jueves, 24 de octubre de 2013

La vida NO sigue igual

Julio Iglesias no me gusta, no me gusta nada. Y ustedes dirán, “mira ésta, tanto tiempo sin dar señales de vida y aparece para decir esto”. También pensarán “y a nosotros qué nos importa”. Incluso habrá quien haya dicho “pero ¿por qué???” con aire así como sorprendido y escandalizado. Ya, no, si igual tienen razón pero como es mi blog se aguantan. No me gusta Julio Iglesias. Es blandito, tiene voz de chirla, y canta cosas que no van conmigo. La vida sigue igual, dice. ¿Igual que cuándo, a ver? La vida no sigue igual para nada. Al menos la mía. Desde que no me leen en mi vida han cambiado muchas cosas, desde mi estado civil hasta el color de pelo de mis hijas, y sepan que si no he asomado antes ha sido para no tener que contárselas, que bastante tienen ustedes con lo suyo. La vida, definitivamente, no sigue igual, aunque hay cosas que reaparecen de cuando en cuando (desafortunadamente más cuando que cuando); vienen a ser como ese pepitogrillo que les ponían a los chuliguays al lado para que les susurraran lo del memento mori: recuerda que eres mortal. En mi vida hay varios susurradores de esos, lo que pasa es que en mi caso no susurran sino que tienden a ser un poco escandaleras, y todavía no sé muy bien lo que quieren decirme porque lo del memento mori como que no va a ser, no. Como ustedes son bastante listos e inteligentes, habrán adivinado ya que los susurradores de mi vida son los animales, los obreros, y las situaciones absurdas. Bueno, también están los majarones, pero estos igual es mejor meterlos en las situaciones absurdas y así nos ahorramos un epígrafe más, que yo no los pongo porque no me gusta y soy desordenada por naturaleza, pero el día que me caiga de la moto y me dé un aire como a San Pablo a saber, igual me pongo a hacer listas de todo, y cuanto más simplificadito lo tenga, mejor. Quedamos, pues, en que animales, obreros, y situaciones absurdas. A veces vienen de uno en uno y miren, se pueden soportar e incluso hasta se pueden controlar. Lo malo es que me da que son listillos y eligen agruparse, sin que las combinaciones tengan reglas fijas ni restricciones de ningún tipo. Se pueden imaginar (ni loca me pongo yo a enumerarlos) los posibles resultados: todos ellos espeluznantes. Estas semanas tocan obreros, concretamente en su versión cristaleros. Como es una larga y triste historia no se la voy a contar en detalle, y eso que se ahorran; baste con que se queden que el techo del comedor de mi casa está formado por ocho planchas de cristal de las cuales se rompieron tres durante uno de los inviernos más lluviosos que hemos tenido en los últimos años. Si lo pienso bien es curioso que viva en la Costa del Sol y que todos los problemas que tenga en la casa sean siempre a causa de la lluvia. No me quiero imaginar lo que sería si viviera en Seattle. Pues que después de pasar todo el invierno comiendo con el paraguas abierto, y después de comprobar que es un desastre que se moje la instalación eléctrica de la casa, a finales de verano vinieron a cambiar los cristales rotos y pusieron unos nuevos, muy bonitos, pero mucho mucho, bonitos y totalmente distintos a los anteriores pero ni nos importó, que cada plancha de cristal costaba un congo y además me da mal rollo quitar algo que está en perfecto estado de uso solamente por estética. Y una vez cambiados los cristales todo era alegría, alegría, y pan de Madagascar, como dice Ariel. Hasta que volvió a llover, concretamente anteayer, y me saltaron las alarmas cuando vi a la perrita (perrita nueva, ¿ven cómo la vida no sigue igual?) beber agua de un minicharquito en el comedor. Me faltó tiempo para mandar a mi contratista un mensaje lastimero cuajadito de smileys que lloraban como magdalenas. Llamarle no, porque eran las 6:15 de la mañana y no quiero que me odie, al menos no mucho. Mi contratista (que por cierto es un clon del doctor House sólo que en versión “señor sonriente que canturrea las canciones de las pelis disney cuando trabaja”, lo cual da mucho yuyu aunque mucho más yuyu daría si pusiera siempre la cara de mala ostia de House, claro) me respondió con otro mensaje en el que me decía que el cristalero iría por la tarde. Hablamos de la tarde de ayer. Que el cristalero iría a mi casa, hala, así sin consultar si iba a haber