viernes, 27 de junio de 2008

Bandera de verano

Odio ir a la playa los fines de semana. No soy nada original, qué le vamos a hacer, pero no soporto a los domingueros. Ya sé que cada uno va a la playa cuando puede y que el fin de semana es cuando pueden la mayor parte de la gente pero esos días yo prefiero quedarme en casa viéndoles venir. Ojo, eso no quiere decir que el resto de la semana la playa sea un paraíso tropical de esos de espacios kilométricos vacíos cubiertos de arena limpia, aguas color turquesa, y surferos de impresión jugando a exhibir músculo delante de despampanantes bikinosas. Para nada, al menos la playa que tengo delante de casa. El resto de la semana la playa está llena de madres gritonas remojando niños descontrolados (pero cómo no se van a descontrolar con semejantes bocinas cerca) y pandillas de adolescentes tatuados y sus correspondientes pavos, que como se los llevan a todos lados pues a la playa también. La ventaja es que la labor arqueológica es menor, o sea que no tienes que ir buscando el mínimo espacio intercorporal para clavar la sombrilla, sino que puedes montar el campamento base con una cierta holgura. Eso sí, una cierta holgura que no te aísla del resto de playeros y que te permite seguir disfrutando de una de las mayores diversiones de la playa: mirar y escuchar.

Yo soy de bajarme un libro pero reconozco que hay veces que tardo semanas en leerlos porque bajo a la playa, abro el libro y, antes de que haya conseguido siquiera enfocar las letritas, mis oídos han captado algo que secuestra mi atención hasta el punto de pasarme la mañana, o la tarde, entera con la misma página abierta. A JB también le gusta practicar el “escuching” pero como tiene serias dificultades auditivas pues lo hace menos. Y las niñas... el año pasado el pavo de Kenya decidió que ya había pasado el tiempo de ir a la playa con la familia y no vino con nosotros ni un solo día. Este año, como sigue siendo el pavo el que toma las decisiones, tampoco vendrá con nosotros. Madagascar, que de momento tiene el pavo todavía en fase de incubación (para compensar tiene la mayor cantidad de pajaritos en la cabeza del mundo mundial) ha protestado débilmente pero baja a la playa con nosotros aunque se pasa todo el tiempo sentada en la toalla, leyendo. Eso sí, a la sombra; ella defiende su pertenencia a la raza más puramente blanca. Hasta ahora, como decía, ha protestado débilmente pero creo que desde el otro día la tenemos ganada para la causa. Al menos sería de esperar después de haberla visto llorar de risa, que se le llenaron las gafillas de lágrimas y todo.

La mañana había ido como la seda. Habíamos planeado bajar a la playa con Rosemarie y Cristo pero al final se rajaron y fuimos la familia Telerín (o la familia Monster, depende de cómo se nos mire) solitos. Menos mal, porque Madagascar había dicho que si venía Cristo ella se quedaba en casa, que ya había visto su bañador y que no pensaba permitir que nadie la asociara a él de ninguna manera. En su descargo diré que Cristo no baja a la playa con el calcetín peneano. No. Cristo vio “Borat” y se hizo con un tanga de ganchillo tal que igualito que el que sale en la peli. Demasiado para Madagascar (y para cualquiera, todo hay que decirlo, que yo el primer día contuve la risa a duras penas). Nada más llegar Bruno se nos escurrió (literalmente porque JB le embadurnó de crema solar hasta los pelos) para jugar con un amigo del cole que estaba unas toallas más allá, y Madagascar plantó su toalla bajo una sombrilla para leer. Cuando volvíamos de un remojón, la veo sentada y con la vista como perdida. Resultó que no tenía la vista perdida sino fija, así como los hipnotizados, en una pareja cercana. Miré, claro. Después de instalar un campamento como para albergar a siete personas, la mujer, rubia porque ella lo vale, se había quitado un pareo anaranjado que llevaba y se disponía a darse crema. Que se la dio aunque le resultó difícil porque se dejó puesto todo el joyerío que llevaba. Y llevaba unos pocos jorjorrios colgados, todos muy dorados, mucho, todos con pinta de pesar horrores. Lo mejor es que después de darse la crema se quita el sujetador del bikini y se tumba a tomar el sol. Claro, media hora después, cuando la vimos incorporarse (para mí que se había quedado dormida y todo) tenía las tetas como dos salmonetes (arrugados), así que volvió a untarse crema, esta vez por todo el cuerpo, y se metió en el agua. Y no le habríamos echado más cuenta si no fuera porque minutos después se puso a dar voces (“Paaaaaacoooooo... paaaaaacooooo...”) al propio hasta que captó su atención. De paso captó la atención de media playa con lo que el espectáculo, que fijo que ella habría preferido que hubiera sido discreto, fue público y notorio.

