martes, 27 de enero de 2009

Aachen

Viajamos en silencio. Aafke conduce y yo miro por la ventanilla. Lleva dos días lloviendo casi sin parar y hace frío. El coche de Aafke es viejo y la calefacción no funciona bien así que me arrebujo en el anorak y me coloco los guantes. Estoy de mal humor pero no quiero que Aafke se dé cuenta porque sé que se ha esforzado preparando la ruta de viaje. Ha planificado al milímetro los itinerarios, las visitas, ha calculado el tiempo que podemos tardar en cada lugar, ha buscado los sitios más apropiados en los que podemos parar para comer y ha preparado alternativas por si nos fallan los horarios. Lo tiene todo escrito. A cada día corresponden unos cuantos folios. Lo lleva todo guardado en una carpeta. Cada mañana subimos en el coche y me da los folios del día para consultarlos de cuando en cuando. Están en neerlandés y no entiendo nada así que ni los miro; me limito a sujetarlos y pasárselos cuando necesita hacer alguna consulta.

Aafke es buena compañía. Sabe estar callada. De hecho lo que no sabe es hablar mucho. Habla muy poco, solamente lo necesario y si puede ni siquiera eso, pero con Aafke el silencio no es un problema, siempre es cómodo. Este no hablar mucho ayuda a que mi mal humor pase desapercibido. Mejor. Si me preguntara no sabría decirle exactamente qué es lo que me desagrada. Lo más fácil sería echarle la culpa al tiempo. A la mayoría de la gente no le gusta esta lluvia constante; a mí me agrada, nunca me han deprimido los días grises. Sin embargo hoy me molestan las nubes, me molesta la falta de sol y de luz, me molesta la humedad del ambiente.

Cuando nos acercamos a la ciudad Aafke me cuenta dónde vamos. Me hace un breve resumen del sitio (que se llama algo así como "Oje") y me lo pinta como un sitio importantísimo, crucial para la historia. Mi mal humor continúa a lo largo del día. El tiempo ayuda a que la ciudad resulte ser un sitio oscuro y poco atractivo. Cuando llegamos a la catedral, cuya fachada se adivina impresionante, la lluvia arrecia y no podemos pararnos a contemplarla. Aafke ma va dando datos, pero no retengo ninguna de las explicaciones que me da.
Al final del día, mientras cenamos, Aafke me pregunta qué me ha parecido "Oje". Cuando le digo que no me ha gustado nada y que en realidad habría preferido ver Aquisgrán, que es un sitio que tengo muchas ganas de conocer, abre mucho los ojos y suelta una carcajada. Me sorprende, nunca la había visto reirse así. Ríe durante un rato hasta saltársele un par de lágrimas. Yo espero. Cuando se le pasa el ataque de risa abre la guía, busca Aquisgrán, me señala el nombre de la ciudad en alemán, Aachen, y conteniendo la risa dice "Oje". Y, aunque me siento totalmente ridícula, me entran ganas de reir y se me pasa el mal humor de estos días.

viernes, 16 de enero de 2009

Niebla privada

Todo empezó cuando le pusieron una multa por conducir con las antiniebla en una mañana de sol. Le extrañó que los policías parecieran no ver la neblina que envolvía el paisaje. Lejos de desaparecer, la niebla se fue intensificando aunque nadie más la veía. Comenzó a obsesionarse y sintió que las nubes se le metían en la cabeza, le nublaban la vista, le oprimían el cerebro, y hacían que sus sueños parecieran campos poblados de ovejitas blancas. Finalmente fue al médico. Mientras el doctor le extraía del oído la última bolita de algodón le prohibió que volviera a utilizar bastoncillos.

domingo, 11 de enero de 2009

Chunda, chunda...

