martes, 27 de mayo de 2008

Nefta

Llegamos a Nefta a media mañana. De lejos, a la luz del sol, la ciudad me resulta cegadora de puro deslumbrante. Por contraste, el palmeral parece oscuro, incluso umbrío, da sensación de frescor. Atravesamos las calles y llegamos al hotel. Parece vacío. Preguntamos al recepcionista y nos dice que tienen una ocupación del ochenta por ciento y que todos los turistas son europeos. Atravesamos las salas del hotel sin cruzarnos casi con nadie. Salah ha concertado una cita para ver varias villas de la ciudad así que tenemos el tiempo justo para dejar las cosas y volver a salir. Cuando volvemos está anocheciendo. Durante la cena la luz parpadea un par de veces. El maitre nos explica que es por las tormentas eléctricas y le quita importancia. Después de cenar voy a la piscina. Allí hay otras dos personas. El agua está fresca. Se vuelve a ir la luz en el hotel. Desde la piscina vemos a lo lejos los relámpagos de la tormenta.

domingo, 18 de mayo de 2008

Kasserine

Tengo sed. Intento beber pero cuando me llevo la botella a la boca el coche pilla un bache y el agua se me derrama por la barbilla y el escote. El conductor, Miguel, me ve por el retrovisor, se ríe y se me pide disculpas. Miguel no se llama Miguel, tiene un nombre impronunciable para mí pero es exactamente igual que el Miguel Bosé que cantaba “Linda”, y todas las turistas españolas se lo dicen de modo que cuando se presentó lo hizo directamente así: “Miguel, como Bosé”. Miguel disfruta con su trabajo. Le gustan los turistas, dice que los turistas no se plantean complicaciones; cuando vienen son felices porque están de vacaciones y nunca hablan de problemas ni se lamentan porque no ganan suficiente para mantener a su familia o porque no puedan casar a una hija. Además, Miguel dice no ser hombre de permanecer mucho tiempo en el mismo sitio; prefiere moverse aunque nunca demasiado lejos, quiere tener todo bajo control pero que nadie ni nada le controle a él. Le gusta recorrer el país entero aunque prefiere el sur. Me ha prometido que cuando vayamos al sur me llevará a Djenein, conocer a su familia.

Durante varios días hemos recorrido las pistas de montaña de Al Qasrayn sin encontrar casi turistas; únicamente en el paso de Kasserine hemos coincidido con un grupo de ingleses. La mayoría son jubilados. Pertenecen a una especie de club o sociedad que estudia la segunda guerra mundial y han decidido hacer un tour para conocer los escenarios africanos de la contienda. Están siguiendo los pasos de los americanos que desembarcaron en Marruecos. Miran y fotografían el escenario de la derrota intentando imaginar el desastre. Se recuerdan cosas mutuamente, cuando uno duda siempre hay varios dispuestos a recordar por él. Me cuentan que mañana viajarán a Tatauin y que el viaje finalizará en Djerba, donde piensan descansar unos días antes de volver a Inglaterra.

Dejamos a los ingleses recordando la historia y salimos rumbo a Tozeur pasando por Gafsa. Aunque la idea de volver al desierto me estimula no tengo ninguna prisa por llegar; no quiero perderme ni un minuto de estas pistas de montaña, áridas, abruptas, a veces invisibles, siempre a punto de borrarse y sin embargo tan permanentes, tan atemporales que parece que están aquí desde antes de que existiera el país. Salah, el guía, me explica que Gafsa es una ciudad bonita pero poco visitada por el turismo. Dependiendo del día a Salah esto de parece bien o fatal. Respecto al turismo tiene el corazón partido. Por un lado le parece que el desarrollo turístico va a convertir el país en un parque temático anulando la riqueza de su cultura y no quiere convertirse en títere de los europeos; por otro sabe que es una buena salida económica para el país y además se siente orgulloso de mostrarlo a los visitantes. Las contradicciones de Salah aumentan en su vida personal: no quiere vivir fuera fura de Túnez pero en Barcelona tiene una novia embarazada de seis meses. A veces Salah está poseído de amor patrio y rechaza cualquier cosa que venga de Europa. Otras veces se deja arrastrar por el desánimo y no ve otra salida a la falta de desarrollo del país que no sea la europeización. Pero sea cual sea su estado de ánimo Salah está siempre encantado de hablar de la cultura del país. Y lo hace con orgullo.

