chicos porque era muchísimo más aburrido. La niña lo explicaba con tal claridad y lógica que descubrí a su padre asintiendo con la cabeza con tanto entusiasmo que tuve que darle un pisotón para arrancarle de la infancia perdida y devolverle a su actual status de padre responsable y preocupado por el proceso de aprendizaje de sus pollos. Le planteamos a Madagascar la posibilidad de sacarla de su curso y devolverla al fascinante mundo del corta-pega de los niños de tres años. Echó un vistazo a sus posibles futuros compañeros, y se lo pensó un momento antes de decir que no. Ella quería no crecer, no pasarse el día rodeada de niños mucho más pequeños que ella (y llenos de mocos hasta la barbilla, con el asco que le han dado siempre, que es ver un moco y vomitar como la niña del exorcista) y parecer Gulliver en Liliput. Así que suspiró resignada y aprendió a leer en una semana, y dedicó al ejercicio de la lectura el mismo entusiasmo que antes había dedicado a boicotear las clases.
Desde entonces no habíamos vuelto a tener problemas hasta que se ha aproximado a un curso en el que tiene que tomar la decisión de elegir qué asignaturas quiere cursar el año que viene. Hombre, dicho así suena muy solemne pero en realidad la elección se limita básicamente a ciencias o letras. Dada la evidente incapacidad que manifestamos todos los miembros de la familia para realizar cualquier operación numérica parecería lógico que Mada se decantara por las letras. Pero como esas cosas las carga el diablo de momento nos limitamos a esperar su decisión sin presionarla, vaya sin siquiera sugerir nada. Al día de hoy dice que quiere ser intérprete y traductora de japonés, aunque duda un poco por aquello de que el sushi no le gusta ni medio pelo y tiene claro que para aprender japonés tendrá que vivir allí unos cuantos años. Ella duda un poco pero sus compañeros de curso, en cambio, lo tienen todos decidido. El noventa por ciento de los niños quieren ser futbolistas, el nueve por ciento detectives, y el uno por ciento restantes “lo mismo que mi padre” sin que hasta la fecha hayamos podido enterarnos de a qué se dedica el susodicho padre porque ni el mismo niño ha sido capaz de explicárnoslo. En cuanto a las niñas, hay un amplio porcentaje que quiere dedicarse al diseño de ropa (siempre y cuando sean famosas, ellas claro, no las usuarias de sus diseños), algunas quieren ser peluqueras, en un derroche de coherencia una quiere ser “médico o nadadora”, y otra “criminóloga canina”. A mí lo de la médico que nada no me llama mucho la atención pero la elección de ser criminóloga canina me tenía francamente asombrada hasta que nos explicó que en realidad quería ser o veterinaria o criminóloga y que había pensado que igual podía ser las dos cosas. Y andábamos comentándolo cuando Kenya, que se había pasado la mañana en una jornada de puertas abiertas en la universidad, nos informó de que a partir de ahora se puede estudiar criminología. Nos lo contó muerta de risa porque todos los alumnos de su curso habían decidido que querían hacerlo y de momento solamente hay 60 plazas. Claro, es lo que tiene pasarse el día viendo series como “Bones” o “CSI”, que te lo crees y te imaginas que vas a pasarte el día solucionando crímenes a partir del análisis científico de medio escupitajo fosilizado que te encuentres en el escenario de un robo. Y no. Que no, vaya, que no. Que luego las cosas no funcionan así.
Hace unas semanas, por ejemplo, estuvimos en Torremolinos en la presentación del libro de un amigo. Nos juntamos un puñao de gente y como el acto fue muy divertido decidimos ir a cenar todos juntos. Ahora que lo pienso la culpa de todo la tuvo la climatología, porque si hubiera hecho una noche buena, de ésas en las que no te importa caminar un poco, habríamos encontrado un sitio más apañao, pero como hacía un frío capaz de congelar a un pajarito en pleno vuelo, nos metimos en el primer local que encontramos, que resultó estar casi puerta con puerta con el local de la presentación.
Ya de entrada a mí me pareció un sitio un poco raro, así como todo desconchado y rotillo, pero algunos de los que venían dijeron que habían estado otras veces y que se comía bien así que pensé que se podía perdonar la cutrez. Nos acomodamos los 25 en una mesa larga, como de boda, y empezamos a pedir. Cada vez que decíamos un plato el camarero (porque sólo había uno) suspiraba y bajaba la cabeza murmurando “sí... sí...” pero sin apuntar ni nada, lo cual era un poco raro porque dado que éramos 25 personas nos liamos todos a pedir cosas de lo más variopinto. Ya nos pareció un poco extraño que trajera 20 copas de vino y al resto le pusiera vasitos cutrones de duralex, y más raro todavía que cuando le preguntamos por qué no traía más copas respondiera lacónicamente “es que no tenemos” mientras levantaba los ojos al cielo que parecía que le iban a dar vuelta a la cabeza. Luego empezó a traer, poco a poco, platitos de postre con muestras de lo que habíamos pedido: cuatro croquetas, tres medias patatas asadas, dos huevos rellenos partidos por la mitad adornados con algunos hilos de lechuga... y cada vez que dejaba un platito en la mesa murmuraba “ayquépenamáhgrandediohmío” que parecía que les estaba quitando las croquetas de la boca a sus hijos. Al principio nos repartimos la comida pensando que en cualquier momento sacarían la cena de verdad pero cuando fue evidente que el camarero no iba a sacar nada más para comer, nos peleamos como lobos (educados, pero lobos) por las croquetas y las medias patatas. Yo fui afortunada porque aunque no pillé croquetas (JB fue muchísimo más rápido que yo, el jodío se comió dos) me hice con media patata asada y un currusquillo de pan del día anterior y me tiré un rato largo entretenida royéndolo. El camarero estaba quitando platitos cuando Eli volvió del lavabo. “No veas, Gin, hay en la pared del baño un boquete por el que cabe un rinoceronte, una cosa mala”. El camarero fue oirla y redoblar los quejíos, que no paró hasta que conseguimos sonsacarle que la noche antes habían entrado a robar en el restaurante. “Nos han robao todo, y lo que no han robao lo han roto, las copas, tó. Habíamos decidido no abrir hoy y por eso no tenemos de ná, ni pan, pero como habéis llegado tanta gente...”
Claro, normal, había que hacer algo de caja para recuperar. “¿Y qué ha dicho la policía?” “No, si lo que estamos es esperando a que venga la policía científica ésa, para tomar huellas”. Eli y yo le miramos con incredulidad. ¿Huellas? ¿huellas? Pero si éramos veinticinco personas tocándolo todo, moviéndonos por todos lados, entrando la lavabo... “Sí, sí, usted no se preocupe que el ceeseí de aquí lo va a averiguar todo”. Yo tuve que volver la cabeza porque Eli lo dijo toda seria y a mí se me salía la risa pensando en la escena del crimen tan manoseada que se iba a encontrar la policía. “Ay, quépenamahgrandediohmío!”. Diga usted que sí.