-¿Queeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeé?
-Que vengas con una toalla a ayudarme a saliiiiiiiiiiiiiiiiiiiir.
-Ojú, qué pesá! ¿Y pa qué quieres la toalla, Asun?
-Panvolverme, que he perdío la braga del bikini.

Y allá que fue Paco, todo solícito, con su toalla, para tapar las vergüenzas a su Asun, que salió del agua intentando mantener la dignidad entre las risotadas generales que se oían desde todas las toallas. Luego resultó que no se había llevado bikini de repuesto así que, después de las airadas protestas de Paco, gracias a las cuales nos enteramos de lo que habían tardado en ponerse en marcha, el tiempo que habían pasado buscando aparcamiento, y lo que costaba montar la carpa para el sol, desmontaron el campamento y se fueron.

Al rato vino Bruno corriendo buscando “un palo o algo parecido, que necesitamos algo para atar la bandera”. Se llevó una pala y dos minutos después oigo las carcajadas de Madagascar que se retorcía de risa en la toalla. Miré. Bruno y su amigo habían hecho un fuerte de arena. Y en la torre más alta, ondeaba orgullosa una bandera: la braga del bikini de la Asun.

lunes, 16 de junio de 2008

Ciencias naturales

Cuando yo hacía EGB (sí, yo pillé la EGB: me enseñaron matemáticas con conjuntos, que así ando yo en matemáticas que no sé sumar sin los dedos, y me inflé a hacer fichas) estaba convencida de que mi colegio era como de segunda. La verdad es que era un colegio estupendo, tenía varios campos de deporte al aire libre, dos patios de recreo, un patio cubierto (la “polipista” la llamábamos porque cuando hacía malo era donde hacíamos educación física, y lo mismo servía para un roto que para un descosido, siempre y cuando ese roto tuviera relación con los deportes), un gimnasio, un salón de actos con un teatro en condiciones, un comedor, etc. Aun así yo tenía la sensación de que no era más que una imitación de lo que tenía que ser un colegio. Para que fuera un colegio de verdad teníamos que tener una banda de música y no un grupo de joteros como teníamos, animadoras que hicieran la majorette en los partidos en lugar de padres y madres que perdían la voz gritando a pulmón lleno, y laboratorios de verdad en los que los profesores nos enseñaran a diseccionar ranas.

Como ya se habrán imaginado, la culpa de todo la tenía la televisión. En las películas de la tele los niños siempre andaban rajando ranas en clase. A mí eso de mirarles las tripas a las ranas no me parecía nada apetecible pero como lo hacían en todos los colegios americanos pensaba que debía ser una condición sine qua non para que un colegio fuera de verdad. Y tuve esa espinita clavada hasta que un verano cogimos un sapo en el pueblo y lo abrimos por la mitad. Fue un asco horrible. Primero había que matar el sapo, claro, porque intentamos rajarle en vivo y el jodío se puso a patalear como un descosido y no se dejó. Así que nada, a matarlo. Y no estaba por la labor. Sobrevivió al intento de ahogamiento en el río (a Quique se le pusieron las manos azules de tenerlas en el agua helada aguantando al sapo) al envenenamiento con alcohol (no se puso ni borracho ni nada, que lo escupía todo), y al estrangulamiento con un cordelito. Al final Julio optó por tirarlo contra una piedra con lo que nos ahorramos tener que rajar al bicho porque se espanzurró enterito y las tripas saltaron por todos lados. De aquélla se me quitaron las ganas de experimentar en el laboratorio, porque no le ví gracia ninguna y además se me mancharon las zapatillas de sangre y tardó muchísimo en quitarse.

