jueves, 24 de julio de 2008

martes, 22 de julio de 2008

Qué importante es la salú

La niña koala. Durante un tiempo Madagascar fue mi niña koala. Era como un virkiki. Si me sentaba en el sofá, por ejemplo, no pasaban dos minutos sin que se me “arretrepara” sobre la barriga. Y caminando igual porque ella andaba, claro que andaba, pero prefería ir abrazada a mi, así que me pasé unos cuantos años con la niña permanentemente sentada sobre mi cadera como si fuera una gitana o una madre africana. A mí, que soy de naturaleza despegada igual que Kenya (es hipersensible pero ella cariñitos los justos) me gustaba esa “pegajosidad”, esa necesidad de piel. Luego, cuando conseguí que pasara la mayor parte del día con los pies en el suelo, Madagascar iba a todos lados de la mano. Y cuando digo a todos lados quiero decir, literalmente, a todos lados, desde el cuarto de baño a los paseos por la playa. Y yo seguía pensando que qué rica, qué cariñosa me había salido la niña. Hasta que el Disney Channel nos abrió los ojos y convirtió a la niña koala en la niña topillo. Supongo que si JB no se hubiera empeñado en que vieran la televisión en versión original nunca nos habríamos dado cuenta de que Madagascar no veía los subtítulos. Ni los subtítulos ni nada. La pobre no veía tres en un burro, que fue ponerse las gafitas la primera vez y le cambió la cara. “¡Veo!” gritó en la óptica. Fue emocionante, hasta al técnico de la óptica (que debe estar hartito de poner gafas al personal) se le pusieron los vellos de punta. Si estuvimos a punto de abrazarnos y todo. Fue como “El milagro de Ana Sullivan” sólo que en versión pueblo. Y fue ponerse gafas y cortar el cordón umbilical; ya no volvió a ir de la mano a ningún sitio. Y desde que se puso lentillas, todavía menos. En venganza por este desapego cuando estamos en la playa y sale del agua la dejamos que se recorra varias veces la playa de un lado para otro con los ojillos entrecerrados intentando distinguir cuál es nuestro campamento antes de llamarla.

Es curioso porque cuando yo era pequeña llevar gafas o hierritos en los dientes era lo peor que te podía pasar, eran cosas que estaban más o menos al mismo nivel que ser “la gorda”, tener la cara llena de granos, y oler a bicho muerto (sí, en mi clase había una niña que olía como si llevara los bolsillos del uniforme llenos de ratones en pleno proceso de descomposición, la llamábamos “la mofeta” y nadie nos queríamos sentar con ella; hace un par de años me la encontré por la calle y trabaja en Lancóme, en fin). Ahora en cambio lo de llevar hierritos (que ya no se llaman hierritos sino algo así como “brackets”, y tienen gomitas de colores monísimos) o gafas es como muy fashion. Kenya y Madagascar, que tienen la dentadura impecable, jugaban de pequeñas a ponerse tiritas de papel de aluminio en los dientes como si fueran aparatos de ortodoncia hasta que una vez Kenya se tragó una tirilla de papel albal y estuvo preocupadísima hasta que la echó. Desde entonces se acabaron las ortodoncias falsas. Lo de las gafas es otra historia. Y más desde que Madagascar alterna monturas modernísimas de distintos colores. De cuando en cuando a Kenya le entra la necesidad de un cambio estético y se pone pesadísima diciendo que no ve bien y que le duele la cabeza, y así. Total, que no para hasta que la llevo al oculista, le hacen una revisión, le dicen que ve perfectamente y que no necesita gafas, y se busca otro objetivo estético como un corte de pelo.

El último ataque de “gafitis” fue hace un mes así que la semana pasada fuimos al oculista (vale, si yo ya sé que no tiene nunca nada y que estos paseos al médico son inútiles pero ¿y si fuera verdad que la chiquilla no ve y se queda ciega porque no le hago caso?¿eh? que todos hemos leído “Pedro y el lobo”). Total, que allá que fuimos y allá que salimos de la consulta con el diagnóstico de que la niña ve como un lince, y nos subimos al autobús para volver al pueblo. Kenya, que había subido antes que yo, comenzó a andar por el pasillo del autobús extendiendo los brazos para agarrarse a algún lado y dijo “Mamá ven, caramba, que no veo”, a lo que yo contesté “chiqui, mira que te dije que te trajeras el bastón”. Palabra que fue una risa entre nosotras, una broma que llevábamos arrastrando desde que salí de la consulta haciendo de lazarillo a Kenya, que como tenía las pupilas dilatadas no veía lo que se dice nada y llevaba unas gafitas negras como si fuera la Niña de la Puebla, pero cuando dos mujeres se levantaron de sus asientos para cedérnoslos nos vimos incapaces de aclarárselo y nos sentamos aguantando la risa. Ya, que está feo, que con esas cosas no se bromea pero qué le vamos a hacer. Así que Kenya se sentó muy derechita mirando hacia el frente y dando sorbitos de cuando en cuando a su lata de cocacola. Y las mujeres continuaron con su conversación, que más que conversación era un monólogo en el que una de ellas contaba a la otra, con voz altísima y clarísima (como que todos íbamos supercallados escuchándolas), su estado de salud. Bueno, por cierto, buenísimo, que se había hecho todo tipo de pruebas y habían salido satisfactorias. Y de verdad que le habían hecho de todo: un electro, análisis de sangre, un test de sullivan (no sé para qué querrían medirle la diabetes gestacional a una señora que pasa de los sesenta y que no está preñada ni de coña, pero en fin), una eco dopler, una mamografía, una citología, y lo mejor (que dejó para el final): UNA CULOSCOPIA. Ahí la amiga, que había estado callada diciendo solamente “mmmm... aaaaaah... claaaaaaaro” no se pudo contener.

