jueves, 26 de febrero de 2015

El hombre sobre mi conciencia

Hace más de veinte años que vive dentro de “La insoportable levedad del ser”. Se me olvida que está allí hasta que saco el libro de la estantería, y se abre siempre por la página en la que se esconde la fotografía desde la que me mira fijamente, sonriendo siempre. Trabajaba en un periódico y disfrutaba su trabajo. La verdad es que disfrutaba con todo lo que hacía: jugando al baloncesto, haciendo fotografías, bailando. Era un bailarín brillante, de esos que en escena atrapan todas las miradas. También las atrapaba fuera del escenario. Y fuera de la pista. Y fuera donde fuera. Sonreía y desbordaba vida. Inventaba proyectos de trabajo constantemente y me llamaba a cualquier hora para contármelos. Hicimos planes para encontrarnos de nuevo pero la guerra lo hizo imposible. No volví a saber de él. Nunca supe si luchó, aunque estoy segura de que lo hizo, ni cómo ni dónde. Tampoco supe nunca si resultó herido, si murió, o si pudo vivir. No sé si ha podido volver a sonreír como lo hacía. Y aunque sé que no podría haber hecho nada, que no estaba en mi mano salvarle, cuando me mira, atrapado en su fotografía, su sonrisa se vuelve dura y el alma se me llena de dolorosa culpabilidad.

miércoles, 11 de febrero de 2015

De película de zuto

Pinocho cumple años, 70. Hay que ver, el pobre, que en 70 años todo el mundo le recuerda como un mentiroso de narices (jejeje). Y eso que hizo más cosas, eh, que pasó de ser un tarugo a un niño de verdad (a ver, esto no es muy reseñable, que por lo que tengo visto y comprobado los niños de verdad son bastante taruguetes), escapó del vientre de una ballena (igual a Collodi y al autor de La Biblia les habría venido bien haberse visto unos documentales sobre costumbres alimentarias de las ballenas, no sé), se salió solito de los vicios y dejó de beber y de fumar sin chicles de nicotina ni grupos de apoyo ni nada. Le ayudó un hada (azul, como los príncipes y los pitufos), vale, pero lo hizo. Y total, para qué, si todos le recordamos solamente por haber dicho alguna que otra mentira. Que tampoco es tan grave. A ver, ¿quién no ha mentido alguna vez? Es verdad que hay personas con más tendencia que otras, por ejemplo mi hija Kenya, que desde chiquitilla ha tenido mucha afición a mentir descaradamente. Para que se hagan una idea, tenía poco más de dos años la criatura cuando un día se descolgó con que no quería ir a casa de sus abuelos porque su abuela le pegaba con un palo en los ojos. A JB y a mí nos dio mucha risa cuando lo dijo pero había que ver a mi suegra, que era toda una dramaqueen, haciendo una escena que ni Margarita Xirgu; lloró, echó mocos, amenazó con desmayarse, siguió llorando, echó más mocos todavía… un espectáculo. Y Kenya, lo de contar trolas no ha parado de hacerlo, eh, es mi hija y la quiero y todo ese rollo, pero miente a nivel olímpico, para qué lo voy a negar. Lo bueno es que como todos lo sabemos no nos creemos ni la mitad de las cosas que nos dice. Yo me lo tomo con tranquilidad pero está feo. Mentir está feo y yo no lo hago. Quédense tranquilos, que yo no les miento. Otra cosa es que a la hora de contarles las cosas elija resaltar determinadas cosillas y pasar otras por alto. Pero eso no me convierte en una mentirosa. Lo digo porque ha habido más de una ocasión en la que alguno de ustedes ha dudado de lo que les contaba, e incluso ha habido quien directamente lo ha puesto en tela de juicio (no quiero dar nombres para no acusar, pero empieza por Alma y termina por Leonor), que todavía recuerdo aquella vez que tuve que colgar los vídeos del jabalí aquél que se bañaba en las piscinas de Torrox. Y si han dudado de cosas así, qué no harán esta vez. Pero es cierto, eh, y quien dude que le pregunte a mi amiga Pepi.