Después llegó el BUP y resultó que en tercero sí que se diseccionaban animales. A mí, que ví “Alien” sin inmutarme, no me habría impresionado mucho, la verdad, pero recuerdo que los días que tocaba destripamiento los de ciencias llegaban a las clases comunes con las caritas de un bonito color verde tirando a turquesa. También nos contaron que en el aula de biología había bichos muertos (algunos enteros y otros destrozados perdidos) metidos en frascos de alcohol, y otras porquerías similares que nadie vio nunca del todo (los de letras porque teníamos prohibidas las aulas de ciencias, y los de ciencias porque entrecerraban los ojos los muy pasmados) y pasaron a formar parte de la leyenda urbana del aula de biología.

A mí se me había olvidado esta leyenda urbana escolar hasta que hace dos días Madagascar me la recordó de forma un poco traumática por el procedimiento de enseñarnos un frasco de Nescafé que llevaba en la mochila del instituto.

- ¿Eso qué es????
- ¡Un cerebro! ¡Te has traído un cerebro!

Al oír la exclamación de Kenya no pude menos que acercarme a mirar. Efectivamente, dentro del frasco de Nescafé había un cerebro de tamaño considerable (hombre, considerable teniendo en cuenta que cabía dentro del frasco) nadando en alcohol. Kenya ponía caras de asco mientras Bruno lo contemplaba hipnotizado.

- ¿De quién es eso?
- De Melani.
- Joé, pues para lo tonta que es tiene un cerebro enorme.
- Ya decía yo que Melani es una descerebrada. Ahora me lo explico; se lo debe dejar todos los días en casa.

Kenya y yo nos habíamos lanzado al precipicio de las bromas fáciles y Madagascar sonreía malévolamente con intención de unírsenos pero tuvimos que dejarlo para otro momento porque Bruno no entendía nada.

- ¿Melani lleva el cerebro en un frasco? ¿Y te lo ha prestado? ¿El cerebro se puede quitar?
- No, enano, es un cerebro de cerdo que se ha traido Melani a clase de biología porque estamos estudiando los mamíferos. Como la semana pasada cuando estudiamos las plantas Lidia se trajo manzanas y nueces y las estuvimos viendo, y las repartimos y nos las comimos y todo, pues Melani se ha traído esto.
- Ya. ¿Y Charo qué ha dicho?

Charo es la profesora de biología.

- Puesssss... primero ha abierto mucho los ojos y la boca pero no ha dicho nada. Luego ha dicho que muy interesante y que se iba a quedar en el aula de biología, y ha amenazado con hacer rular el cerebro por las mesas si hablábamos. También le ha dicho a Víctor que no hace falta que traiga mañana un gato muerto. Es que se había ofrecido.
- ¡Ya! Y esta porquería ha terminado en casa porque...
- ¡Le he pedido permiso a Charo para traérmelo para que lo viérais! Pero tengo que devolverlo mañana.
- Debe estar blandito. ¿Podemos abrirlo y sacarl..?

No dejé ni que Bruno terminara la frase. Vamos, hombre, sólo de pensar que aquello se pudiera esparramar por el suelo y me tocara luego recogerlo a mí me entró un asco tremendo. Eso sí, por asociación de ideas me acordé de que tenía una latita de foie gras que había que comerla esta semana o caducaba.

Ayer Madagascar volvió del instituto un tanto desinflada.