A veces las abuelas tienen razón. No siempre, eh, pero a veces sí. Por ejemplo, cuando, hablando de comida, dicen eso de que el gusto va cambiando con los años. Por ejemplo, yo de pequeña odiaba las judías verdes y ahora me gustan mucho. Claro que también odiaba los purés (sobre todo los de pelos, puaj) y las sopas y a día de hoy es oler una sopa y entrarme unas arcadas y unas ganas de vomitar tremendas. Supongo que hay cosas que por muchos años que pasen no van a cambiar. Las judías verdes en cambio, así rehogaditas con ajito y jamón, me gustan mucho. Y mira que me daban asco, eh. Eso y las patatas guisadas no podía ni verlas. Una tontería porque en el colegio ponían las patatas guisadas con pimentón, que debían estar ricas, aunque no lo supe nunca porque me negué a probarlas jamás de los jamases. Claro que no tenía ningún problema porque a Jaime Salamil, que se sentaba en mi mesa en el comedor, le encantaban y me las cambiaba por la carne de membrillo, que a mí me dislocaba (y mi madre no la compraba nunca porque decía que engordaba mucho, qué rabia) y a él le daba repelús. Total, que nos lo cambiábamos, y tan ricamente. A mí me sorprendía un poco que Jaime se zampara aquella repugnancia poniendo los ojos en blanco pero oye, también a la Nuri (una niña que llegó a la calle de realojo porque habían tirado su casita en un poblado del barrio) le había parecido asqueroso que yo merendara pan con mantequilla y azúcar espolvoreada. Teniendo en cuenta que a la Nuri le gustaba comerse los mocos, que cuanto más verdes y más grandes más ricos le parecían, y luego se chupaba los dedos haciendo unos ruidos rarísimos, llegué a la conclusión de que a cada uno le puede gustar lo que quiera, y que mientras no me obliguen a mí a comerlo como si se quieren hincar un bocadillo de babosas. Además así la Nuri nunca me sacudió para quitarme la merienda como hacía con los demás niños, que tenían que esconderse en el cuarto de calderas del bloque para merendar, los pobres.

Y si yo no podía con las judías verdes, lo de mi hermana B1 era espectacular. B1 somatizaba de la forma más portentosa que he visto nunca. B1 leía el menú escolar para el mes (el colegio enviaba a los padres el menú de forma mensual y lo cumplían a rajatabla, es que no se desviaban del plan ni una miga) y se descomponía viva. Literalmente: le daban sudores fríos y le entraban unas cagarrinas que la pusieron un par de veces al borde de la deshidratación. Claro, es que B1 era más rara que la mar; no le gustaban ni los espaguetti del colegio, que a mí me encantaban porque en mi mesa jugábamos todos a comérnoslos aspirándolos de uno en uno. Ahora lo pienso y me parece una marranada de marca mayor (imagínense a diez niños aspirando espaguetti con toda la boca manchada de tomate) pero los profesores encargados del comedor preferían dejarnos engorrinar con la comida antes de que les tocara la mesa de B1. B1 empezaba a llorar cuando tocaba la campana que indicaba el fin de las clases y seguía llorando cuando tocaba la campana que indicaba que comenzaban las clases de la tarde. Y entre medias seguía llorando y llorando. Y si el profesor del comedor intentaba que comiera algo, vomitaba. La cosa fue tan tremenda que mi madre llevó a B1 al médico. Salió de allí con la recomendación de que la quitara del comedor. Y la quitó. Y a mí también. Una pena, no volví a comer espaguetti hasta muchos años después, que mi madre siempre ha sido de macarrones y nada más que macarrones.

