viernes, 27 de noviembre de 2009

El hombre del autobús

No sé quién es. Ni siquiera sé cómo se llama. Pero sé muchas cosas de él. Sé en qué países ha vivido, cómo son las relaciones con sus padres, cuánto hace que no ve a sus hijos, cómo le gustan las mañanas, que prefiere el frío al calor, que le gusta conocer a todo tipo de gente, que no califica a las personas en general sino individualmente, ni juzga a los países por una parte de sus habitantes. Sé que le gusta hablar y le desagrada que la gente de aquí le mire con una cierta prevención por ser extranjero. Por eso le gusta hablar conmigo, porque tampoco soy de aquí. Sé que se ducha por las mañanas, aunque esto no me lo ha contado, esto lo sé porque es el hombre que mejor huele en el autobús, huele a una mezcla de gel y colonia. También sé de dónde es y esto tampoco me lo ha dicho, pero no hace falta, no hay más que oírle hablar. No sé quién es. Ni siquiera sé cómo se llama. Él tampoco sabe quién soy yo, ni cómo me llamo, pero cada mañana cuando llega a la parada del autobús me saluda, hacemos un par de comentarios sobre el tiempo (para él todas las mañanas son lindas, aunque en realidad sea de noche cerrada y caigan chuzos de punta) y luego me habla de él, de su vida. Y ocurre de una manera natural y finaliza cuando llega el autobús. Nunca nos sentamos juntos, no seguimos hablando durante el trayecto, cuando llegar el autobús nos despedimos deseándonos un buen día (en realidad él me desea “que tenga un día lindo”) y cada uno nos dedicamos a leer nuestros libros. No sé quién es ni cómo se llama, pero el hombre del autobús convierte los momentos vacíos de espera en pequeñas novelas.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Perversiones navideñas

Yo no sé si es que los servicios operativos de la ciudad se aburren o qué, pero cada año ponen antes las luces de Navidad y cada año las quitan más tarde. Y las quitan porque tienen que poner las luces de Carnaval (sí, sí, de Carnaval); y éstas las quitan por la Semana Santa, porque quedaría fatal que procesionaran las imágenes sangrantes y dolientes, que van casi luciendo vísceras, entre farolitos jolgoriosos con forma de máscaras y de notas musicales. Pero en cuanto pasa la Semana Santa y consiguen quitar la cera de las calles (que hay que oír los chirridos cada vez que pasa un coche: ñiiiiiiiiiiii, ñiiiiiiiiiiii, que da la sensación de que el coche derrapa de mala manera, y es que sí, que un poco derrapan de mala manera), hala, ya están otra vez colgando churiburris para la Feria. Y vuelta a empezar el ciclo festivo. A mí al principio, cuando llegué, me hacía gracia ese afán festero hasta que me dí cuenta de que lo hacen porque tampoco tienen mucho más que hacer, y a fuerza de repetir ciclos consiguen que todo sea siempre previsible hasta el aburrimiento. Vale, cada año ponen luces de Navidad distintas a las del año anterior, pero ni aun así. Además me he dado cuenta de que aplican puntualmente la consigna ésa de “recicla, reduce, reutiliza”. Bueno, aplican lo de recicla y reutiliza porque lo de reduce ni de coña, que cada año ponen los churiburris más grandes. Por ejemplo, el año pasado el Ayuntamiento sorprendió a los vecinos del pueblo colocando una especie de cruce entre reno y jirafa en todas las rotondas de la carretera. Eran enormes, ni que los hubieran criado con piensos compuestos, tanto que impedían la visibilidad de los cruces y ahí que íbamos todos los coches, a 30 y con más miedo que vergüenza. Y lo divertido fue después de Nochebuena, una noche que hubo un temporal de viento y un reno jirafesco salió rodando carretera abajo. Menos mal que fue de madrugada porque menudo susto encontrarte semejante bicho revolcándose por la carretera.La cosa es que a mí los renos mutantes aquellos me sonaban mucho pero no conseguía ubicarlos hasta que Kenya me dijo que eran los mismos que había puesto hacía tres años El Corte Inglés. Y ahí se me encendieron todas las luces de golpe, que parecía mi mente Cortilandia en plena exhibición: efectivamente eran los mismos engendrillos de reno. Yo estuve preguntando con quién había que hablar para pedir los renos esos, que me encantaría ponerlos en mi jardín y que se vieran desde la carretera. Anda que no iba a molar ni nada. Pero no hubo manera de enterarme, todo el mundo me ponía cara de asombro infinito, balbuceaba cosas ininteligibles y me mandaba a hablar con otra persona. Y así de oca a oca hasta que al final me fui al LIDL y al IKEA y me inflé a comprar mogollón de luces de colores con forma de corazón, de estrellas… para poner este año la casa como si fuera un restaurante chino.También compré un peluche con forma de comadreja, que por cierto, pensé que los niños suecos debían ser tela de raritos para jugar con comadrejas de peluche, pero a Bruno le encantó, igual me dieron el cambiazo en el hospital y el niño es nórdico. Y voy a empezar a poner las luces ya, como el Ayuntamiento, para que no me pase lo del año pasado, que por puritita pereza lo fui dejando y al final puse los adornos navideños en día 29 de diciembre, y los puse porque buscando un libro encontré una caja con el Nacimiento que me había regalado mi madre hacía unos meses. Vamos, hombre, no lo pongo y me deshereda. Este año no; ya le he dicho a JB que este mismo fin de semana voy a sacar todas las cajas de adornos de la casa para empezar la ambientación navideña. En eso sí voy a seguir las tradiciones de aquí.
No voy a seguir las tradiciones locales en cuanto a los dulces de Navidad, más que nada porque a mí eso de comprar tabletitas de turrón (de todos los sabores, aquí no se cortan un pelo en eso) en un puestecillo callejero en plena feria estival me da tanta mala espina como las manzanas cubiertas de caramelo. El algodón dulce me gusta. Ya, es una guarrada, lo sé, pero cada uno tenemos nuestros vicios. Este año no vamos a tener más remedio que comer mantecados y polvorones a porrillo porque Kenya se va de viaje de fin de estudios a Praga (menos mal, que hace dos años les dieron a elegir a los músicos de la banda municipal entre irse de viaje a Lisboa y a Benalmádena y eligieron Benalmádena, que está a un escupitajo de distancia del pueblo; yo creí que a Kenya le daba un ataque de la rabia que le entró) y están vendiendo dulces de Navidad para sacar dinero. Así que hoy han venido ella y Madagascar (que actuaba de ayudante) cargadas con montones de cajas supertentadoras. Han dejado las cajas y Kenya ha sacado un peluche con forma de pingüino. Muy mono. Monísimo. Bueno, me parecía monísimo hasta que Kenya me ha preguntado si quería un bombón y, ante mi sorpresa, le ha metido al pingüino la mano por el culo y ha sacado unos chocolatines. Madagascar y Bruno encantados, claro. Y yo me he quedado alucinada pensando quién habrá sido el pervertido que ha diseñado un peluche que echa bombones por el culo.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Más cine, por favor

