martes, 26 de enero de 2010

Perspectiva

Siempre había odiado los diminutivos porque los temía. Cuando escuchaba alguno se acordaba de su abuela. La abuela siempre utilizaba el diminutivo, y cada vez que le llamaba (“¡Miguelín!”) le hacía sentirse pequeño, insignificante. Cuando la abuela murió le sorprendió lo chiquita que era. Él recordaba una abuela enorme, no la diminuta anciana que había en el ataúd. “Hola abuela”, susurró, “Ahora que no estás nunca más seré Miguelín; desde ahora por fin soy Miguel. Miguel. Miguel”. A medida que repetía su nombre, adulto, completo, se sentía crecer, se sintió importante. Desde ese día utilizó diminutivos con todo el mundo.

martes, 19 de enero de 2010

Palabras sabrosas

Leyó mentalmente la carta. Paró en el estofado. Estofado. Estofado. Al repetirlo sintió en la boca el sabor del plato. Estofado. Estofado. Al rato se sintió satisfecho y abandonó el restaurante sin comer. Por la noche quiso una empanada. Empanada. Empanada. La palabra sabía bien y saboreó sus sílabas hasta saciarse . Durante meses se alimentó de palabras, más sabrosas que los platos reales. Dejó de hacer vida social, no asistía a cenas ni a comidas. Incluso dejó de tapear con los amigos. Un día leyó en el escaparate de un bar: “Plato del día, paeya”, y enfermó hasta vomitar.