domingo, 11 de enero de 2009

Chunda, chunda...

A veces las abuelas tienen razón. No siempre, eh, pero a veces sí. Por ejemplo, cuando, hablando de comida, dicen eso de que el gusto va cambiando con los años. Por ejemplo, yo de pequeña odiaba las judías verdes y ahora me gustan mucho. Claro que también odiaba los purés (sobre todo los de pelos, puaj) y las sopas y a día de hoy es oler una sopa y entrarme unas arcadas y unas ganas de vomitar tremendas. Supongo que hay cosas que por muchos años que pasen no van a cambiar. Las judías verdes en cambio, así rehogaditas con ajito y jamón, me gustan mucho. Y mira que me daban asco, eh. Eso y las patatas guisadas no podía ni verlas. Una tontería porque en el colegio ponían las patatas guisadas con pimentón, que debían estar ricas, aunque no lo supe nunca porque me negué a probarlas jamás de los jamases. Claro que no tenía ningún problema porque a Jaime Salamil, que se sentaba en mi mesa en el comedor, le encantaban y me las cambiaba por la carne de membrillo, que a mí me dislocaba (y mi madre no la compraba nunca porque decía que engordaba mucho, qué rabia) y a él le daba repelús. Total, que nos lo cambiábamos, y tan ricamente. A mí me sorprendía un poco que Jaime se zampara aquella repugnancia poniendo los ojos en blanco pero oye, también a la Nuri (una niña que llegó a la calle de realojo porque habían tirado su casita en un poblado del barrio) le había parecido asqueroso que yo merendara pan con mantequilla y azúcar espolvoreada. Teniendo en cuenta que a la Nuri le gustaba comerse los mocos, que cuanto más verdes y más grandes más ricos le parecían, y luego se chupaba los dedos haciendo unos ruidos rarísimos, llegué a la conclusión de que a cada uno le puede gustar lo que quiera, y que mientras no me obliguen a mí a comerlo como si se quieren hincar un bocadillo de babosas. Además así la Nuri nunca me sacudió para quitarme la merienda como hacía con los demás niños, que tenían que esconderse en el cuarto de calderas del bloque para merendar, los pobres.

Y si yo no podía con las judías verdes, lo de mi hermana B1 era espectacular. B1 somatizaba de la forma más portentosa que he visto nunca. B1 leía el menú escolar para el mes (el colegio enviaba a los padres el menú de forma mensual y lo cumplían a rajatabla, es que no se desviaban del plan ni una miga) y se descomponía viva. Literalmente: le daban sudores fríos y le entraban unas cagarrinas que la pusieron un par de veces al borde de la deshidratación. Claro, es que B1 era más rara que la mar; no le gustaban ni los espaguetti del colegio, que a mí me encantaban porque en mi mesa jugábamos todos a comérnoslos aspirándolos de uno en uno. Ahora lo pienso y me parece una marranada de marca mayor (imagínense a diez niños aspirando espaguetti con toda la boca manchada de tomate) pero los profesores encargados del comedor preferían dejarnos engorrinar con la comida antes de que les tocara la mesa de B1. B1 empezaba a llorar cuando tocaba la campana que indicaba el fin de las clases y seguía llorando cuando tocaba la campana que indicaba que comenzaban las clases de la tarde. Y entre medias seguía llorando y llorando. Y si el profesor del comedor intentaba que comiera algo, vomitaba. La cosa fue tan tremenda que mi madre llevó a B1 al médico. Salió de allí con la recomendación de que la quitara del comedor. Y la quitó. Y a mí también. Una pena, no volví a comer espaguetti hasta muchos años después, que mi madre siempre ha sido de macarrones y nada más que macarrones.

Durante el curso escolar mi madre no hostilizaba mucho con las comidas, incluso se olvidaba de las judías verdes. Al fin y al cabo a ella tampoco le han gustado nunca ni medio pelo, que mi madre es melindrosísima para comer. Pero el verano era terrible. Genial y terrible. Por un lado era genial porque nos íbamos a pasar unas semanas a la playa con una familia amiga. La parte terrible la ponían las judías verdes, porque en la otra familia había una niña a la que le encantaban y su madre le comía el tarro a la mía con que si había que ver lo sanas que eran, que qué pena que nosotras estuviéramos tan mal educadas como para no comerlas, y esas cosas. Total, que a mi madre se le hinchaba la vena, nos miraba como si fuéramos un experimento fallido, y se empeñaba en que nos comiéramos los bichos vegetales aquellos. Nos ponía un plato tristísimo lleno de gusanorros verdes aplastados con una patata hervida solitaria en medio, y durante dos horas intentaba que nos comiéramos aquello. Luego se lo llevaba y nos lo ponía al día siguiente. Y así hasta que le salían mohos y tenía que hacer una nueva cazuelita de judías. Nunca consiguió que tragáramos aquello sin vomitar. Incluso intentó corregir lo que ella llamaba “caprichos insoportables en las comidas” (¡¡¡ella!!! ¡¡¡ella hablando de caprichos en la mesa, cuando se alimenta de tortillas francesas!!! En fin…) mandándonos a las colonias. Mi padre (y nosotras) habría preferido campamentos de esos en los que duermes en tiendas de campaña y saco de dormir, pero para ello había que apuntarse a la parroquia o a los boyescuts, y tanto una cosa como la otra suponía pasarse el año desfilando por el campo todos los fines de semana con un pañuelito al cuello. Y no. Para nada. Así que eligieron las colonias de la Sección Femenina. Ahí también tuvo mucha culpa la familia de amigos coveraneantes, que todos los años mandaban a su hija a de colonias. Total, que allá fuimos B1 y yo un verano a Masnou con las chicas de la Sección Femenina. No estuvo tan mal. Aprendí varias cosas, algunas útiles y otras superfluas, que no les voy a contar porque no. No estuvo tan mal, de hecho yo recuerdo que me lo pasé muy bien pero cuando volvimos debíamos tener un aspecto muy perjudicadito porque ni a B1 ni a mí nos volvieron a mandar de colonias. Tampoco mi madre intentó que volviéramos a comer bichos verdes.