Una de las cosas que peor llevo de la gente que quiero es la impuntualidad. Los otros me encanta que sean impuntuales porque así puedo despotricar más y mejor de ellos, y además me dan pie a dejar de hablarles o darles plantón; largarme y dejar plantado al que llega tarde me gusta mucho, qué le voy a hacer. Lo llevo fatal cuando lo hacen los amigos, claro, porque a esos no me gusta ni dejarles plantados ni ponerles verde. Se pueden imaginar que yo soy de una puntualidad británica. Es rarísimo que llegue tarde, al contrario, siempre procuro llegar antes de la hora establecida, aunque me dedique a dar vueltas por las cercanías mirando a los que van llegando. Porque eso sí, no me gusta llegar tarde a ningún sitio pero tampoco me gusta llegar la primera. Por mí llegaría siempre la última, cuando ya están todos los convocados, pero claro no puede ser porque si lo hiciera siempre llegaría tarde y no está en mi naturaleza. Ya saben, es como lo del escorpión, que no puedo y como no puedo no hay más que hablar. Los tardones me desesperan. Y los que me desatan la lengua cosa fina son los que llegan tarde al cine. En el teatro como no les dejan entrar una vez que ha empezado la función me da exactamente igual, pero en el cine... cómo detesto a esos que llegan cuando ya están poniendo los trailers y se dedican a ir restregando el culo por las rodillas de toda la fila mientras van espurreando palomitas por doquier y repiten “perdón” en el mismo tono que usan las abuelas con las letanías del rosario.

Bueno, la verdad es que tengo que reconocer que para el cine soy muy maniática y me molestan muchas cosas, no solamente los tardones. Por ejemplo, tampoco soporto a los palomiteros. Nunca he entendido qué es lo que mueve al personal a hincarse esos cubos gigantes de palomitas más saladas que la mar, y a pasarse la película sorbiendo un tanque de coca-cola en el que podría nadar un pato. Sobre todo en la sesión de las cuatro o las cinco de la tarde, cuando la mayoría de la gente de este país estamos en plena digestión. ¿Cómo se puede alguien inflar a palomitas y empapuzar todo eso con coca-cola? Y chuches, que muchos no se conforman con el cubo de maíz y se compran además una bolsa de gominolas, regalices, nubes, o a saber qué porcadas azucareras.