Pepi vive a tres calles de mi casa. La semana pasada murió su madre y estaba bastante triste, así que no me sorprendió que me llamara el viernes y me invitara a merendar el sábado por la tarde. “Querrá que le haga compañía” pensé yo. Me extrañó un poco que me dijera que fuera en chándal, concretamente con el chándal más viejo que tuviera, pero pensé que era un trastorno ocasionado por la pena, que cosas más raras se han dado. Como además el chandalismo me encanta (aunque no lo practico nada, eh, que les veo venir) obedecí y me planté en su casa con un pantalón viejo de chándal que se dejó JB y un forro polar que no sé de dónde salió ni me importa. Pepi me abrió la puerta vestida más o menos como yo, o sea, hecha una mamarracha, pero lo que me extrañó no fue eso, lo que me extrañó fue que no estaba tristona ni desanimada ni nada. A ver, lo del chándal es rarísimo porque Pepi va siempre más arreglada y más bonita que un sanluis, si hasta lleva uñas de gel con brillantitos incrustados y todo, pero como yo achacaba el chandalismo a lo de la pena y tal, pues encontrarme aquella querencia al chándal sin que hubiera trastorno por medio sí me sorprendió. Pepi no sólo no estaba triste sino que estaba bastante más parlanchina (todavía) de lo normal. Nos tomamos una tetera con dulces mientras charlábamos de nuestras tonterías, y nos bebimos la última gota de té, Pepi se puso seria.

- Gin, tengo que pedirte un favor muy grande. Pero muy grande muy grande. Yo sé que te va a sonar rarísimo, y estás en tu derecho de negarte, pero lo necesito.

- A ver, dime.

Yo estaba intrigadísima y a la vez un poco alarmada, que mi imaginación tarda nada y menos en dispararse y ya estaba yo montándome unas películas de impresión. Pepi siguió contándome, muy seria.

- Tú sabes que ha muerto mi madre.

- Sí, sí, lo sé, mujer, si estuve en el entierro.

- Sí, eso, el entierro, a eso iba. A mi padre le incineramos, así que no hubo problema, pero mi madre quería que la enterráramos con su madre. Como mi abuelo murió en África y le enterraron allí mi madre siempre decía que no quería dejar sola a mi abuela.

- Ajá.

- Así que cuando murió mi madre llamé al de la funeraria para meterla con mi abuela. Y van y me dicen que no puede ser porque no cabe.

- ¿Cómo que no cabe?

- Eso, que no cabe, que como ya hay más familiares enterrados allí, que o sacamos a alguno o que no cabe. Me daban también la opción de ampliar la concesión con otra tumba, pero era carísimo. Carísimo carísimo, vaya, y encima no estaba ni cerca.

- Ya… ¿y cómo lo solucionaste? Porque yo recuerdo que a tu madre la enterramos en la tumba familiar. O sea, que cupo.

- Sí, sí, claro que cupo, porque sacamos a uno, concretamente a mi abuela. Ya ves tú, tanta historia con que no quería dejarla sola y al final la desalojó de la tumba. Claro que no ha sido por su gusto, que por ella no… vaya, que ella se habría tirado al mar antes que sacar a su madre de allí, pero claro…

Pepi se estaba empezando a ir por los cerros de Úbeda, y cuando le pasa es peligrosísima porque salta de unos temas a otros sin transición, ni orden, ni concierto, ni ná de ná.

- Sí, sí, me hago una idea. ¿Y qué habéis hecho con la abuela?

Ahí Pepi cerró la boca y la apretó tan fuerte que le salieron unas arrugas feísimas a los lados y yo pensé que igual hasta rompía una muela y todo. Se levantó muy seria y me dijo: “Ven”. Y yo, claro, fui.

Bajamos a la planta baja. Entró en la habitación que usa para guardar las cosas del verano: las tumbonas, las cosas para limpiar la piscina, la colchoneta inflable, las sombrillas, las esterillas… en fin, los cachivaches del verano que en invierno lo único que hacen es estorbar. Se paró en medio de la habitación, y me señaló con la barbilla. Yo miraba por todos lados sin entender nada, y ella seguía dando barbillazos. Me fijé. Lo que Pepi me señalaba era una loneta que normalmente usaban para cubrir la mesa y las sillas de madera y protegerlas de la humedad, y que en ese momento estaba encima de una especie de cajón alargado.

- ¡Pepi, no será verdad!

Pepi asintió.

- No jodas, Pepi, ¿Qué te has traído a la abuela muerta a casa?

- ¿Y qué iba a hacer, Gin? Si tenía que enterrar a mi madre, y no daba tiempo a nada, y además la tumba era carísima, y encima estaba en la otra punta del cementerio. Así que firmé los papeles, la metimos en el coche y me la traje.

- Ya me habría gustado a mí verte atravesar la ciudad con una caja de muerto llena en el coche. ¿Y qué vas a hacer con ella?

- Pues por eso te he llamado, Gin. Necesito que me ayudes porque yo sola no voy a poder y no me va a dar tiempo, que igual en cavar se tarda mucho.

- ¿Qué qué???