A veces me acuerdo de aquel verano en la colonia. Por ejemplo, cada vez que me toca bailar una sardana (fue una de las cosas útiles que aprendí allí) o cada vez que asisto a un acto en el que suben o bajan una bandera. Esto último parece una tontería pero fíjense bien y verán que la mitad de la gente no sabe muy bien qué hacer, si cuadrarse, saludar, cantar, o qué. Claro que nada como lo que vimos B2 y yo en plena calle hace unos días. Íbamos las dos charlando sobre regalos de Reyes y vimos venir de frente lo que los compañeros de mis hijas llaman “un pedazo de pibón”. La niña era mona monísima, la verdad, además llevaba una minifalda que casi se le veía la goma de la braga. B2 y yo empezamos a hacernos comentarios sobre la competencia desleal cuando nos dimos cuenta de que estábamos casi en las puertas de un cuartel y los dos soldados encargados de izar la bandera se habían quedado de piedra mirando a la chavala. Que parecían escayolados, vaya (normal, si la chica estaba superbuena). Eso sí, no me pregunten qué hacían izando la bandera a aquella hora, que no tengo ni la menor idea. Total, que allí estábamos los cuatro mirando fijamente a la chavala. Y la chavala, claro, se dio cuenta. Y nos miró a nosotros. Y no supo qué hacer. Y miró la bandera. Y malinterpretó la causa de las miradas. Y de pronto va y se arrodilla delante de la bandera y se santigua. Fue como si alguien hubiera pronunciado la palabra mágica encargada de romper un hechizo: los soldaditos, con uno de los mayores ataques de verguenza ajena que he visto nunca, se apresuraron a terminar y se metieron corriendo en su cuartelito, y la moza se quedó arrodillada mirándonos con cara de asombro. B2 y yo luchábamos dos minutos para no estallar en carcajadas, justo los dos minutos que ella tardó en preguntarnos asombradísima: “pero… pero… si no era esto… ¿qué se supone que tenía que hacer?”
Y eso que no habían tocado ni el himno que si no igual se pone brazos en cruz y todo.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Nada como comer en un piso alto de Madrid con una mujer encantadora viendo la bandera más grande de Spain. Ni judías verdes, ni sopas ni ná. Y sin ponernos de rodillas.
Bso.

Anónimo dijo...

Mi pregunta es: ¿y entonces qué hay que hacer cuando se iza la bandera?
Digo, por si me veo en una de ésas. Que una vez que ya aprendí a cantar "Andaluces, levantaos" y todo, con lo difícil que es...

Anónimo dijo...

Por eso mismo el himno de Andalucía empieza con eso de "Andaluces, levantaos". No vaya a ser que a alguno le dé por arrodillarse delante de la bandera.

Aunque lo de arrodillarse es cuestión de gustos personales. Yo conozco a uno que se arrodilla cuando le ponen por delante un buen plato de jamón ibérico.

Anónimo dijo...

Pues ya ve, a mí eso me pasaba en misa. Cuando iba. O me "hacían ir". Nunca sabía qué tocaba...levantarse, arrodillarse, sentarse, santiguarse, contestar al cura, o repetir sus palabras. Por dió. Creo que empecé con el estrés en esa época.

Por cierto, sigo odiando la cebolla. La nuestra será una relación de odio/odio para toda la vida, y la muerte, me temo.

(Y ni besos ni nada, que estoy de mala hostia!)

Anónimo dijo...

La infancia está llena de sabiduría. En lo que respecta a judías estoy con "Ginebrita" (fastidiese, por conversa) y en lo referente a banderas con Bruno
http://dry-gin.blogspot.com/2008/06/bandera-de-verano.html

Saludos,
Arc

Misia dijo...

Holaaa...
Jodías verdes, las llamábamos en casa. Un saludo.

Ginebra dijo...

G.:
Ah! pues yo a la mujer encantadora no la ví, pero había un hombre guapísimo...

Lupe:
Pues no sé pero ya que se sabe el himno debería cantarlo a voz en grito ante la vista de cada bandera (y me avisa, que no me lo pierdo).

Carmenneke:
Bueno, bueno, que lo del jamón tiene su lógica, eh.

Anónimo:
Mujer, es que usted iba a misas de ésas en latín... así imposible qué toca en cada momento.

Arc:
Um... igual es que nadie le ha preparado unas judías verdes en condiciones.

Misia:
Pero bien jodías, eh!

T dijo...

Llevo media hora riéndome, Gin. Nunca le agradeceré bastante lo bien que me lo paso en su blog.

Ginebra dijo...

Miss T.:
Me alegro, querida.