A mí, si estos placeres fueran silenciosos, no me provocarían más allá de la sorpresa de ver a un adulto medianamente maduro meterse eso en el cuerpo. Pero no, se trata de porquerías sonoras que producen contaminación acústica de todo tipo: desde el ruido de las muelas triturando palomitas (no vamos a hablar de los kikos y las patatas, que me cabreo), hasta la gente que se pasa la película rascando el cubo con las uñas cada vez que coge un puñao de palomitas, o los que eligen los caramelos envueltos con el celofán más crujiente del mundo. Claro que para mi gusto los más cochinos son los que sorben la coca-cola haciendo slurrrrrp-rrrrrrrrppp.

Tampoco me gustan los que hablan en el cine. No me importan los comentarios antes de la película, al revés, me resulta divertidísimo escuchar a la gente, pero una vez que empieza no soporto que hable nadie. Y eso que se oyen cosas descojonantes, que todavía recuerdo cuando salió Quevedo en “Alatriste” y los adolescentes que tenía sentados a mi lado dijeron: “anda, mira, Becquer”. Las carcajadas me salieron a chorros, que JB no entendía qué le veía de gracioso a la esa escena. O cuando terminó “El nombre de la rosa” y la chica de la fila de atrás dijo: “aaaaaaah... ya entiendo.... que la chica se debía llamar rosa... por eso han titulado así la película”. Hala, otra tanda de carcajadas. Los que no me hicieron ni pizca de gracia fueron unos japoneses que coincidieron conmigo viendo “El último samurái”. Estábamos solos en el cine ellos dos y yo, y como uno de ellos no hablaba español, el otro le tradujo la película enterita al japonés. Tócate los cojones, manolito, toooooda la película directamente al nipo, en el mismo tono de voz que si estuvieran en su casa y sin cortarse un pelo. Menos mal que habían roto esa regla de comportamiento no escrita que dice que si entras en una sala de cine te tienes que sentar justo al lado de los que hayan llegado antes. Aaaaaah, se siente, aunque tengas toda la sala para ti no puedes elegir acomodarte dejando filas o asientos por medio, te tienes que apegotonar con los que hayan llegado antes que tú. Es algo parecido a lo que hacen las ovejas en el monte, que las dejas sueltas y en vez de desperdigarse van siempre en rebaño. Claro que lo de las ovejas (y las cebras, y los ñúes) lo entiendo, que lo hacen para defenderse de los depredadores pero en una sala de cine me contarán ustedes qué depredadores nos van a atacar.

Aun así, con todas esas manías, me gusta el cine; más que gustarme me encanta, y JB y yo aprovechamos que en el pueblo hay 16 salas para escaparnos entre semana a media tarde, que no suele haber nadie. Y cuando digo nadie me refiero a que literalmente no suele haber nadie; que más de una vez hemos estado solos no ya en la sala sino en todo el complejo de los cines. Y eso que se trata de un circuito comercial a tope, que cuando han puesto los ciclos de cine en versión original o de ópera ni les cuento. Claro, así pasan las cosas que pasan, como la otra tarde, que subimos a ver une peli acompañados de Madagascar, que había terminado los deberes. Entramos y no había nadie, así que elegimos las butacas más centraditas, y justo cuando pensábamos que se iban a apagar las luces entró una pareja de venerables viejecillos. Los abuelos echaron un vistazo, nos vieron, y en lugar de buscar un sitio cómodo se dedicaron a escalar todos los escalones que fueran necesarios para sentarse justo en la fila de delante de la nuestra. Tardaron la tira, claro, que el hombre llevaba incluso un bastón. Y cuando ya estaban sentados dice la mujer: “Ay, yo tendría que orinar, que si no no voy a ver la película a gusto”. Y esto lo dijo cuatro veces, y cada vez elevando más la voz porque su santo no la oía. Al final, cuando ya el hombre se había enterado (como para no enterarse) la mujer añadió: “pero no sé yo si me dará tiempo”. Nosotros calculamos mentalmente lo que iba a tardar en bajar los escalones, quitarse los refajos para aliviarse, volver a colocarse los refajos, subir los escalones de nuevo... psé, una media película más o menos. La mujer, que debía estar haciendo el mismo cálculo, dudaba entre si irse o no, cuando de pronto se oyó una voz profunda que inundaba la sala: “vaya a mear tranquilamente, señora, que la esperamos; si es menester pongo los trailers dos veces, que hay tiempo pa tó”. Nos quedamos todos callados de la impresión. “¿Es Dios?” preguntó Madagascar muerta de risa. “En este momento yo diría que sí”, contestó JB muy serio. "Pues ya le gusta perder el tiempo", respondió Madagascar riéndose a más no poder. “Fíjate que yo creía que las cabinas ésas estaban insonorizadas” dije yo sorprendida. La mujer empezó a mirar hacia arriba, a todos lados, sin saber a quién ni a dónde dar las gracias, y se fue escaleras abajo seguida por la voz del marido, que preguntaba a voces quién había dicho algo y qué había dicho. Y sí, hubo tiempo pa tó, y vimos más tráilers que nunca.