Cuando Salah ve mis dificultades para beber en marcha sonríe y me dice que a medida que vayamos bajando las carreteras serán diferentes, pero no especifica si eso quiere decir que serán mejores o peores. De momento siguen siendo firmes. Estamos bajando por la ladera de una montaña. Salah está hablándome de la época dorada del renacimiento cultural tunecino cuando Miguel detiene el todoterreno. Un arroyo atraviesa la carretera y, en medio, hay una furgoneta atascada. A ambos lados del arroyo esperan varios vehículos. Bajamos y nos acercamos a ayudar. Nos dicen que anteayer hubo tormentas en Argelia y estos son los efectos de la lluvia. Miguel y Salah se meten en el cauce del arroyo para echar una mano a los que intentan sacar la furgoneta. Yo me siento y miro. Un grupo de niños corretea alrededor nuestro; me miran y sonríen, no se acercan a pedir monedas como en otros países. Les ofrezco chicles y se sientan conmigo. Saco la cámara y les fotografío. Me fotografían ellos a mí. Vemos las fotos y nos reímos. Jugamos. Me enseñan una canción Una mujer se acerca. Va dando una naranja a cada niño. También a mi me da una.

jueves, 15 de mayo de 2008

miércoles, 14 de mayo de 2008

Evasión (¿y victoria?)

Estaba harta de trabajar, de ocuparse de su madre, de vecinos ruidosos, del barrio inhóspito, de la rutina gris y deprimente. Una noche soñó con la vida que le gustaría llevar. Desde entonces todas las noches vivía esa vida luminosa, y dormida era feliz. En sus sueños tuvo familia, ascendió en el trabajo, se fue a vivir a la montaña, tuvo un perro y se operó la nariz. Sólo despierta era desgraciada. Poco a poco fue alargando las horas de sueño y una mañana no despertó. Los médicos hablaron de un extraño coma aparentemente voluntario. Dormida no dejaba de sonreír.

domingo, 11 de mayo de 2008

Una vez que maté a un gato...

Cuando tenía más o menos ocho años vino al colegio un psicólogo que, entre otras cosas, nos hizo pruebas de orientación profesional y laboral. Fue bastante divertido. Durante el tiempo que duró aquello nos quitaron las clases de religión para hacer las pruebas, que consistieron en charlas, entrevistas personales, y en algo así como veinte cuestionarios distintos. Luego llamaron a nuestros padres para hablar sobre los resultados. A los míos les pareció curiosísimo que alguien pensara que era operativo hacer pruebas de orientación profesional y laboral a niños tan chicos pero como eso venía en el paquete general allá que fueron el día que les tocó. Y nosotras, o sea B1 y yo, con ellos porque, cosa rara, las entrevistas las hacían con el acusado delante, y es que bien mirado aquello venía a ser como un juicio en el que el psicólogo ejercía al tiempo de juez y fiscal, y los padres a veces hacían de fiscal y a veces de abogado, dependiendo de cómo hubieran tenido el día, de cómo nos hubiéramos portado los acusados, y de qué fibra sensible les tocara el psicólogo. Aquella tarde los míos optaron por la versión abogado cínico porque, como decían siempre todas las madres, nadie iba a conocer a sus cachorros mejor que ellas. Bueno, por eso y porque nunca se han fiado ni medio pelo de los psicólogos, psicoterapeutas, y demás. Y desde aquella tarde menos.

Recuerdo que el psicólogo cogió mi expediente, lo abrió, me miró, miró a mis padres, y sin dejarse amilanar por el ambiente francamente hostil (mi madre y yo levantamos la ceja izquierda exactamente igual y da miedo, palabra) comenzó a decir cómo era yo. Al ratillo relajé la ceja, y poco a poco me fueron entrando ganas hasta de sonreir. Si es que yo era una joya total. Cada poco mi madre me miraba con la ceja petrificada en lo alto de la frente, con cara de no creerse ni medio de lo que estaba escuchando. Y así llegamos, sin ninguna interrupción, al final de la entrevista, en la que el psicólogo les informó a mis progenitores que yo tenía muchas aptitudes para ser... ¡¡¡oceanógrafa!!! Mis padres hicieron gala de una magnífica rapidez de reflejos y consiguieron recoger la mandíbula (que se les había descolgado por la sorpresa) en menos de dos segundos, para girarse y mirarme asombrados. Yo respondí sacando todos los dientes (menos uno que se me había caído hacía dos días) al escenario de la mejor de mis sonrisas. Y mientras, el psicólogo continuaba hablando sobre lo clarísimamente que se veía mi futura profesión, como si fuera la bruja Averías, vaya.