- Vamos a enterrarla en el jardín, Gin. Tú y yo. En la esquina del fondo, donde tengo los rosales. Y luego le pondré un rosal encima, que siempre le han gustado mucho.

- A ver, Pepi, eso no se puede hacer. Que esto no es como cuando JB enterraba los conejos en el jardín, que hablamos de una persona. ¿Tú te crees que esto es una película de Almodóvar, o qué?

- ¿De Almodóvar? ¿Cuál? Aaaaaaah… sí… aquélla en la que Penélope Cruz y su amiga puta enterraban al marido que quería acostarse con la hija.

- Ésa, Pepi, ésa. Tú es que te crees que la vida es como en las películas y no es así, eh.

- No, mujer, que yo y sé que la vida no es como en las películas, pero mira, esto sí es un poco de película, eh. Tú y yo, Penélope Cruz pidiendo a su amiga puta que la ayude y eso.

- Tú sueñas, Pepi; en cualquier caso yo sería Penélope Cruz y tú la otra.

- Bueno, pues tú Penélope Cruz, pero me ayudas ¿vale?

Y me dejé convencer. Así que salimos al jardín con un par de linternas y nos pusimos a cavar intentando no hacer mucho ruido para que los vecinos no se enterasen. Tampoco hacían falta tantas precauciones porque el viento era tan fuerte que no se escuchaba otra cosa. Al rato nos cansamos.

- Pepi, esto no va a salir bien, eh. Mira el rato que llevamos y no avanzamos nada. Aquí no cabe la caja ni de coña.

- Em… estaba pensando… ¿la abrimos y la volcamos tal cual? Seguro que no hay más que cuatro huesitos, y eso en el agujero que hemos hecho cabe de sobra.

- ¡Tú estás loca!

- Pues hala, hay que seguir cavando.

- Bueno, vale, pero la abres tú que para eso la muerta es tuya. Y vamos a ponernos guantes.

- ¿Por si las huellas y eso?

- No, mujer, por el asco.

- Ah, sí.

La verdad es que yo esperaba mucha más resistencia pero no costó nada abrir la caja. Pepi se asomó y lanzó una maldición. Dentro de la caja había otra caja un poco más pequeña.

- ¡Toma ya! ¡Como las muñecas rusas!

- Pues ésta tampoco cabe, creo; habrá que abrirla también.

Y Pepi abrió la segunda caja. Dentro había una bolsa un poco birriosita. Pepi la cogió (“Menos mal que se te ocurrió lo de los guantes, Gin, porque sí que me da un poco de repelús”) y la lanzó al agujero. Mientras caía, los huesos sonaron como una maraca rota, como un sonajerillo de niño chico. A Pepi no sé, a mí me dio un poco de mal rollo, pero se me pasó enseguida porque no nos costó nada rellenar el agujero y poner el rosal encima y todas las zarandajas que quería Pepi.

- Vale, Pepi, hecho. ¿Y ahora qué vas a hacer con las cajas?

Miramos el ataúd y la caja interior.

- Si las rompemos un poco las puedes quemar en la chimenea.

- Ay no, Gin, que eso me da mucho yuyu

- Joé, Pepi, ¿acabamos de enterrar a tu abuela en el jardín, metida en una bolsita de mierda y no te ha dado yuyu?

- No, no mucho, la verdad. Habrá sido la adrenalina ésa.

- Pues tú me dirás, porque no las vamos a sacar al contenedor de la basura, que enterrar gente en los jardines está prohibido. Vaya, está prohibido enterrar animales, que no veas el pollo que montamos cada vez que se nos muere un gato y tenemos que enterrarlo, así que de las personas ni hablamos. Y como saques las cajas al contenedor va a cantar mucho que alguien ha enterrado a alguien. Y tu madre ha muerto hace poco así que te van a investigar la primera. Te pillan fijo.

Pepi me miraba asintiendo.

- ¡Ya lo tengo! Las rompemos un poco y desparramamos los trozos por distintos contenedores.

Vale, era de locos pero después de la noche que llevábamos no me sonó ni mal. Tampoco tardamos tanto en desarmar las dos cajas, pero las dejamos reducidas a tablones, que no era plan de provocar un infarto a los basureros. Y así, escachítas, cabían fenomenal en el maletero de su coche. Bueno, iban un poco justas; habrían ido mejor en el mío, que es más grande, pero me negué. Decidimos que diseminaríamos los trocitos por contenedores que nos pillaran lejos lejísimos. Una estaría al volante, con el motor en marcha, mientras la otra dejaba los tablones en el contenedor. No le dí opción a Pepi: conduciría yo y ella descargaría los tablones, que para algo era su muerta. Y tan fácil que resultó. Como hacía una noche perruna total, venga a soplar viento, venga a soplar viento, y frío a rabiar, no había un alma por la calle, así que nadie nos vio delinquir repetidamente.