alguien o no. Vale que Luciano, el contratista, se sabe de memoria el horario de mis clases de pilates (¿ven? ¿ven cómo la vida no sigue igual?) y de danza (ídem) pero vaya, que al principio pensé que se había arriesgado mucho mandando al cristalero a casa sin preguntar antes. Y hala, ahí que fui toda la tarde como las locas: que si ahora come corriendo en veinte minutos para ir a recoger al monitor de pilates, que se ha quedado sin coche y como vaya en autobús nos dan las uvas esperándole, que si pásate una hora retorciéndote por el suelo, saltando, haciendo el enanito, y haciendo ejercicios que estoy segura de que están prohibidos por la Convención de Ginebra, y corretea después con el coche como una loca montaña abajo para llegar a casa antes que el cristalero. Madagascar me informó a gritos desde no sé muy bien dónde de que no había venido nadie antes que yo, y me senté en el jardín. Y fue como si el tiempo se detuviera para siempre. Los minutos se deslizaban uno tras otro, despacísimo, tomándose su tiempo, incluso regodeándose en el trayecto. Y yo los veía pasar por el simple procedimiento de mirar fijamente el reloj. El tiempo detenido. De esas cosas que cuando pasan en las películas son preciosas, pero que cuando te pasan te ponen de los nervios. Y de los nervios estaba dos horas después, cuando constaté que anochecía y que no, que el cristalero no había venido en toda la tarde y que ya no iba a venir. Y que el cielo se estaba volviendo a poner negro de nubes. Y que encima no tenía yogures en la nevera, gran drama donde los haya. - Madagascar, me voy a comprar yogures! Si viene el cristalero le escupes de mi parte!- grité al vacío. Y desde el vacío me llegó un “¡vale!” lejanísimo. Y me fui. Y compré los yogures. Y me olvidé del cristalero y la madre que lo trajo. Y todo fue bien hasta que al meterme en el coche para volver, la tarjeta del coche salió volando (es que mi coche es supersofisticadodelamuerte y no tiene llave, no, tiene una tarjeta que lo hace todo: abre puertas, arranca el coche, vuela...) y aterrizó debajo del coche de al lado. Me agaché y ahí estaba, justo en medio. Miré alrededor a ver si había algo que pudiera utilizar para empujarla y sacarla pero ná. A ver, ¿qué esperaba encontrar en medio de un parking? ¿un bracito extensible? Bueno, también podía haber un palo de escoba viejo, o un trozo churretoso de madera, o algo, díomío, algo que me permitiera recuperar mi tarjeta. Les juro que lo intenté todo para sacar la llave sin tener que reptar como una lagartija (y desde aquí afirmo que lo de “accio tarjeta” no funciona un pimiento, y que como todos los conjuros sean igual de malos los libros de Harry Potter van a ser una mentira como una catedral) hasta que tuve que rendirme y arrastrarme debajo del coche estilo comando, avanzando los codos poquito a poco hasta que los bajos del coche toparon con la parte más sobresaliente de mi yo posterior, o sea, que no me cabía el culo debajo del coche, y eso que era un todoterreno, que son más elevaditos y dejan más hueco. Y como ya estaba en una situación ridícula y sospechaba que si achuchaba un poco conseguiría meter el culo pero a saber si luego lo iba a poder sacar, y además ya llegaba con los deditos a la tarjeta, empecé a recular, también al más puro estilo comando, acompañando cada centímetro de retroceso con un montón de palabrotas dignas de ser olvidadas para siempre jamás. Y justo estaba ya a punto de incorporarme más contenta que unas pascuas cuando vi unas zapatillas de deporte junto a mi cabeza. Y pegadas a las zapatillas unas piernas, y a continuación un tronco, y una cabeza con su correspondiente nariz, boca abierta, mandíbula descolgada, ojos desorbitados... A ver, que yo entiendo que ver un culo adosado a tu coche es raro, y ver luego emerger de debajo de tu todoterreno querido a una señora malhablada, despelujada perdida, y cubierta de suciedad (asco de suelo, eh) es como un tanto raro, pero vaya, que podía haber disimulado, que me dio la risa a mí y me fui soltando carcajadas como si hubiera sido él el que hubiera hecho el soberano ridículo en lugar de haber sido yo. Farfullé algo tipo "quesemehacaídolatarjetadelcocheperoyalaherecuperadonopasanadanopasanada", me monté en mi coche, y me fui tan pichi. Acaban de llamarme. Que mañana viene el cristalero. ¡¡¡A temblar!!!