Mis padres aguantaron todavía la sesión correspondiente a B1, que también les regaló unas cuantas sorpresas (de las que no voy a hablar ni hoy ni nunca primero porque éste es mi blog y a mí nadie me quita el protagonismo en mi espacio, y segundo porque de las cosas ajenas no se habla) y volvieron a casa con cara de haber visto un extraterrestre. Después, mientras cenábamos, nos sometieron a un tercer grado para que les contáramos qué habíamos hecho y dicho exactamente en las pruebas. Yo, que incluso desde mis ocho años sabía que aquello no había sido muy de fiar, remoloneé un poco pero al final les dije que el test para determinar mi futura profesión constaba únicamente de la pregunta “¿Qué quieres ser de mayor?”, pregunta a la que yo, que me pasaba horas viendo los programas de Jacques Cousteau (incluso había conseguido que me compraran un gorrito de lana como el suyo y lo llevaba siempre puesto), había contestado sin titubear y con mi mejor letra (y mi caligrafía siempre ha sido excepcional): “Oceanógrafa”. Teniendo en cuenta que hablamos de niños de entre seis y ocho años, todos con unas letrujas horribles, era normal que el psicólogo hubiera más que visto leído mi futuro con tanta claridad. La credibilidad de los informes quedó enterrada por una hora de carcajadas paternas.

Ya sé que las cosas han cambiado mucho pero semejante experiencia echó por tierra, para siempre jamás amén, mi confianza en los programas de orientación estudiantil, así que cada vez que alguna de las niñas me viene diciendo que ha hablado con el orientador del instituto se me ponen todas las neuronas en alerta. Entre otras cosas porque el curso pasado al orientador se le ocurrió la brillante idea de que los padres diéramos a los chavales charlas sobre nuestras profesiones y me encontré citada para dar una conferencia sobre ¡¡¡medicina!!! Así que ni caso, ya les hacemos nosotros la orientación profesional en casa. Reconozco que, claro, nuestras sugerencias no dejan de tener un punto arbitrario pero lógico, y cambian dependiendo del mercado y de las percepciones caseras. Así, cuando estábamos reconstruyendo el jardín tras la riada, consideramos seriamente inscribirlas en algún curso para hacerlas gruístas, alicatadoras, o jardineras paisajistas. Cuando veo salir del garaje al vecino, que tiene una clínica de adelgazamiento y depilación, con un coche cada vez más espectacular, me convenzo de que el futuro está en hacerse sacamantecas o quitapelos. Claro que cuando veo los dibujos de Madagascar y las casitas que les hace a los SIMS pienso que debería ser arquitecto. Y así.

Últimamente, y después de haber tenido que desatascar las tuberías dos veces a razón de ciento veinte euros la vez, la fontanería estaba ganando la partida al resto de las profesiones, y llevaba yo insistiendo en las múltiples ventajas que tenía ser fontanera hasta que la semana pasada tuvo que volver el fontanero y estropeó el plan. Esta vez no había sido la tubería (ésa tocará dentro de un mes, y seguirá tocando hasta que alguien recuerde dónde narices está la arqueta general, que la tenemos perdida y es la culpable de los atascos) sino algo que me veo incapaz de pronunciar situado en la parte baja de la bañera. “Hay que quitar un par de azulejos” sentenció el fontanero Carlos. Yo puse los ojos en blanco. “No te preocupes, que yo te los pongo después” dijo Carlos, el fontanero acompañante (yo sé que uno de ellos no se llama Carlos, que Carlos es el fontanero dueño de la empresa, que para eso se llama Fontanería Carlos, pero como todavía no sé cuál es he optado por llamarles así a todos y lo curioso es que los cuatro que trabajan allí me responden), así que se pusieron manos a la obra.