Durante el curso escolar mi madre no hostilizaba mucho con las comidas, incluso se olvidaba de las judías verdes. Al fin y al cabo a ella tampoco le han gustado nunca ni medio pelo, que mi madre es melindrosísima para comer. Pero el verano era terrible. Genial y terrible. Por un lado era genial porque nos íbamos a pasar unas semanas a la playa con una familia amiga. La parte terrible la ponían las judías verdes, porque en la otra familia había una niña a la que le encantaban y su madre le comía el tarro a la mía con que si había que ver lo sanas que eran, que qué pena que nosotras estuviéramos tan mal educadas como para no comerlas, y esas cosas. Total, que a mi madre se le hinchaba la vena, nos miraba como si fuéramos un experimento fallido, y se empeñaba en que nos comiéramos los bichos vegetales aquellos. Nos ponía un plato tristísimo lleno de gusanorros verdes aplastados con una patata hervida solitaria en medio, y durante dos horas intentaba que nos comiéramos aquello. Luego se lo llevaba y nos lo ponía al día siguiente. Y así hasta que le salían mohos y tenía que hacer una nueva cazuelita de judías. Nunca consiguió que tragáramos aquello sin vomitar. Incluso intentó corregir lo que ella llamaba “caprichos insoportables en las comidas” (¡¡¡ella!!! ¡¡¡ella hablando de caprichos en la mesa, cuando se alimenta de tortillas francesas!!! En fin…) mandándonos a las colonias. Mi padre (y nosotras) habría preferido campamentos de esos en los que duermes en tiendas de campaña y saco de dormir, pero para ello había que apuntarse a la parroquia o a los boyescuts, y tanto una cosa como la otra suponía pasarse el año desfilando por el campo todos los fines de semana con un pañuelito al cuello. Y no. Para nada. Así que eligieron las colonias de la Sección Femenina. Ahí también tuvo mucha culpa la familia de amigos coveraneantes, que todos los años mandaban a su hija a de colonias. Total, que allá fuimos B1 y yo un verano a Masnou con las chicas de la Sección Femenina. No estuvo tan mal. Aprendí varias cosas, algunas útiles y otras superfluas, que no les voy a contar porque no. No estuvo tan mal, de hecho yo recuerdo que me lo pasé muy bien pero cuando volvimos debíamos tener un aspecto muy perjudicadito porque ni a B1 ni a mí nos volvieron a mandar de colonias. Tampoco mi madre intentó que volviéramos a comer bichos verdes.

A veces me acuerdo de aquel verano en la colonia. Por ejemplo, cada vez que me toca bailar una sardana (fue una de las cosas útiles que aprendí allí) o cada vez que asisto a un acto en el que suben o bajan una bandera. Esto último parece una tontería pero fíjense bien y verán que la mitad de la gente no sabe muy bien qué hacer, si cuadrarse, saludar, cantar, o qué. Claro que nada como lo que vimos B2 y yo en plena calle hace unos días. Íbamos las dos charlando sobre regalos de Reyes y vimos venir de frente lo que los compañeros de mis hijas llaman “un pedazo de pibón”. La niña era mona monísima, la verdad, además llevaba una minifalda que casi se le veía la goma de la braga. B2 y yo empezamos a hacernos comentarios sobre la competencia desleal cuando nos dimos cuenta de que estábamos casi en las puertas de un cuartel y los dos soldados encargados de izar la bandera se habían quedado de piedra mirando a la chavala. Que parecían escayolados, vaya (normal, si la chica estaba superbuena). Eso sí, no me pregunten qué hacían izando la bandera a aquella hora, que no tengo ni la menor idea. Total, que allí estábamos los cuatro mirando fijamente a la chavala. Y la chavala, claro, se dio cuenta. Y nos miró a nosotros. Y no supo qué hacer. Y miró la bandera. Y malinterpretó la causa de las miradas. Y de pronto va y se arrodilla delante de la bandera y se santigua. Fue como si alguien hubiera pronunciado la palabra mágica encargada de romper un hechizo: los soldaditos, con uno de los mayores ataques de verguenza ajena que he visto nunca, se apresuraron a terminar y se metieron corriendo en su cuartelito, y la moza se quedó arrodillada mirándonos con cara de asombro. B2 y yo luchábamos dos minutos para no estallar en carcajadas, justo los dos minutos que ella tardó en preguntarnos asombradísima: “pero… pero… si no era esto… ¿qué se supone que tenía que hacer?”
Y eso que no habían tocado ni el himno que si no igual se pone brazos en cruz y todo.