- Es que hemos dejado los mamíferos y estamos con los invertebrados. Y Charo nos ha dicho que si preferíamos dar clase o ver una película. Y claro, nosotros hemos dicho que película, película, y resulta que era una película sobre la vida de las babosas. Una hora entera con un primer plano de una babosa contándonos lo que hace una babosa durante el día y resulta que las babosas ¿qué hacen? ¿eh? Pues no hacen NADA DE NADA. Yo creo que ha sido una venganza por lo del cerebro de ayer.

De pronto se le iluminó la carita con una sonrisita malvada.

- Menos mal que mañana va a ser divertido porque Víctor nos ha dicho que se va a pasar la tarde recogiendo gusanos y lombrices para llevarle a Charo un par de frascos llenos. Va a ser genial.

martes, 3 de junio de 2008

Divinidad y escatología

A JB le gustan las películas de romanos. Y las del Oeste (conboys los llama él), las de guerra, y las de aventuras. Bueno, también le gusta Woody Allen y cosas así, eh, no se crean. No le gustan las películas de miedo, las gore, las del ciencia ficción, ni los musicales. Yo, menos películas de Paco Martínez Soria y de Joselito, veo de todo aunque reconozco que muchas veces dejo a JB solo ante la pantalla porque me aburro. Eso pasó hace ya años una tarde en la que pusieron Quo Vadis: que me aburrí como una seta y me fui al jardín a leer y dejé a JB solo en el sofá. Al ratito pasó por allí Kenya, que tenía poco más de tres años, y se quedó hipnotizada mirando la pantalla.

- ¿Por qué los leones se comen a esas personas?
- Porque son cristianos.

Sin mirarla siquiera JB respondió con toda la rotundidad de la que fue capaz, con el tono condescendiente de quien está explicando algo totalmente obvio. Kenya asimiló rápidamente la respuesta.

- Yo no seré cristiana, ¿no?
- Sí, claro.

JB estaba de espaldas a la niña y no podía ver la carita de horror que se le estaba poniendo.

- Pero si yo soy malagueña.
- Ya, pero eres cristiana porque estás bautizada. ¿Ya no te acuerdas de tu bautizo, o qué?

Kenya torció el morrito. Hacía poquísimos meses que la habían bautizado y se lo había pasado tan bien en la fiesta que había preguntado si se podía bautizar varias veces. Ahora empezaba a arrepentirse de todo eso. Cuando yo entré había empezado ya a preguntar si nosotros también estábamos bautizados para asegurarse de que en caso de merendola leonina no les tocara sufrir solamente a ella y a su hermana. Mientras en la pantalla los leones se ponían las botas zampándose a cuanto incauto se les ponía por delante, JB explicó brevemente a Kenya los requisitos necesarios para ser cristiano. Aquella noche la niña nos comunicó que ella no pensaba hacer la comunión en su vida, y le dijimos que vale.

Unos años más tarde, cuando llegó la edad de hacer la comunión Kenya se negó en redondo. Curiosamente ella, que era la única niña que hasta entonces había ido a clase de religión, fue la única que no la hizo y se pasó meses explicando a la gente por qué no comulgaba. La explicación de “para que no me coman los leones” que Kenya soltaba con toda solemnidad no daba lugar a más preguntas aunque supongo que nadie entendió nada.

En esa ocasión tomamos nota de que hay que tener mucho cuidadito con lo que se les dice a los niños sobre Dios, la religión y esas cosas, y hasta hace poco hemos podido controlarlo, pero hace unas semanas nos topamos con Marika. Marika es la nueva limpiadora de mi suegra. Es búlgara y todavía no sabe hablar correctamente español pero a cada frase pero te recita la Biblia sin equivocarse.

- Ay, Dios mío, qué vieja estoy, cómo me duelen las piernas.
- Bienaventurados los que sufren dice Jesús: Mateo 5, 3-9.
- Ay, qué poco me gustan estas medicinas.
- Nuestro Señor bebió hiel y vinagre por nosotros. Mateo 27, 32-34.