Como ya tengo callo en esto de las obras, reparaciones y tal, y ya sé a qué trabajadores hay que vigilar de cerca porque son peligrosísimos y como te descuides te ponen los azulejos del revés y a cuáles no, y estos son de los buenos (o al menos hasta entonces lo eran) les dejé trabajar tranquilos. Y quitaron los azulejos. Y arreglaron el esforcie de la bañera. Y volvieron a colocar los azulejos. Y cobraron. Y se fueron. Y ahí habría puesto el chimpún final si no fuera porque horas después, en cuanto se hizo de noche, Madagascar echó de menos a su gata Toffee y se puso la mar de lastimera. Le dijimos que no se pusiera coplera que seguro que la gata estaba dándose una vuelta por los jardines de alrededor y ahí quedó la cosa hasta más o menos las dos de la madrugada, cuando Kenya me despertó algo alarmada: “Baja, anda, que en la casa hay un poltergeist”.

Con semejante anuncio a mi lo único que me apetecía era meter la cabeza bajo las sábanas pero bajé con ella a ver qué pasaba.

- Oigo unos ruidos rarísimos dentro de la casa pero he mirado y no hay nada.
- ¿Qué tipo de ruidos?
- Pues muy raros, como si alguien quisiera salir de su tumba. Y un niño pequeño llora y dice “mamá”.

No quise hacer comentarios pero tomé nota de que había que quitarle a Kenya la afición a los libros de terror. Inspeccionamos la planta de abajo y efectivamente del cuarto de baño salían unos ruidos extraños. Entramos y en ese momento se escuchó una vocecita lejanísima que decía claramente “mamá”. Kenya me apretó el brazo.

- Igual la casa está construida encima de algún cementerio abandonado, o igual mataron una vez a alguien y le emparedaron en la casa, o...

Se me hizo la luz.

-...O los Carlos han dejado a Toffee emparedada dentro de la bañera.

Nos acercamos a la bañera y efectivamente, en la lejanía se escuchaba maullar a la pobre Toffee, desesperada por que alguien la sacara de allí.

- ¿Y ahora qué hacemos?
- Pues quitar un azulejo para que pueda salir, mujer, no hay otra posibilidad.

Al tercer golpecito contra las junturas de los azulejos entraron JB y Madagascar con cara de sueño. La cara de sueño se les mantuvo agravada por la expresión de alucinados que se les puso cuando, tras conseguir hacer saltar el azulejo salió la gata aspaventada y con ojos de enloquecida sin dejar de maullar como si estuviera poseída. Madagascar la cogió en brazos y me miró con frialdad.

- Y tú querías que estudiáramos para ser emparedadoras de gatos. Tch... tch...

jueves, 8 de mayo de 2008

El hombre de los remordimientos

La primera vez que me besó sabía a limón. Y no hablo metafóricamente. Estaba bebiendo un refresco y la boca se me llenó de su sabor. El hombre de limón. No me sorprendió, pensé que no podía saber a otra cosa, que era en realidad dulce y ácido como un limón con azúcar, refrescante y persistente. Me había atraido desde el principio aunque no me había dado cuenta porque para eso soy bastante torpe. Sabía que me gustaba su compañía, que pasaba con él la mayor parte del tiempo que podía, por puro gusto, y que cuando caminábamos lo hacíamos tan cerca uno del otro que nuestros brazos siempre estaban en contacto y eso me agradaba, pero no fui consciente de cuánto y cómo me gustaba hasta una mañana en la que me olió el cuello y la sangre se me agolpó en el pecho hasta casi dolerme. Me pasé el día con la boca abierta intentando expulsar las docenas de mariposas que parecían haber elegido mi estómago como lugar de paseo, pero no hubo manera. Menos mal que pasamos pronto al sexo porque si no el deseo me habría ahogado de puro tangible que llegó a hacerse. Era uno de los hombres más elegantes que he conocido, uno de los más educados, pero en la cama tenía un punto salvaje e incontrolado que lo hacía aún más excitante. Un día dejó de ser el hombre de limón y se convirtió en el hombre de los remordimientos. Los remordimientos se le instalaron en la conciencia y para apaciguarlos sacrificó unilateralmente el enamoramiento, el deseo, y las tardes de sexo y maravilla. Las mariposas del estómago me provocaron unas náuseas dolorosas. Tuve que esperar meses hasta que murieron, y entonces vomité una masa de amargos cadáveres de alas muertas. No sé si los remordimientos tienen el mismo sabor pero por si acaso no pienso probarlos; se los dejo todos a él.