martes, 9 de marzo de 2010

El hombre sin gracia (es que ni para hacer un cumplido, vaya)

Llega buscando a un informático y, como éste está hablando por teléfono, decide hacer tiempo pululando por los despachos cercanos así que se asoma como con desgana al despacho de Ginebra, que por un error totalmente imperdonable tiene la puerta abierta, y saluda. Ella le mira de refilón, y saluda también sin dejar de mirar la pantalla del ordenador. “Qué bien estás aquí, eh”. Ella responde “Ajá” sin mirarle. “Con tanta luz...”. “Ajá”. Él (que no sabe que ella no soporta que hagan eso) pasea por el despacho cotilleándolo todo y se fija en la foto que tiene colgada en el corcho, una foto de desmelene de la única comida de la empresa a la que ella ha asistido en toda su vida. Hace otra cosa que ella no soporta: se acerca mucho a la foto, barriendo uno de los cubiletes de los bolígrafos con el abrigo, y columpiando la bufanda por delante de la pantalla del ordenador, y la estudia atentamente mientras se lanza en caída libre al abismo de la verborrea descontrolada. “Anda, si ésta eres tú” (ella vuelve a murmurar “Ajá” pensando que a ver quién pensaba encontrar allí, ¿a Naomi Campbell?) Él sonríe. “Fíjate qué largo tienes aquí el pelo, y qué bonito”. Ella abre la boca para decir “gracias” pero él sigue hablando y sonriendo sin dejarla meter baza. “Hay que ver los puntos que has perdido desde que te lo cortaste”. Claro, ni gracias ni leches; ella deja de mirar la pantalla del ordenador, gira el sillón y se queda de frente a él mirándole fijamente a los ojos sin mover ni un músculo. Él sigue hablando, hala, hala, que no decaiga. “Es que aquí se te ve así, tan voluminosa...” Ella espera que él se refiera a la melena pero le cabe la duda de que la esté llamando gorda así que mueve algunos músculos, los justos para levantar la ceja izquierda, eso sí, sin decir nada. Él deja de sonreir y se azora un poco.“Y tan larga, la melena me refiero, no a tí, tan bonita, la melena digo no tú, quiero decir... pero claro te la has cortado y estás bastante peor”. La ceja izquierda sube un poco más. “Tienes que dejarte crecer otra vez el pelo... es que, no sé, deberías cultivarte”. La ceja izquierda ya no puede subir más, ha alcanzado su tope. En ese momento la providencia hace que el informático cuelgue el teléfono y él, hecho un manojo de nervios, se despide aturulladamente y sale. Mientra se alejan ella le oye decir: “joder, conversar con esta tía me pone de los nervios”.