Y quien no me crea que le pregunte a Pepi.




miércoles, 4 de febrero de 2015

Sinestesia

Las palabras tenían sabor, y se extendía a las personas por el nombre. Así, en el colegio, le cayó bien Dorita porque sabía a tortilla de patata, y como las acelgas le asqueaban, detestó a Adolfo. Al crecer la cosa se complicó. Hugo era chocolate negro, Marcos nata y hojaldre fresco, Rafael la mejor fideuá, y Javier una empanada casera. No necesitaba ni besarlos, pronunciaba sus nombre y se sentía caníbal. Conoció a Santiago un invierno de resfriados continuos y sentidos atrofiados. Cuando llegó el verano se habían paladeado tanto mutuamente que no notó que Santiago sabía profundamente a almendras.

domingo, 1 de febrero de 2015

Bichos, bichos

Ayer estuve viendo “Noé”. Bueno, más que verla la estuve mirando, que al poco de empezar me dio la risa y se me fue la cabeza a mis cosas. Saqué un par de cosas en claro: una, que a Russell Crowe le van los personajes así como brutillos y de época, que vestido de normal pierde mucho, y dos, que si en vez de encargarle la cosa del arca a Noé Dios me la hubiera encargado a mí, lo habríamos llevado claro. Ya me veo yo:

- Gin, ¿qué tal llevas mi encargo?
- ¿Lo del arca y los animales? Bien, bien, diosito, sobre eso quería yo hablarte.
- Tú dirás.
- Pues que yo sé que tú les tienes cariño porque los has creado a todos y eso, pero que he pensado que no vamos a llevar gallinas. No me gustan nada las gallinas, huelen fatal, y además ya llevamos avestruces, que ponen huevos mucho más grandes. No necesitamos esos bichos asquerosos para nada
- …
- Y ya que estamos, las palomas tampoco deberían venir. Ni los loros, ni los grajos. Te he hecho una lista de animales que igual nadie echa de menos.

Vaya, que habría reducido la lista de especies animales a la mitad. Y no habría pasado nada, seguro. De hecho, yo me habría ahorrado las fiebres mediterráneas, porque las garrapatas se habrían quedado en tierra. Ya habrían podido llorar y gritar con su vocecita chillona de garrapata “Gin, llévanos, por favor por favor”, que habría dejado que se ahogaran tan ricamente. Y luego, otra cosa que nunca me ha quedado nada clara. Dos animales de cada especie. Dos. O sea, perros dos. Vale, dos, pero ¿de qué modelo? Que ya me imagino yo luego teniendo que explicarle a Dios unas cuantas cosas.

- Gin, ¿dónde están los chihuahuas?
- Ah, ¿qué los chihuahuas también tenían que venir?
- Claro.
- Dijiste dos de cada especie. A ver, que si tenías especial predilección por alguno igual tenías que haber sido un poco más exacto en las instrucciones, eh, y no dejarme elegir a mí.
- Ya que estamos. Dije dos, ¿por qué hay media docena de cerdos?
- Ah, no, no, dos son para perpetuar y eso; los demás son para el camino, que a ver dónde se ha visto una excursión sin bocadillo de jamón ni nada.