- Mujer, será una colonoscopia o rectoscopia.
- ¿Eso qué es?
- Pues una prueba que te meten un tubo por el recto...
- ¡Aaaaaaaaah, pues no! de rectoscopia nada. ¡Lo mío fue una culoscopia que a mí el tubo me lo metieron por el culo!

Discretísimos, todos en el autobús contuvimos la respiración para no soltar la carcajada. Al otro lado del pasillo yo veía a un muchacho escondido detrás de un periódico que tenía hasta convulsiones y todo. Menos mal que siempre hay una salida.

- Ggggggggghhhhgggg.... (ésta era Kenya)

- ¿Pero qué pasa???
- Ná, que la cieguita está echando espumarajos por la nariz.
- Mujer, no se dice cieguita, se dice “invedente”.
- Pues lo que sea, pero a la niña le sale espuma por la nariz, que digo yo que igual está rabiosa.
- Anda, anda, mujer, qué va a estar rabiosa; es que como no ve no sabe por dónde meterse la lata de cocacola.
- ¡Ains qué pobre que no sabe ni beber! Tch... tch... Y mira cómo se ríe todo el mundo de ella. Qué malos somos. Hala, Mari, vámonos, que ésta es nuestra parada.

Kenya siguió echando cocacola por la nariz mientras se reía como una loca hasta que llegamos a casa. De cuando en cuando alguna de las dos dice “culoscopia” y nos da otro ataque de risa.

lunes, 14 de julio de 2008

París

Tenía la intención de pasar la tarde caminando por las calles pero la lluvia ha hecho que llegue una hora antes a la cita. Cuando salí de la residencia, a primera hora, el cielo estaba despejado pero a final de la mañana ha comenzado a llover. La lluvia me ha pillado por sorpresa (no es la primera vez que me pasa; el tiempo en París, en primavera, es imprevisible y siempre se me olvida consultar el parte meteorológico) y he tenido que comprar un paraguas plegable, carísimo y horroroso que tiene toda la pinta de no durar más allá de una tormenta. Como en los comedores universitarios. Están llenos. Una chica me explica que es porque es miércoles. Todos los miércoles hay cous-cous (al decirlo pone los ojos en blanco y hace gestos de satisfacción) y los comedores se llenan. Me siento en la misma mesa que la chica de antes y nos presentamos. Se llama Adèle. Miro sorprendida las bandejas de los estudiantes árabes, que rebosan pan. Adèle sonríe. Me cuenta que la primera vez que comió aquí hizo lo mismo que ellos y cogió casi un canastillo entero de pan, y luego le dio apuro dejarlo así que se lo comió todo aunque estaba más que llena. El cous-cous está sabroso y muy caliente. Adèle termina antes que yo y se queda conversando hasta que se da cuenta de que se le hace tarde y se va. Como despacio, remoloneando; no me apetece salir y mojarme. Cuando salgo apenas llueve pero las calles están mojadas y llenas de charcos. Llevo sandalias así que al principio intento esquivar el agua pero al rato tengo los pies tan mojados que me despreocupo. Esperando un semáforo veo un cartel que me hace reír y saco la cámara de fotos. Es un anuncio de una colonia con un aroma “tan penetrante –dice el texto- que le evitará el molesto baño semanal”. Comienza a llover más fuerte y cojo el metro hasta el centro. El resto de la tarde lo paso entre paseos y tiendas en las que me refugio cuando me harto de lluvia. Llego a Notre Dame una hora antes de la cita y cuando Jose llega (seco, él ha estado escuchando conferencias) y me mira, mojada y malhumorada, se ríe. Le digo que tengo los pies helados y que no pienso volver a París en primavera, y se ríe más fuerte.

viernes, 4 de julio de 2008

Palabras como pelos

Le picaba la garganta. Carraspeó. No notó alivio y bebió agua fresca pero la sensación continuaba. Se dio cuenta de que llevaba varios días así. Tener conciencia de la molestia la agravó. Cada vez tosía más fuerte. Desesperado intentó incluso provocarse el vómito sin éxito. Por fin expulsó una bola como las que escupía su gato, aunque en lugar de pelos estaba entretejida de letras. Tiradas en el suelo, llenas de baba y con las esquinillas rotas estaban las palabras que nunca había dicho. Le dieron pena. Vistas así no tenían valor. Decidió obedecer a su terapeuta: verbalizaría sus sentimientos.

(Gracias a Lupe por su "Puré de pelos" porque aunque estas historias no tienen nada que ver se me quedó dentro y hasta que no lo he sacado no me he quedado a gusto)