Y así todo. Claro, entre que mi suegra es sorda como una tapia y que la otra no sólo no le da bolilla con sus achaques sino que encima le lanza versículos cada dos por tres, las conversaciones entre ambas son un poco de risa. El sábado me mira y me dice:

- Tú tienes ojo de Dios dentrrrro.
- Mira qué bien, hombre, estará encantado mirándome el bazo o el páncreas.
- Tú no brrrrrromeas con Dios, Gin.
- Pues claro que bromeo, Marika, caramba, claro que bromeo.

Bruno nos miraba hipnotizado. Al rato abordó a Marika.

- Marika, ¿yo también tengo dentro un ojo?
- Sí, prrrríncipe, tú tienes también ojo de Dios dentrrrrro.
- ¿Dentro de mí???
- Dentrrrrrrro, sí, ojo de Dios todo ve.

Bruno levantó una cejita y miró a Marika con franca hostilidad. La búlgara practicó la ignoración con estilo olímpico y siguió desgranándole las múltiples cualidades visionarias del ojo de Dios tanto fuera como dentro de las entrañas trufando la información con pildorazos versiculares recitados con su peculiar acento. El niño aguantó dos versículos y al tercero simplemente se dio la vuelta sin decir nada (que es lo que suele hacer en estos casos) y se fue a jugar tan fresco.

Y no nos habríamos vuelto a acordar de aquello si no hubiera sido porque el fin de semana fuimos a la comunión del hijo de un amigo. Durante la ceremonia (larguiiiiiiiiiiiiisima) Bruno se estuvo informando de qué iba la cosa.

- ¿Qué se comen?
- El cuerpo de Cristo.

JB, cuando quiere, es escueto a más no poder.

- ¿Y quién es Cristo?
- Dios. Cristo es Dios.

Al salir de la iglesia nos acercamos a darle su regalo al niño para poder huir de allí cuanto antes y que no nos pillara la tanda de fotografías. Mientras el chaval, que iba disfrazado de capitán general de los ejércitos imperiales, abría los paquetitos nosotros charlábamos con el orgulloso padre. Algunos amiguitos, también comulgantes, se acercaron a cotillear los regalos. El capitán general los enseñó orgulloso y miró a Bruno con desdén.

- Mira, enano, mira qué chulada.
- ¿Por qué te regalan cosas?
- Por hacer la comunión.
- ¿Qué es hacer la comunión?
- Recibir a Dios.

Bruno no se dejó atropellar.

- ¡Ah! A mi no me hace falta hacer la comunión ésa. Yo tengo ya el ojo de Dios dentro, me lo ha dicho Marika.

Una niña, vestida de mininovia con escote palabra de honor y todo, miró a Bruno con curiosidad.

- Pero solamente el ojo de Dios no sirve. Nosotros nos hemos comido a Dios entero.

Bruno entrecerró los ojitos y meditó un momento.

- Es que solamente tengo el ojo de Dios porque soy chico; cuando crezca y tenga sitio se me meterá Dios entero.

Una amiga de la mininovia, vestida estilo Sissi emperatriz, se rió a carcajadas. Bruno no se inmutó.

- Además lo mío es mejor porque como yo no me he comido a Dios no se me va a salir nunca. Vosotros lo echaréis luego cuando hagáis caca. Y cagar un dios debe doler.

Bruno les enseñó su sonrisa más luminosa, se dio la vuelta y se fue. El capitán general de los ejércitos imperiales, la mininovia, y Sissi emperatriz se quedaron sin habla. Bueno, sin habla un nanosegundo porque después la mininovia se fue corriendo a buscar a sus padres llorando desconsolada. Nosotros la ignoramos olímpicamente (que para eso no era nuestra ni de ningún allegado), montamos en el coche, y escapamos de allí a toda velocidad, que ese tipo de fiestas no nos gustan ni medio pelo.

Unos días después me llamó el padre del capitán general del ejército imperial un tanto mosqueado con Bruno. Al parecer varios de los comulgantes (entre ellos el capitán general) habían estado malos con un curioso estreñimiento voluntario (“que se negaban a cagar” dijo textualmente mi amigo) que les había ocasionado fuertes dolores de barriga. Y echaban la culpa a Bruno, claro.