Lo dicho, menos mal que se encargó Noé porque vaya estrés y vaya desastre si me hubiera encargado yo, entre los que no me gustan y los que se me habrían olvidado, faltarían la mitad de los animales. Claro que igual no era ni malo. Por ejemplo, no habría cotorras que me cagaran en el tendedero, ni me pasaría media vida peleándome con los marditos roedoreh que quieren instalarse en mi casa. Y ya me gustaría eso, eh, que nos hemos tirado un par de meses peleando con ratoncitos variados. Bueno, no sé si han sido variados o ha sido solamente uno pertinaz como la sequía franquista, o qué. Lo que sé es que una mañana estaba desayunando en casa cuando vi un ratoncito corretear alegremente por el comedor y meterse debajo de la lavadora. No me sorprendí ni nada, que no es la primera vez que me encuentro uno en casa. De hecho, una vez tuvimos una plaga de ratones en una casa en el centro de la ciudad. Estaban por todas partes y aunque eran muy monos y no hacían nada terminamos por rendirnos y nos marchamos. Claro, esa vez me dio más igual porque no era mi casa, pero ésta no se la pienso dejar a los ratones, así que cuando ví al ratoncito corretear por el comedor me lié a poner trampas por todos lados, pero para nada porque no caía. Cada mañana bajaba al comedor un poco con el corazón partío. Por un lado, con la ilusión de ver al ratoncito pegado en alguno de los cartoncitos con pegamento que se esparcían por el suelo como si el comedor fuera un campo de minas, y por otro con el asco de ver al ratoncito pegado en alguno de los cartoncitos. Una incongruencia, lo sé, pero qué quieren, así soy yo. Una semana estuvimos así: yo poniendo trampitas por las noches, y el ratoncito esquivándolas. Madagascar, que es mala, actualizaba el resultado en la pizarra del comedor: “Gin 0- Ratoncito 6”. Y así hasta que pasó una semana y yo pensé que el ratoncito se había ido igual que había venido, o sea, por la puerta. Ilusa de mí, también pensé que no volvería hasta que un día escuchamos un correteo por dentro del tubo de salida de aire de la campana extractora. Al principio nos reímos un poco, hasta que el ratoncito dejó de corretear por el tubo y empezó a roerlo. Ahí nos planteamos que más valía ayudarle a salir, así que metimos una cuerda por la chimenea de salida del tubo y nos sentamos a esperar a que Ryan (sí, qué pasa, nosotros ponemos nombre a todos los animales que pisan la casa) saliera. Y salió, ya les digo que salió. Escaló por la cuerda divinamente y se metió debajo de una maceta. Y yo creía que con aquello Ryan ya habría escarmentado, pero parece que los ratoncitos con de ideas fijas porque dos días después entró Madagascar en mi dormitorio. Domingo, seis de la mañana.

- Mamá!
- …mmm???
- Nada, que anoche fui a hacer pis en el baño de abajo y vi un ratoncito que se estampó con la puerta. Por lo visto el pobre quería salir pero no atinó bien.
- Ya! ¿Y?
- No, que he vuelto a entrar en el baño y sigue ahí. Para mí que no es muy listo porque ha vuelto a estamparse contra la puerta así que he metido a la gata en el cuarto de baño y he cerrado la puerta. Te lo aviso por si oyes ruidos raros en el baño.

Cuando bajé abrí la puerta del cuarto de baño y la Mini salió con cara de ofendida, como mosqueada por haberse pasado allí la noche, pero ni se relamía ni nada, así que cerré la puerta y volví a preparar unas cuantas trampas con pegamento. Cada hora abría la puerta con mucho cuidadito y miraba las trampas esperando encontrar a Ryan pegado en alguna de ellas, pero no había nada que hacer. Ryan era un torpe y se daba con la puerta en la cabeza pero sabía lo que era una trampa. Y mientras yo aumentaba el número de trampas Ryan había urdido un plan para escapar del cuarto de baño, consistente en roer el marco de la puerta como si no hubiera un mañana, y hacer un túnel digno de La gran evasión. Y lo habría logrado si una mañana, al volver de la Facultad, Madagascar no se hubiera encerrado en el cuarto de baño armada con la escoba. Yo la escuchaba desde fuera.

- Ajá! Estás ahí dentro! (“ahí dentro” era la alfombrilla de la ducha, donde Ryan se había refugiado pensando que nadie le iba a ver pero ignorando que su cuerpo formaba un bultito sospechoso).
- Písale! – grité yo.
- ¿Con las zapatillas de toalla? Estás loca!
- Pues tú me dirás qué haces.

No me lo dijo exactamente, pero lo fui adivinando sin problemas.

- Ven aquí y no corras, que te voy a dar igual!
- Ay, pero es que es monísmo! ¿No me lo puedo quedar? ¿De verdad hay que matarlo?
- Que no corras, he dicho!
- Deja de dar vueltas al lavabo!

Plas! Plas!

- Ja! Te he dado!
- Mamá! O le he matado o se hace el muerto! ¡¡¡!!! Que está vivo! Jodío, qué buen actor eres! Me habías engañado.

Plas! Plas! Plas!

- Ja! Ahora sí que estás muerto!

Héctor y yo entramos en el cuarto de baño y nos encontramos a una Madagascar triunfante junto al cadáver de un ratoncito adorable.

- Pero qué masacre es ésta! Si el ratón es minúsculo y hay sangre hasta en los azulejos de las paredes!

Héctor no daba crédito. Madagascar nos lanzó una mirada glacial y masculló algo así como “haberlo hecho vosotros, inútiles”, mientras se iba a la cocina a prepararse la comida tan campante. Cuando terminamos de limpiar el cuarto de baño nos la encontramos terminando de comer.

- Pero ¿ya has comido? ¿no has esperado a nadie?

Madagascar me miró muy seria.

- Yo gran cazadora. Mujer, tú comer después.